César Cervera | 05 de diciembre de 2020
Los ganadores son quienes cuentan la historia a su conveniencia. Y ni España ni los Habsburgo vencieron a largo plazo en sus pulsos mundiales, de manera que sus enemigos convirtieron la propaganda en historiografía oficial.
A Adolf Hitler, por desgracia el austriaco más conocido de la historia, se le achaca una definición muy cruel sobre su país de cuna: «¿Qué es Austria? Cinco Habsburgos y cien judíos». La frase, en verdad, la dijo Anthony Eden, primer ministro británico, pero resume bien la aversión que existía en parte de Europa hacia ese imperio extraño, multiétnico, multicultural y regido por una dinastía férreamente católica. En un tiempo de fuertes pasiones religiosas y nacionalistas, el Imperio austrohúngaro era un obstáculo para un sinfín de familias políticas, impacientes por partir en muchos trozos la tarta Habsburgo.
La Inglaterra liberal convirtió a mediados del siglo XIX a este imperio en el centro de su diana. Tejiendo una leyenda negra parecida a la que aún acompañaba a los españoles, los británicos dibujaron a los austriacos como un pueblo opresor de pueblos y enemigo de la libertad y el progreso. Pronto, los nacionalistas alemanes e italianos asumieron el mismo discurso hostil a Viena, en parte porque eran incapaces de apreciar sus bondades y, sobre todo, porque consideraban este ente político un error histórico que subsanar más pronto que tarde. De su desaparición dependía el robustecimiento de sus naciones. De sacarle defectos, el engrandecimiento de lo que ellos prometían.
El imperio donde había nacido y desarrollado sus investigaciones el fraile agustino Gregor Mendel, padre de la genética, donde Sigmund Freud revolucionó la psicología o Nikola Tesla se formó… El imperio que, como explicó Stefan Zweig en El mundo de ayer, sirvió como casa común para los grandes músicos de todos los tiempos, incluidos Beethoven y Mozart, y se elevó como una de las capitales mundiales de las artes escénicas, mención aparte para el director de cine Billy Wilder, fue presentado por sus enemigos como un pozo sin fondo de decadencia, atraso y autoritarismo.
Puede que los Habsburgo no fueran los reyes más democráticos de Europa, pero bajo el paraguas paternalista de Francisco José I se alcanzaron situaciones tan avanzadas como la protección de los judíos (el antisemitismo era un delito en su imperio) o la convivencia de diversas etnias y credos en las fuerzas armadas. Un caso como el de Dreyfus, que abochornó a Francia y mostró su cara menos progresista, hubiera resultado imposible en esa Austria donde los oficiales judíos y protestantes eran un hecho aceptado.
Todas esas conquistas y hechos excepcionales austrohúngaros dieron igual. Los ganadores son quienes cuentan la historia a su conveniencia. Y ni España ni los Habsburgo vencieron a largo plazo en sus pulsos mundiales, de manera que sus enemigos convirtieron la propaganda en historiografía oficial. Ninguno de sus herederos tuvo el interés o la fuerza necesaria (hay que recordar que a Engelbert Dollfuss, gran defensor de la identidad austriaca frente a la alemana, le borraron del mapa los nazis) para recuperar su memoria y hasta muchos asimilaron los tópicos negativos que se siguen contando sobre sus maltrechos imperios, aunque nadie lo absorbió con la intensidad de los españoles.
La condición católica de ambos imperios traza similitudes claras entre las leyendas negras del Imperio austrohúngaro y el Imperio español. Pensar que los historiadores de todos los tiempos no se han visto influidos por algo tan íntimo como son las creencias religiosas resulta bastante cándido. En un mundo que ha asumido, sin datos ni base documental, que las religiones reformadas son más avanzadas y modernas, los imperios católicos o los ortodoxos, como el bizantino, han sido vinculados a un retroceso económico y científico que no ocurrió o, desde luego, no tuvo relación con la religión. Hoy en día, a nadie se le ocurre explicar que la China comunista va a superar en pocos años a los Estados Unidos cristianos como potencia mundial en base a argumentos religiosos. Las explicaciones siempre son más complejas que echarle el muerto a Roma…
Tras la Primera Guerra Mundial, los enemigos de los Habsburgo se salieron al fin con la suya y lograron saltar por los aires aquel malvado imperio, cárcel de nacionalidades y permisivo con los judíos. Austria se vio al borde de la desaparición y al resto del imperio, atrapado entre rusos y alemanes, no le fue mejor. Como en el caso de España en América o el de la Antigua Roma en Europa, la caída del representante del orden solo provocó fragmentación y discordia en la zona. Socialistas y nacionalistas incendiaron la Europa oriental posterior a los Habsburgo en una llamarada que perdura hasta hoy. Nadie ha sido capaz de encontrar una respuesta definitiva al rompecabezas que es organizar e integrar a las pequeñas entidades, con distintas nacionalidades y religiones, en una casa común como sí lograron hacer los Habsburgo, con la fortaleza suficiente para irradiar seguridad y prosperidad a todas las habitaciones. Ninguna mente pensante ha logrado retornar a lo que Zweig denominaba idílicamente «la edad de oro de la seguridad».
Pero no se trata ya de resucitar, cual Frankenstein, a estructuras políticas de otros tiempos, ni de ponerse nostálgico con imperios y casacas blancas, sino de reivindicar los avances y la experiencia de quien sí supo dar estabilidad a la zona. De reconocer sus méritos… Su memoria está pendiente de una reescritura objetiva, sin leyendas, sin proclamas nacionalistas, una vez terminen de curarse las heridas y la distancia histórica deje ver el bosque que se oculta tras los árboles. En América aún se espera que España disponga de la autoestima nacional y la estabilidad política para volver a tender los puentes con sus hijas hispánicas, del mismo modo que Europa Central y Oriental aguarda la ocasión de que Austria reviva los lazos culturales y comerciales que la caída de su imperio y el telón de acero cerraron de golpe.
El tiempo, y solo el tiempo, tendrá la última palabra. Nadie se maneja mejor cuando hablamos en términos de siglos y hasta milenios que los imperios.
La afirmación de que España se equivocó de Dios en el Concilio de Trento es falsa. Es un mito considerar la Revolución científica como una consecuencia directa de la Reforma protestante.
Los anacronismos enturbian nuestra comprensión del pasado. El colonialismo del siglo XIX guarda pocas similitudes con el proyecto de los Reyes Católicos, cuya prioridad fue salvar a las almas del paganismo.