Álvaro de Diego | 06 de marzo de 2021
Este 8 de marzo pocas feministas se acordarán de Victoria Kent, una mujer pionera en el ejercicio de la abogacía en España. Católica y librepensadora, como directora general de Prisiones republicana se mostró partidaria de la reinserción social de los encarcelados.
Victoria Kent Siano (1892-1987) nace en el malagueño barrio de La Victoria, a las faldas de Gibralfaro. Con ancestros irlandeses e italianos, su familia pertenece a una emergente clase media que, esforzadamente, se abre paso entre el deterioro social de principios del siglo XX. Málaga sigue siendo entonces una ciudad abierta al mundo a través de la calzada universal del Mediterráneo, pero sufre la crisis de la filoxera, la quiebra de sus fundiciones y el derrumbe de la industria del azúcar, muy afectada por la pérdida de Cuba. Tras la Guerra Civil será la provincia española más sacudida por el hambre y el analfabetismo.
Las ideas avanzadas de sus progenitores tienen una influencia decisiva en nuestra protagonista. Solo así se entiende que la cuarta de los sietes hijos de un empleado de sastrería y de un ama de casa llegue a ser en pionera de tantas cosas. En su madre, que le enseña en el hogar sus primeras letras (la experiencia en el colegio resulta tan traumática que pierde el apetito y ha de dejar las aulas), encuentra el apoyo para cursar Magisterio y, en 1909, obtiene el título de maestra de educación elemental. Gracias a su padre, que escribe al insigne jurista José Bergamín en busca de recomendación, se le abren las puertas de la madrileña Residencia de Señoritas. Si ya en Málaga ha entrado en contacto con la Institución Libre de Enseñanza y sus pedagogas más innovadoras, desde 1916 será becaria en la biblioteca del establecimiento que regenta María de Maeztu. En este fortalece sus planteamientos liberales y de emancipación femenina a través del estudio y del empleo. Profesa ya un progresismo suave que ejerce sin sobreactuación ni violencias.
Victoria Kent contempla la igualdad básica entre hombres y mujeres. No obstante, dicha igualdad la entiende en el terreno de las labores intelectuales, que no en las físicas. «La mujer no estará nunca capacitada para los trabajos en las minas, ni para formar parte del Cuerpo de Bomberos», reconocerá en cierta ocasión. La vida dedicada al cuidado de los hijos y el hogar, a ella que no los tendrá ni se casará nunca, tampoco le parece que vaya a restar un ápice de dignidad a la mujer que libremente se quiera consagrar a ella. Está convencida de que la mujer siempre será el pilar de la familia, «base de toda sociedad democrática».
A mediados de los años veinte, se licencia y doctora en Derecho por la Universidad Central de la capital de España. En 1925, se convierte en la primera mujer inscrita en el Colegio de Abogados de Madrid. Personada en varias causas laboralistas, será una de las primeras mujeres que actúen como letradas ante los tribunales. De hecho, será la primera en informar como abogada ante el Tribunal Supremo, en tanto que defensora del republicano Álvaro de Albornoz. Curiosamente, había declinado participar en los comités paritarios de la Dictadura de Primo de Rivera, a diferencia de otros compañeros de viaje de la posterior aventura republicana como Largo Caballero, más tarde apodado «el Lenin español».
Como una de los fundadores en 1929 del Partido Republicano Radical-Socialista, encontrará su gran oportunidad política a la caída de la monarquía. De abril de 1931 a junio de 1932 será la primera mujer que ocupe en nuestro país el puesto de directora general de Prisiones. El Gobierno provisional le ha encomendado una tarea decisiva que debe mostrar el rostro humanitario del nuevo régimen. Kent acomete entonces una revolucionaria transformación del sistema penitenciario. Basándose en las prácticas suecas, apuesta por una cárcel que reeduque al condenado y en la que se prohíban los castigos. Confía en la posibilidad de un preso que pueda reinsertarse en la sociedad a través de la formación y auspicia el estudio de las psicopatologías que sufren los penados para erradicarlas. Como directora de Prisiones, advierte el efecto pernicioso de cierta literatura social que mitifica al delincuente. Crea, además, el Cuerpo Femenino de Prisiones, elimina los elementos de tortura (cadenas, grilletes y hierros) y sustituye las celdas de castigo por otras de aislamiento.
Partidaria de los permisos por buen comportamiento, se declara a favor de la excarcelación de los presos mayores de 70 años, con independencia del delito cometido. Los penales deben contar, a su juicio, con calefacción e instalaciones dignas. Cerrará así, por insalubre, el penal de Chinchilla, tristemente recuperado en la guerra. En su visita previa al cierre no podrá contener las lágrimas. El presidente Azaña destituirá a Victoria Kent por parecerle «excesivamente humanitaria». Es curioso que la directora de Prisiones, que había eliminado la obligatoriedad de la práctica católica en las cárceles, mereciera tanto los ataques conservadores como el reconocimiento del nuncio apostólico.
Yo soy católica, he nacido católica, pero no practico nada porque hay mucha gente que practica por mí y que pide por mí. Pero en definitiva creo en DiosVictoria Kent
Victoria Kent se había opuesto, unos meses antes, a la concesión del sufragio femenino. Convencida católica, expuso en sede parlamentaria su disconformidad con una medida que pondría el sufragio en manos del confesor o el marido de una mujer española mayoritariamente conservadora. La réplica le llegó de la otra diputada en aquellas Cortes constituyentes (el acta de la socialista Mrgarita Nelken se hallaba suspendida). Clara Campoamor, política centrista, le afearía con crudeza: «Medís al país por vuestro miedo».
Kent perdería el acta de diputada en 1933, precisamente en las primeras elecciones en que votaron las mujeres en España. Solo lo recuperaría en febrero de 1936, militando ya en la Izquierda Republicana azañista que se integró en el Frente Popular, polémico vencedor de los comicios. Al estallar la Guerra Civil, la moderación de sus posturas la relegó a estrictas tareas humanitarias, como la evacuación de los niños. Exiliada en París, hubo de vivir escondida durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial. Mientras la perseguía la Gestapo, un tribunal franquista la condenaba en rebeldía a treinta años de prisión e inhabilitación personal. Se la había acusado de pertenencia a la masonería y el comunismo.
«El hombre fuera de su patria es un árbol sin raíces y sin hojas», escribió Victoria Kent, que estimaba aún mayor el sufrimiento de una mujer en el exilio. Tras la liberación de París y tras recalar en varios países de Iberoamérica, se instalaba definitivamente en los Estados Unidos. Aún preocupada por las reformas carcelarias, sería asesora de la ONU en este campo. Bajo el amparo de la mecenas Louis Crane, lanzó Ibérica, una revista que se proponía el derribo del franquismo y la recuperación de la república. Como tantos otros, no pudo verlo. Franco murió en la cama de un hospital público y Kent discrepó por el modo en que tuvo lugar la transición a la democracia. «Cuando algo no funciona bien hay que comenzar por lanzar fuera hasta a los criados», le espetaría a Camilo José Cela, premio Nobel, antiguo franquista y senador por designación regia.
El caso es que regresó a España tardíamente, el 11 de octubre de 1977, cuando ya se habían celebrado las primeras elecciones democráticas. También estuvo en nuestro país en vísperas de la aprobación de la Constitución. Lo hizo brevemente en ambos casos, pues se encontraba fuera de sitio. Tenía 85 años ya, cuarenta de los cuales los había pasado en el exilio. No dejó, sin embargo, de preocuparse por el sistema penitenciario español y remitió diversas cartas a responsables gubernamentales y a la prensa.
En su breve visita de 1977, la entrevistó Rosa Montero para el semanario del diario El País. En esta ocasión, la directora general más compasiva se mostraba contraria al aborto: «Me parece inmoral». Y se confesaba creyente: «Yo soy católica, he nacido católica, pero no practico nada porque hay mucha gente que practica por mí y que pide por mí (…). Pero en definitiva creo en Dios». Diez años después, moría en Nueva York esta mujer inclasificable de la República y del exilio.
El primer presidente de la ACdP reconocía el valor de la mujer y trabajó en potenciar su papel en la vida pública.
Guy de la Bédoyère publica «Domina», un libro que pone de relieve el importante papel de la mujer en la construcción de la Roma imperial.