César Cervera | 04 de abril de 2020
La crisis del coronavirus ha aflorado los viejos prejuicios que el Norte de Europa tiene sobre el Sur, estereotipos basados en mentiras o medias verdades facilitadas por los propios españoles.
Si plantara un árbol cada vez que menciono a la semana la palabra leyenda negra o atribuyo a la hispanofobia consecuencias en la forma en la que trata hoy el resto de países a España, tal vez podría poblar de robles el Sáhara. Puede ser muy repetitivo, pero las razones no me faltan. Si bien todos los países tienen una serie de estereotipos bajo el brazo, en el caso de los tópicos españoles están creados en torno a mentiras propagandísticas que buscaban expresamente alimentar un odio irracional.
La propaganda angloholandesa del siglo XVI (ellos fueron los precursores, aunque no los únicos) proclamaba que los españoles eran violentos, fanáticos, atrasados, depravados, y a esto se añadió, de forma lógica, una nación de vagos. Las altivas declaraciones de algunos miembros del Gobierno holandés y de representantes de su sistema sanitario estos días demuestran que las acusaciones, y el tono empleado, no han cambiado tanto. Que cinco siglos no son nada. Y que el Sur les sigue pareciendo igual de medieval.
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La crisis del coronavirus, como en su día la crisis financiera de 2008 (surgida en EE.UU., por cierto), ha sacado a flote los viejos prejuicios que el Norte de Europa tiene sobre el Sur, estereotipos que, una vez más, se basan en mentiras o medias verdades facilitadas por los propios españoles. Es, en parte, por nuestra candidez que nos atacan.
En el siglo XVI, la propaganda protestante convirtió la obra de un fraile español llamado Bartolomé de las Casas, La Brevísima, en el eje de sus acusaciones de matanzas en América, a pesar de que carecía de cualquier rigor y que fue la propia Corona quien bendijo su contenido. Es decir, fueron los propios españoles, sus propias instituciones, quienes suministraron la pólvora a sus enemigos.
Fue también culpa de los cronistas españoles que la sífilis fuera conocida en Holanda, Italia, Portugal y el norte de África durante mucho tiempo como el mal español, la «sarna española», al vincular su origen con la llegada de Colón a América. Dado el carácter sexual de esta enfermedad, a los enemigos del país no les costó mucho creer que la voracidad y depravación de los conquistadores habían transmitido la enfermedad por el orbe. Hoy, las teorías científicas sobre la expansión de la sífilis apuntan a que la enfermedad existía mucho antes del siglo XV en Europa, e incluso en el Paleolítico superior en el África subsahariana.
La única razón por la que la mayor pandemia del siglo XX, la gripe española, recibió este nombre a nivel mundial es porque nuestro país fue el único que dio cifras de muertes con cierta transparencia. Su neutralidad en la Primera Guerra Mundial le permitía relatar la envergadura de la tragedia sin que otros aprovecharan su debilidad. Fue así como se quedó con el nombre esta gripe que apareció probablemente en Estados Unidos y no en España.
La elevada cifra de muertos provocada por el coronavirus en España apunta a que en el país no se están haciendo suficientes test, eso seguro. Pero la impresión general es que tanto Italia como España están siendo, a pesar de sus carencias, más transparentes que otros países vecinos y socios, que nos miran con condescendencia y reprobación, a la hora de dar el número de muertos y contagiados. Un vez más, nuestra incapacidad para maquillar las palabras, trampear y usar eufemismos nos está costando caro en una crisis que es global y está desbordando a todos los Gobiernos.
No digo que no sepamos mentir, pero desde luego no sabemos comulgar con ruedas de molino, con mentiras sobre la mesa o con cadáveres escondidos bajo ciertos trucos. Véase el caso francés de contabilizar solo a los que mueren en hospitales, o en otros de cifrar solo los fallecidos directamente por la enfermedad. La repetida picaresca española solo es una broma en comparación con la capacidad de algunos de retorcer el lenguaje. La autocrítica patria, en ocasiones excesiva y hasta destructiva, nos impide unos malabarismos que el mundo protestante domina a las mil maravillas.
Según expresa Frits Rosendaal, jefe de epidemiología clínica del Centro Médico de la Universidad de Leiden, en Países Bajos, Italia y España están poniendo en jaque la capacidad de sus sistemas de salud por su atención a las personas mayores: «Ellos admiten a personas que nosotros no incluiríamos porque son demasiado viejas. Los ancianos tienen una posición muy diferente en la cultura italiana [vale igual en el caso español]». Y a mucho orgullo. Esa es la verdadera cara de los españoles y su impronta humanista y católica. Frente a países norteños que llevan negándose a atender a los más débiles incluso antes de quedarse sin camas, en el Sur nuestros sanitarios están quemando todos sus cartuchos antes de llegar a una determinación tan terrible. Mientras en algunos países no paran de hablar de reiniciar la economía cuanto antes, aquí de lo que estamos hablando es de salvar vidas y de echar entre todos una mano. Las vidas por encima de todo lo demás.
La crisis está sacando a la luz las virtudes y defectos de cada país. La forma de actuar de algunos demuestra que los bárbaros no vienen del sur, precisamente. España no es el ogro que pretende la leyenda negra.
Pablo González-Pola de la Granja
Los principios propios del Ejército relativos a valor, disciplina, sentido de la responsabilidad y orden jerárquico han hecho de él un recurso imprescindible cuando las necesidades lo han requerido.
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