Javier Arjona | 09 de mayo de 2020
En la recta final de la etapa franquista, cayeron por accidente en la localidad almeriense de Palomares cuatro bombas termonucleares que pudieron haber ocasionado el mayor desastre del siglo XX.
Transcurridos algo más de tres años desde la Crisis de los Misiles, el conflicto político y militar entre Estados Unidos y la Unión Soviética que, en el momento álgido de la Guerra Fría, pudo desencadenar una nueva guerra mundial, bombarderos norteamericanos B52 se mantenían en el aire las 24 horas de día, sobrevolando las regiones limítrofes con los países del Telón de Acero.
Aquellas fortalezas volantes seguían una primera ruta patrullando el Estrecho de Bering desde sus bases en Alaska, una segunda sobre Groenlandia y el mar de Barents y una tercera que partía desde Carolina del Norte y atravesaba el océano Atlántico llegando hasta Turquía, en la que los bombarderos hacían repostaje en vuelo con aviones cisterna KC-135 que despegaban desde las bases de Torrejón y Morón, en la península ibérica.
A las 10:30 horas del 17 de enero de 1966, aquel tráfico aéreo a través del Mediterráneo, que incluía seis vuelos diarios, se vio súbitamente interrumpido por el accidente entre un avión nodriza KC-135 y un bombardero B52, del que se desprendieron de forma automática las cuatro bombas termonucleares W28 que transportaba, cada una de ellas con una potencia de 1,45 megatones. Los imponentes artefactos cayeron sobre la localidad almeriense de Palomares, dos de ellos en paracaídas y los otros dos impactando contra el suelo y esparciendo por el aire parte del plutonio que llevaban. Al entrar en contacto con el oxígeno del aire, enseguida se formó una nube radiactiva de óxido de plutonio que se fue desplazando por la región almeriense según la dirección del viento, tanto en superficie como en altura.
Afortunadamente, aquellas W28 construidas según el método Ulam-Teller, sofisticadas y compuestas por una bomba atómica de plutonio que actuaba como detonante de una segunda y más poderosa de fusión de deuterio y tritio, no llegaron a producir una explosión nuclear. En una de las bombas que cayó sin paracaídas detonó únicamente el explosivo convencional presente en el primario del artefacto, creando un cráter de 7 metros de diámetro y 2 metros de profundidad, mientras que en la otra simplemente se produjo una deflagración sin efecto de consideración sobre el suelo. Las otras dos bombas cayeron con paracaídas, una cerca del río Almanzora y otra en el mar, recuperándose intacta varias semanas más tarde a 800 metros de profundidad.
Recibiendo órdenes del general Agustín Muñoz Grandes, vicepresidente del Gobierno y jefe del Alto Estado Mayor, la Junta de Energía Nuclear envió inmediatamente a la zona a varios expertos en energía nuclear, entre los que se encontraban el coronel doctor Ramos, el teniente coronel Noreña, el físico Rodrigo Peñalosa y el comandante Guillermo Velarde. La misión consistía en recoger restos de las dos bombas que habían impactado en el suelo, mientras los militares norteamericanos, que en cuestión de horas habían desplazado medio centenar de técnicos a las órdenes del general Wilson, establecían su campamento base en la playa de Quitapellejos, lejos de las ubicaciones contaminadas donde habían caído los artefactos.
Las nubes radiactivas de óxido de plutonio asociadas a estas dos bombas se desplazaron por efecto del viento hacia la costa y acabaron dispersándose al llegar al mar. Sin embargo, la tierra que había quedado contaminada fue de unas 235 hectáreas. Los efectivos estadounidenses se afanaron en remover las zonas cercanas a los impactos, donde las cantidades de plutonio eran superiores a 462 microgramos por metro cuadrado, y acabaron llenando 4.800 bidones con 1.700 toneladas de tierra, que fueron enterrados en el Laboratorio Nacional de Savannah River (Carolina del Sur). Se araron y regaron otras 104 hectáreas con cantidades de plutonio entre 4,6 y 462 microgramos, y se recogieron hasta 306 metros cúbicos de vegetación contaminada. Todavía hoy existen unas 20 hectáreas con bajos niveles de plutonio, no detectadas entonces por haber sido consecuencia de un cambio en la dirección del viento, no considerado en aquellos momentos.
El incidente de Palomares fue clasificado por el Mando Aéreo Estratégico norteamericano con el nombre de Broken Arrow, que es el utilizado para designar accidentes con armas atómicas en los que no existe riesgo de guerra nuclear. Aunque todo aquello pasó a la historia como un episodio sin importancia, todavía en la actualidad se siguen llevando a cabo tareas de seguimiento, que hasta 2009 tenían lugar en estrecha colaboración con Estados Unidos. La Junta de Energía Nuclear, ahora CIEMAT, ha venido practicando reconocimientos médicos desde 1966 a los habitantes de la localidad almeriense y, aunque los resultados no son del todo concluyentes, la tasa de mortalidad por cáncer no parece haber sido en estos años superior al resto de España en aquella región.
Como anécdota, cabe recordar que el entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, y el embajador norteamericano, Biddle Duke, se bañaron en las aguas de Palomares para demostrar públicamente que no había contaminación alguna y, de esta manera, desactivar la alarma internacional desatada por una portada del New York Times, que podía perjudicar al incipiente turismo en el sur de España. Ambos personajes se bañaron en la playa cercana a Quitapellejos, bastante alejada de las tierras contaminadas, y sabiendo que la bomba que cayó sobre el mar lo hizo en paracaídas sin provocar fuga radiactiva alguna en el Mediterráneo.
Pablo González-Pola de la Granja
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