Javier Arjona | 04 de julio de 2020
Los episodios del 11 y 12 de mayo fueron la antesala de los dos primeros años de una república sectaria, excluyente y peligrosamente escorada a la izquierda.
Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 fueron la puntilla para una monarquía aferrada a un régimen primorriverista que desde su llegada al poder había suspendido las garantías constitucionales. Entendidos los resultados de aquellos comicios como un plebiscito a la institución alfonsina o, al menos, así interpretados por el Comité Revolucionario, en aquella jornada se produjo el pistoletazo de salida para iniciar una transición política hacia la Segunda República que sería recibida con cierta dosis de esperanza por una buena parte de la población.
Miguel Maura, en sus memorias, hace referencia a lo sereno y sosegado de aquel cambio que marcaba un nuevo rumbo en la España del siglo XX: «Nos regalaron el poder. Nosotros no hicimos sino recoger en nuestras manos cuidadosamente, amorosamente, pacíficamente, a España».
Sin embargo, poco iban a durar la tranquilidad y el reposo. Apenas habían transcurrido quince días desde la proclamación de la Segunda República cuando comenzó a abrirse una herida, acaso ya latente en la etapa de la Restauración, entre aquellas dos Españas irreconciliables que acabarían llevando al país al abismo de la Guerra Civil. No hizo falta mucho para que, en un clima de creciente tensión social, se destaparan los primeros excesos que pusieron en peligro aquel proyecto de «República de orden» que tanto pregonaba Niceto Alcalá-Zamora, entonces presidente del Gobierno Provisional. En este sentido, recuerda Stanley Payne, al hilo de los acontecimientos posteriores a las elecciones municipales: «Lo que no entendieron, claro está, es que la revolución no es un acontecimiento sino un proceso, y sólo se había completado la primera fase. Cada etapa sucesiva generaría más y más conflictos».
El 1 de mayo, el mismo día que tenía lugar una gran manifestación obrera en Madrid como parte del homenaje a Pablo Iglesias, el cardenal primado Pedro Segura hizo pública una pastoral en defensa de la figura de Alfonso XIII, al tiempo que alentaba un frente católico contra la secularización que pregonaban algunos ministros del nuevo Gobierno republicano. Aunque aquella declaración contribuyó a aumentar un grado más la polarización social existente, el estallido no llegaría hasta unos días más tarde, el 10 de mayo, cuando el entonces director del diario ABC, Juan Ignacio Luca de Tena, inauguraba el Círculo Monárquico Independiente, en la calle Alcalá, tras haberse entrevistado en Londres con el rey Alfonso XIII y recibir el oportuno permiso por parte de Carlos Blanco, director general de Seguridad.
El sonido de la marcha real en un gramófono acabó provocando una fuerte disputa en plena calle que derivó en una escalada de violencia. Una muchedumbre agitada se dirigió entonces a la sede del diario ABC en la calle Serrano, con intención de asaltar el edificio, mientras otro importante grupo de personas caminaba en dirección a la madrileña Puerta del Sol. En este contexto de altercados en pleno centro de Madrid, Miguel Maura, ministro de Gobernación, fue advertido de la intención de algunos exaltados de quemar varios conventos de la capital al día siguiente. Recuerda Maura en su libro Así cayó Alfonso XIII que Manuel Azaña, entonces ministro de Guerra, le espetó entonces: «No crea usted en eso. Son tonterías. Pero si fuese verdad, sería una muestra de Justicia Inmanente».
A la mañana siguiente, poco después de las nueve, mientras el Consejo de Ministros estaba reunido, llegó la noticia de que la Residencia de los Jesuitas de la calle Flor estaba en llamas. Ante el nerviosismo creciente de Miguel Maura, que conformaba junto a Alcalá-Zamora el tándem de miembros católicos de aquel Gobierno, el propio presidente quiso quitarle hierro a los hechos y, con su característico acento cordobés, le dijo: «Cálmese, Migué, que esto no es sino como desía su padre, fogatas de virutas. No tiene la cosa la importancia que usted le da. Son unos cuantos chiquillos que juegan a la revolución y todo se calmará enseguida».
Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicanoManuel Azaña
Un Maura visiblemente alterado llamó insensato a don Niceto y pidió sacar la Guardia Civil a la calle para evitar que ardieran nuevos edificios. Fue entonces cuando Azaña se negó en rotundo y pronunció la conocida frase: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano».
Explica Maura en sus memorias cómo, ante la llegada de noticias de nuevos incendios, cambió la actitud en buena parte de los miembros del Consejo de Ministros. Tras confirmarse que ardía el cuarto edificio, el del Colegio de los Padres de la Doctrina Cristiana de Cuatro Caminos, Alcalá-Zamora se mostró partidario de intervenir, pero se encontró de nuevo la oposición de Azaña y de los ministros de su cuerda, que ganaron una votación para mantener a la Guardia Civil en sus cuarteles. Al continuar los atentados, a eso de las cuatro de la tarde, finalmente el Gobierno declaró el estado de guerra con el objetivo de que fuese el Ejército el que interviniese y no la Benemérita, cuerpo al que el ministro de Guerra se empeñó en dejar al margen.
Casi entrada la noche, cesaron los altercados en Madrid. Maura aprovechó para enviar a Alcalá-Zamora su carta de dimisión que, tras ser recibida por el prieguense, lo convocó para que se replantease la decisión: «Hemos examinado, Migué, la situación creada por su dimisión. Si la mantiene yo también me marcho del Gobierno, porque no puedo seguir en él sin usted. Reconocemos que usted tiene razón y que se ha debido prevenir lo ocurrido».
Sabía don Niceto que necesitaba entonces al madrileño para mantener controlada a la izquierda revolucionaria, ya que en aquellos momentos era el grupo que podía llevar al fracaso la recién estrenada aventura republicana. En todo caso, al día siguiente, 12 de mayo, la oleada anticlerical se había propagado por distintas ciudades, arrojando un balance de más un centenar de conventos y templos incendiados.
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