César Cervera | 05 de octubre de 2019
El estado de Juana I de Castilla no fue fruto de las fanáticas y machistas imaginaciones de la época. La reina nunca quiso asumir responsabilidades.
En contraste con el apelativo de connotaciones supersticiosas que hubiera recibido en cualquier otro país de Europa, tal vez «La Posesa» o «La Hechizada» (como su descendiente Carlos II, que vivió tiempos posteriores pero más oscuros), a Juana, la hija de los Reyes Católicos, los españoles de su tiempo la apodaron «La Loca». España tenía la red más amplia de hospitales psiquiátricos de ese periodo y, hacia 1409, se había fundado en Valencia el primer centro psiquiátrico del mundo con una organización terapéutica a iniciativa del padre mercedario Juan Gilabert Jofré. Es decir, aquellos españoles sabían que las enfermedades que secaban la mollera, como a la hija de los Reyes Católicos, no procedían de los espíritus o poseían a las mujeres de forma caprichosa.
Hoy en día vivimos una revisión feminista de la figura de Juana la Loca para presentarla como una mujer a la que entre su esposo, su padre y su hijo, todos hombres, anularon y acabaron internando en un palacio-prisión con la excusa de un proceso depresivo que habrían registrado de manera transitoria. Teoría que se alimenta de la literatura y de la falta de conocimientos que existían en la época sobre cómo tratar a los enfermos mentales. Y, ciertamente, en el palacio de Tordesillas, las personas que cuidaron de Juana durante décadas actuaron más como carceleros que como enfermeros, limitándose sus atenciones a mantener sana de cuerpo a la heredera de los Reyes Católicos.
Esta reinvención de los problemas de Juana no tiene en cuenta, sin embargo, la falta de interés por los asuntos de Estado que mostró a lo largo de su biografía. Ni cuando acudió arrastrada a España por su marido para reclamar la Corona castellana tras la muerte de Isabel, ni cuando falleció Felipe el Hermoso y Castilla se sumió en el desgobierno, ni cuando la revuelta de los Comuneros llegó hasta Tordesillas… nunca Juana quiso asumir responsabilidades y, de hecho, obstaculizó a quienes intentaron, como el cardenal Cisneros, gobernar lo ingobernable.
¿Se aprovecharon sus familiares varones de su vulnerabilidad para manejarla a su antojo? Sí, es muy probable que lo intentaran, como así lo habían hecho con Isabel la Católica, pero el abismo entre la forma de ser de una y de otra es lo que marca la diferencia por encima de locuras o lucideces. La madre tuvo que superar los tejemanejes de su hermanastro e incluso las trabas de su marido, pero salió triunfante gracias a su fortaleza mental y su ambición. La hija, más allá de si sufría alguna enfermedad, no mostró ni el hambre ni el talento político de su madre, que sobrellevó la muerte de familiares en situaciones trágicas sin perder la cabeza en ningún momento.
Respecto a su grado de locura o de cuándo comenzó, hay una gran dificultad para diagnosticar a alguien que lleva siglos fallecida usando únicamente documentos escritos. Los expertos plantean que lo que empezó como una psicopatía leve, agudizada por su aislamiento y su despertar sexual, derivó con los años y los disgustos en un cuadro esquizofrénico. Los primeros síntomas llegaron a raíz de las infidelidades de Felipe con las damas flamencas, que irritaban gravemente a Juana, quien no dudaba en agredir a las mujeres más descaradas y que, al menos en una ocasión, amagó con clavarle unas tijeras a una. En esa situación de aislamiento, empezó a olvidarse durante varios meses de pagar a sus servidores y se quedaba con la mirada fija en el vacío de forma frecuente.
Tradicionalmente se ha insistido en sus actos de locura, su suciedad, su no comer, su reclusión, etc. ¿Por qué no su austeridad, sus penitencias? Cristina Segura Graiño, Utilización política de la imagen de la reina Juana I de Castilla
Los Reyes Católicos lo pudieron confirmar en su retorno a España. Cuando Felipe se escabulló precipitadamente hacia sus territorios, Juana, encinta, entró en un estado de abatimiento que requirió cuidados médicos. En mayo de 1503, alumbró a su segundo hijo varón, Fernando, lo que fue seguido de un empeoramiento de su salud. Intentó viajar a Flandes sin equipaje y con ropa de verano en pleno invierno para reunirse con su esposo. En este estado, Isabel la Católica acudió al Castillo de La Mota (Medina del Campo, Valladolid) a tranquilizar a su hija. La heredera de Castilla se enfrentó medio desnuda y entre alaridos a su madre con «palabras de tanto desacatamiento y tan fuera de las que una hija debe decir a su madre, que si yo no viera la disposición en que ella estaba, no se las sufriera en ninguna manera», según dejó escrito Isabel.
En cuanto tuvo ocasión, marchó igual, dejando atrás a su hijo recién nacido, Fernando, bajo la custodia de los Reyes Católicos y a su madre enferma, a la cual no vería ya más viva. A partir de la sucesión de muertes que azotaron a su madre, a sus hermanos, a sus sobrinos y, finalmente, a su marido, Juana mostró la envergadura de su comportamiento errático. Desenterró a su marido a la luz de las antorchas para llevarlo a Granada. Pidió a los presentes en Burgos, embajadores incluidos, que confirmaran que se trataba del cadáver de su marido, tras lo cual inició un espectáculo fúnebre por los pueblos de Castilla que duró más de un año. Lo narra con claridad un testigo de aquellos días, Pedro Mártir de Anglería, también presente en el cortejo que escoltó los restos de Isabel la Católica hasta Granada: «En un carruaje tirado por cuatro caballos traídos de Frisia hacemos su transporte. Damos escolta al féretro, recubierto con regio ornato de seda y oro. Nos detuvimos en Torquemada… En el templo parroquial guardan el cadáver soldados armados, como si los enemigos hubieran de dar el asalto a las murallas. Severísimamente se prohíbe la entrada a toda mujer…»
Una vez internada en Tordesillas por su padre, lo que han sido identificados como síntomas propios de esquizofrenia se movieron en el terreno abonado durante años por la melancolía y las paranoias. En 1552, Felipe II destinó al padre jesuita Francisco de Borja para que visitara a Juana y velara por la salvación de su alma. El jesuita la halló fuera de sí, obsesionada con que las damas que la atendían eran brujas que ensuciaban el agua bendita y escupían a los símbolos religiosos. Otro jesuita que la atendió posteriormente la encontró atemorizada por un gato tenebroso que, según la narración de Juana, se había comido a varios familiares y ahora la había colocado a ella en su diana.
Aún hoy sigue abierto el debate sobre si este estado en el que se sumió Juana tras la muerte de su esposo era de carácter transitorio o si incluso pudo ser la reclusión la que enloqueció a la monarca. Cristina Segura Graiño, catedrática de la Universidad Complutense, defiende en su monográfico Utilización política de la imagen de la reina Juana I de Castilla que los cronistas de entonces y los pintores e historiadores posteriores la dibujaron como una mujer enloquecida por los excesos de su «desmedido amor», sin apreciar que, incluso en sus estados más críticos, actuó con bastante lucidez y lealtad hacia su familia.
Como en todos los episodios históricos, hay gran margen para ofrecer nuevas visiones y datos sobre lo que le ocurrió a la reina, cuyo estado no fue fruto de las fanáticas y machistas imaginaciones de la época, como algunos pretenden. También hay hueco para saber cuánto de su problema es producto de una posible enfermedad y cuánto de una forma discordante de actuar para lo que se esperaba de una mujer de la realeza. Hay sitio para toda revisión rigurosa, no así para pringues ideológicos, conclusiones novelescas o teorías de conspiraciones heteropatriarcales que retuercen el personaje sin conocer datos tan básicos como su apatía política.
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