Aquilino Duque | 07 de agosto de 2021
Los cien años de Ramón Carande son años en los que pasaron muchas cosas en España y en el mundo, y es mucho el partido que de ello puede sacar un investigador o un memorialista que, además, tenga buena pluma.
Uno de los acontecimientos de la historiografía española de mis años mozos fue la publicación de la obra en tres volúmenes de don Ramón Carande y Thovar Carlos V y sus banqueros. El primer tomo data de 1943 y salió con el sello prestigioso de La Revista de Occidente. Yo tenía doce años y nada sabía de los Fúcares, como los llama Cervantes, ni de un señor al que la guerra pilló en Madrid donde era a la sazón consejero del Banco Urquijo y que, por hallarse en zona roja, fue despojado de su cátedra de Economía Política en la misma Universidad, la de Sevilla, de la que había sido rector bajo la ‘dictablanda’ de don Dámaso Berenguer.
Tras la victoria nacional, sometido al consabido expediente de depuración, se le reconoció su condición de catedrático excedente, además de ser nombrado consejero nacional de FET y de las JONS y miembro del Instituto de Estudios Políticos. El hueso más duro de roer fue el ministro de Educación Nacional, don José Ibáñez Martín, a quien no dejó con fina ironía de agradecer que con su actitud le hubiera permitido disponer de tiempo para investigar y rematar el libro que tenía el placer de dedicarle. El caso es que, con Ibáñez Martín de ministro, a la vuelta de cinco años ya me estaba esperando en el estrado don Ramón Carande para asestarme el primero de los tres suspensos de mi carrera.
Con estos antecedentes cabe imaginar con qué fruición me he precipitado sobre el libro que el profesor Manuel Moreno Alonso titula Ramón Carande. La Historia y yo. Al morir Carande le faltaba un año para cumplir el siglo, pero en las sentidas palabras que pronunció su hijo Bernardo ante el féretro, dijo bien alto y bien claro que la vida de un ser humano empieza, no cuando nace, sino cuando es concebido, palabras que no debieron de ser del agrado de más de un abortero presente en el duelo. Los cien años de Carande son años en los que pasaron muchas cosas en España y en el mundo, y es mucho el partido que de ello puede sacar un investigador o un memorialista que, además, tenga buena pluma. Moreno Alonso lo consigue con creces y el grueso volumen se lee, más que como una lección de Historia, como una novela de aventuras, con el aliciente además de la cantidad de personajes que, al menos por mi parte, he llegado a conocer y de situaciones de las que me he hallado muy próximo. Y es que la llegada a la Universidad del segundo hijo de Carande, Bernardo Víctor, apenas un año más joven que yo, y con inquietudes parecidas a las mías, dio comienzo a una amistad vitalicia y su punto de arranque fue la revista Aljibe, cuyo primer domicilio fue la habitación de Bernardo en la casa de sus padres. Por lo pronto, don Ramón no me volvió a suspender y dejó de ser para mí el ogro arbitrario de mi bautizo de fuego universitario.
Lo más asombroso de Carande es la cantidad de amigos que tuvo a lo largo de su vida, amigos muy varios y de muy diversas denominaciones. Y esos amigos, todos o casi todos, le respondieron bien en las numerosas vicisitudes de los años transcurridos desde que llegó a Sevilla en 1918 hasta su fallecimiento en el cortijo extremeño de ‘Capela’ el 1 de septiembre de 1986. Lo menos que cabe decir de este castellano viejo con cara de pocos amigos y desconcertante sentido del humor es que era un hombre raro en todas y en las mejores acepciones del término, y por tal se tuvo siempre hasta el punto de que uno de sus libros más amenos es el titulado Galería de raros, homenaje a personajes muy diversos a los que evoca con una mezcla de admiración, gratitud y asombro. No de otro modo puedo yo ahora evocarlo, tanto en su cátedra al pasar lista: «Señor Hidalgo y Caballero… ¡Le felicito! ¡Señor Ternero… ¡y de Pablo Romero!» o en la tertulia de la librería de Lorenzo Blanco en alguna de mis escapadas de Ginebra: «¡Está usted haciendo crepitar las rotativas!» o en la de la Casita del Moro al evocar su vida madrileña en la guerra con José María de Cossío: «Alguna vez estuvo a punto de que lo cogiera el toro… ¡pero resulta que también era amigo del toro…!» O, vis-à-vis en ‘Viñamarina’ o en ‘Capela’, en los primeros pasos del Estado de las Autonomías: «¿Cómo es posible que un país tradicionalmente deficitario en hombres públicos multiplique ese déficit por diecisiete?» De hombres públicos sabía lo suyo este hombre raro y desconcertante, cuyos grandes valedores en la Sevilla del sable y el hisopo fueron nada menos que don Gonzalo Queipo de Llano y don Pedro Segura y Sáenz.
El libro del profesor Moreno Alonso es una auténtica caja de sorpresas y, para explotarlas todas, haría falta vivir por lo menos tantos años de lucidez como los que le tocaron en suerte a don Ramón Carande
Hubo otro género literario en el que sobresalió Carande, que fue el epistolar, gracias al que pudo mantener su relación con gran parte de las celebridades nacionales que optaron por el exilio. Uno de ellos fue Jorge Guillén, algunos de cuyos mejores versos me sabía de memoria, a quien conocí en su primer viaje a España desde la guerra a través de Carande y Romero Murube, presentes los tres en la lectura poética que, como representantes del grupo Aljibe hicimos en el Club La Rábida, Juan Collantes de Terán, Bernardo Víctor Carande y el que suscribe.
Ya en casa de don Ramón, al hacer grandes ausencias de Salinas, que aún vivía, tuvo don Ramón la humorada de mandarle una postal, que firmamos todos, en la que se veía la primera salida, después del 18 de julio, de la cofradía de la Amargura de San Juan de la Palma con una tupida muchedumbre que saludaba brazo en alto mientras sonaba el himno nacional. Y a propósito de la Amargura, quiero poner de relieve que fue un hermano muy destacado de esta cofradía, miembro por cierto de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas desde los tiempos fundacionales de El Debate, don Luis Ortiz Muñoz, el que, como subsecretario de Educación Popular del Ministerio de Educación Nacional, le franqueó la entrada a la Universidad y lo repuso en su cátedra con fecha del 23 de julio de 1945.
Muchos lugares comunes y muchos prejuicios son los que disipa la lectura atenta de estas páginas. Me temo que la idea general que hay en España de don Américo Castro y don Claudio Sánchez Albornoz es la de un diálogo de sordos a cara de perro, pero lo que no sabíamos es que, durante la República, el propósito oficial de clausurar la Escuela de Estudios Árabes se frustró gracias al apoyo prestado por ellos dos a don Miguel Asín Palacios. En la línea de lo que Menéndez Pelayo llamaba ‘la leyenda lila’, el profesor Mainer confesaba, en una ponencia en la Residencia de Estudiantes, no saber de dónde venía eso de ‘Edad de plata’ con que titula uno de sus libros en que trata de reivindicar culturalmente a la II República, y me permití aclararle que eso venía de muy atrás, de 1919 cuando, en La Pipa de Kif, escribe Valle-Inclán : «Yo canto la era argentina/de socialismo y cocaína…», versos por cierto que yo cité por vez primera en un extenso trabajo sobre el 68 aparecido en La Revista de Occidente. ¿Quién pondría, ya que hablamos de don Américo, su nombre junto al del ‘divino’ Juan Jacobo Rousseau? Pues bien, desde las páginas del Contrato social, con ojo clínico de visionario, Rousseau, a cuyo juicio Córcega reunía todas las condiciones necesarias para ser una democracia modelo, lanza esta tremenda profecía: «Dentro de pocos años, Córcega será el asombro de Europa.» Dentro de pocos años, en efecto, Córcega asombró a Europa, pero no con su democracia, sino con su Napoleón. En una carta a Carande, fechada en Princeton el 8 de febrero de 1953, escribe don Américo: «Pienso a veces que si la Península quedara vacía de gente y la dieran a repoblar a nórdicos y suizos, p. e. al cabo de 50 años habría árboles, agua en muchos sitios, y bienestar material para muchos». Huelgan los comentarios.
El libro del profesor Moreno Alonso es una auténtica caja de sorpresas y, para explotarlas todas, haría falta vivir por lo menos tantos años de lucidez como los que le tocaron en suerte a don Ramón Carande, ese don Ramón que me aconsejaba que, lo que hubiera que escribir, había que hacerlo antes de cumplir los ochenta, pues a partir de esa edad empiezan ya a apagársele a uno las luces.