Manuel Bustos | 03 de diciembre de 2020
La ley de Memoria Histórica, ahora eufemísticamente transformada en ley de Memoria Democrática, es un producto de fabricación ideológica, que la izquierda pergeña y el centroderecha sostiene.
Muchos historiadores de mi generación nos formamos profesionalmente en lo que se conocía como la «Escuela de los Annales». Su inicio se sitúa en 1929, aunque los frutos más preciados se lograron entre los años cincuenta y noventa del siglo pasado. El impulso decisivo se lo dio Fernand Braudel, maestro de historiadores, y su tesis consagrada al Mediterráneo en tiempos de Felipe II, publicada en 1949. El impacto de esta obra y de las que le sucedieron fue grande, y, si bien existían otras escuelas historiográficas, incluso más antiguas, la pauta marcada por «Annales» afectaría a Europa Occidental, extendiéndose con rapidez a otras partes del mundo. Fue un tiempo de apoteosis para la historiografía francesa, en cuyo seno nació, no obstante, su proyección internacional.
En España las conexiones con Francia eran entonces muy estrechas, a pesar de las diferencias políticas, y su lengua constituía materia obligatoria en la enseñanza, por encima incluso del inglés, que más tarde la sustituiría. Los historiadores hispanos de los sesenta y setenta fueron lectores asiduos de las obras de Braudel, Le Goff, Chaunu, Goubert, y tantos otros nombres que esmaltaron con sus trabajos historiográficos esos años dorados.
Además de recalcar el carácter científico de la Historia, se trataba de captar el pasado en todas sus dimensiones, con la mayor objetividad. Subyacía todo un esfuerzo por conocer la verdad histórica, hasta donde era dable alcanzarla, con un método adecuado y sin ideas preconcebidas. Hubo, sin duda, aspectos discutibles, qué duda cabe, pero el objetivo de lograr una reconstrucción fidedigna del pasado prevaleció.
Coincidía en España con un período de aumento considerable del número de universitarios, animado por una política decidida de creación de centros y un importante crecimiento económico que impulsaba la demanda de estudios superiores. Así, avalada por el prestigio que la Historia había logrado (los anaqueles de las librerías acrecentaban su espacio para acoger sus obras), el porcentaje de estudiantes que la elegiría como carrera fue progresivamente en aumento.
El fruto vino en los años siguientes, a través de las numerosas traducciones de historiadores extranjeros vinculados a la escuela y del elevado número de publicaciones, no pocas inicialmente pensadas como tesinas y tesis doctorales. Para España fue un momento brillante: el tiempo de conocer mejor nuestro pasado, al margen de las historias panegíricas y de leyenda negra, en circulación durante largos años. Temas cuanto menos delicados como la Inquisición, las minorías étnico-religiosas, la conquista y colonización de América, la Segunda República o la Guerra Civil fueron abordados con una mirada más equilibrada y, en general, desprovista de prejuicios y de visiones subjetivas.
En contraposición, desde hace un par de décadas han cambiado severamente las tornas. La manera de hacer Historia que desecharon por sesgada los hombres de los «Annales» y toda una generación de investigadores ha vuelto para enseñorear nuestros libros, aulas y publicaciones. Y lo hace con descaro, apoyada desde el Poder, con un séquito de seudohistoriadores dispuestos a poner su esfuerzo al servicio de la causa política imperante. ¿Qué consiguen con ello? Reconocimientos, apoyos económicos o revancha, elementos que tantas veces han acompañado a los autores de este tipo de relatos históricos. El género pierde con ello buena parte del prestigio alcanzado socialmente, salvo entre aquellos que coinciden con la versión dada y las personas poco leídas, dispuestas siempre a consumir lo ofrecido desde las altas instancias del Estado.
La acción política cultural de las últimas décadas se fundamenta en dos pilares: la ideología de género y la ley de Memoria Democrática. Ambas van dirigidas a lograr un cambio profundo de nuestra visión de la realidad
De ahí que quienes amamos la Historia, ese esfuerzo por aprehender la verdad sin obligarla a decir lo que nos interesa a nosotros o al Poder, estemos apesadumbrados a la par que indignados con las leyes que se han puesto en marcha desde la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al Gobierno.
La ley de Memoria Histórica, ahora eufemísticamente transformada en ley y de Memoria Democrática, es claramente un producto de fabricación ideológica, que la izquierda pergeña y aplica sin miramientos, y el centroderecha sostiene; pero que daña seriamente la objetividad, la convivencia y la realidad misma.
La acción política cultural de las últimas décadas se fundamenta en dos pilares para la vuelta del calcetín que se pretende: la ideología de género y la ley de Memoria Democrática. La primera pretende un giro antropológico de 180º; la segunda, una revisión radical de nuestro pasado, especialmente del último siglo. Ambas van dirigidas a lograr un cambio profundo de nuestra visión de la realidad. Se trata de construir un relato al margen de esta y hacerla asimilar por una población, pasiva y escasamente crítica en su mayoría, para facilitar así la aceptación de los cambios ya iniciados.
La memoria democrática se ha centrado preferentemente, aunque no en exclusiva, en la Segunda República, la Guerra Civil, el franquismo y la Transición. Ni que decir tiene cuáles son los mensajes que se quieren transmitir con vistas a un objetivo político: la denigración de las posiciones de derecha y centroderecha, la ilegitimidad política de la Transición y, en última instancia, del régimen constitucional surgido en 1978. La república es idealizada, la guerra planteada como un enfrentamiento entre buenos y malos, el período franquista como una pesadilla marcada únicamente por la represión, su hacedor como un sanguinario dictador y la Transición como un pacto espurio entre los beneficiarios del franquismo. Y con estos productos se quiere alimentar la conciencia de nuestros jóvenes y mayores. No es necesario que recordemos la importancia de que dicha ley sea derogada o siquiera profundamente transformada.
En 1163 el rey Luis VII colocó la primera piedra de una nueva catedral que tardaría casi doscientos años en concluirse.
Nada de lo que cuenta la implacable e impecable María Elvira Roca Barea en su «Imperiofobia y leyenda negra» tiene el menor desperdicio. Pocas veces un trabajo histórico aparece con tanta oportunidad como ahora.