Javier Arjona | 07 de julio de 2019
Renunció a sus ambiciones personales para asegurar la designación de su hijo Juan Carlos como sucesor de Franco.
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Con el final de la Segunda Guerra Mundial se iniciaba para España una compleja y penosa etapa de aislamiento económico e institucional. Tras la Conferencia de Potsdam, las potencias vencedoras occidentales habían firmado una nota de rechazo a la dictadura que fue seguida por una resolución de condena al régimen franquista en la Asamblea de Naciones Unidas de febrero de 1946. La afinidad con el Eje en la contienda mundial pasaba factura a un país en plena posguerra, que quedaba fuera de los organismos internacionales y sin posibilidad de recibir las ayudas norteamericanas del Plan Marshall.
Se imponía un modelo autárquico, que el régimen justificaba como principio básico de su política totalitaria e intervencionista, aunque la realidad es que era la única salida que le quedaba a una España que alargaba sine die la recuperación de la Guerra Civil. El Servicio Nacional de Trigo y la Comisaría de Abastecimientos y Transportes regulaban la producción agraria, entre la hambruna y las cartillas de racionamiento, y con el objetivo quimérico de crear una fuerte industria estatal sin tecnología, ni materias primas, ni financiación.
Llegado el año 1948 se abría una nueva perspectiva para el régimen en el contexto de la Guerra Fría. La actitud norteamericana hacia España dio entonces un importante giro al encontrar en la ideología nacionalcatolicista y anticomunista de Franco un interesante aliado occidental para impulsar la doctrina Truman y frenar la propagación de la influencia soviética en Europa. En esta tesitura cambió también el posicionamiento rupturista de don Juan de Borbón hacia la dictadura, promoviendo una reunión con Franco que definiría los primeros pasos de una futura restauración monárquica. Sabía el conde de Barcelona que la estrategia pasaba por la puesta en valor de la figura de su hijo Juan Carlos, y que debía renunciar a sus ambiciones personales en virtud de un objetivo mayor.
Aquel encuentro tuvo lugar en aguas del Cantábrico, a bordo del yate Azor, y allí ambos acordaron que un jovencísimo Juan Carlos de Borbón, que entonces contaba 11 años de edad, se educaría en España tutelado por el dictador. El régimen había promulgado en 1947 la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, por la que España se constituía en reino y el dictador se reservaba el derecho a elegir sucesor. La designación de don Juan Carlos como sucesor no llegaría hasta el tardofranquismo en el año 1969, pero la maniobra del hijo de Alfonso XIII al menos aseguraba que se ponían los cimientos para la vuelta de los Borbones al trono.
La década de los 50 supuso para el régimen franquista la normalización internacional. La ONU revocó su condena y España se incorporaba a las Naciones Unidas como miembro de pleno derecho, mientras un nuevo Concordato con la Santa Sede oficializaba también el respaldo del Vaticano. Se firmó en Madrid un acuerdo bilateral con Estados Unidos por el que los norteamericanos instalarían cuatro bases militares en suelo español, a cambio de una serie de créditos destinados a impulsar el crecimiento económico. España se integraba en el Fondo Monetario Internacional en 1958 y, un año más tarde, la visita del presidente Dwight Eisenhower suponía el espaldarazo definitivo.
Mejoraba el nivel de vida, las políticas de fomento de la natalidad daban lugar a un ‘baby boom’, y surgía una nueva clase media
Los ministros tecnócratas del Opus Dei sustituyeron a la vieja guardia falangista en el Gobierno para diseñar en 1959 el denominado Plan de Estabilización, sobre el que se fueron articulando sucesivos planes de desarrollo. Comenzaba lo que el régimen denominó «el milagro español», un proceso que llevó a España a situarse como décima potencia económica mundial con un sorprendente crecimiento económico del 7% anual. Mejoraba el nivel de vida, las políticas de fomento de la natalidad daban lugar a un baby boom, y surgía una nueva clase media adaptada al modelo político y ajena a la falta de libertades, que bebía de las fuentes del «franquismo sociológico».
Paradójicamente, los cambios económicos fueron sembrando un cierto aperturismo que comenzaba a chocar con el objetivo de perpetuación del régimen. La dictadura se había consolidado bajo el sello personal de Franco, y la promulgación de la Ley de Principios del Movimiento Nacional en 1958 buscó redefinir el modelo bajo una monarquía tradicional, católica y social. Aunque no de manera oficial, el búnker inmovilista aceptaría el relevo en la jefatura del Estado a la muerte del caudillo, pero para prolongar el franquismo bajo una monarquía del Movimiento Nacional.
Don Juan de Borbón maniobraba en la sombra, desde Estoril, al abrigo de una derecha monárquica moderada representada por Joaquín Satrústegui, que buscaba contentar al régimen defendiendo la sucesión en la figura de don Juan Carlos, al tiempo que se unía al resto de fuerzas de oposición al franquismo en favor de la democracia. Esa delicada postura pudo pasarle factura cuando en el año 1962, con motivo del IV Congreso del Movimiento Europeo, todas las fuerzas políticas, excluyendo las afines a la dictadura, redactaron un documento a favor de la instauración de derechos y libertades en España, que el régimen entendió como conspiratorio y que acabó pasando a la posteridad como el Contubernio de Munich.
Maniobras populistas y nostalgias republicanas se propusieron borrar su proeza en la fundación de la actual democracia en España.