Jaime García-Máiquez | 10 de julio de 2020
La Revolución francesa es un hecho histórico aleccionador. No por sus logros, sino porque nos muestra cómo una brisa benigna incontrolada puede convertirse en un torbellino que se lo lleve todo por delante.
El 14 de julio es el Día Nacional de la République française. Aunque ese día se conmemoraba La toma de la bastilla (14-VII-1789), a algunos les pareció algo macabro celebrar un asalto que acabó con las cabezas del gobernador de la cárcel, el marqués de Launay, y la del alcalde de París, Jacques de Flesselles, cortadas y engarzadas en picas que pasearon por las calles festivas de la capital del reino.
A unos políticos se les ocurrió que podían también vincular el Día Nacional con la Fiesta de la Federación, celebrada el mismo día del año siguiente (14-VII-1790). Cuando se promulgó oficialmente la «fecha de doble sentido» en 1880, se evitó citar ningún hecho –ni Bastilla ni Federación- y todos tan contentos con la ambigüedad de lo políticamente correcto. Aun así, la toma de una fortaleza ha tenido más fuerza en el subconsciente colectivo que «el día más bonito de la historia de Francia, y quizá de toda la historia», como dijo un parlamentario sobre la Fiesta de la Federación, con todo ese millefeuille lingüístico de la exaltación patriótica.
La Revolución francesa es un hecho histórico aleccionador. No por sus logros, que para eso está la Revolución americana, sino porque nos muestra cómo una brisa benigna incontrolada puede convertirse en un torbellino que se lo lleve todo por delante. Rompiendo con la monarquía y la Iglesia, Francia rompía con su historia y su religión, quedándose sin otro lugar en el que apoyarse que en esa historia sin historia de su desalmada mitología de campaña.
Se inició con la autoproclamación del Tercer Estado como Asamblea Nacional en la Sala del Juego de la Pelota. Que la burguesía y el campesinado se autoproclamaran Asamblea Nacional, sin contar ni con la casa real, ni la nobleza, ni el alto clero, era un ultimátum.
Unos soldados fueron a echar a patadas a esos insolentes representantes de la nación francesa, y allí se encontraron con Mirabeau diciendo que «solo saldrían de allí por la fuerza de las bayonetas», que era precisamente lo que los soldados tenían en sus manos. Pero no los echaron. Podría decirse que, justo en ese preciso momento, el Tercer Estado había ganado la primera revolución en esa cascada de revoluciones que fue la Revolución francesa. «La Revolución triunfó –dice José Luis Comellas– porque el Antiguo Régimen no ofreció resistencia».
La Revolución había pasado a formar parte del orden establecido en Francia. Napoleón había ofrecido el tiempo, la paz social y las instituciones para que ello fuera posible. De la Revolución no sobrevivió nada, salvo lo que él había confirmadoJohn Morris Roberts, Historia Universal
El torpe y desgraciado Luis XVI hizo más tarde algunos cambios de gobierno, y esto alertó a una prensa subversiva que soliviantó a un pueblo que tomó al asalto la fortaleza medieval-prisión real de La Bastilla, donde por cierto apenas había siete presos. Era un asalto simbólico, y el acto espantoso de pasear las cabezas del gobernador y el alcalde no era más que la encarnación de un órdago que no tenía vuelta atrás: «Liberté, égalité ou la mort»; en origen, el lema revolucionario fue más explícito. Habría sido más exacto simplificarlo en «Libertad y Muerte», teniendo en cuenta cómo iban a transcurrir las cosas.
Tan solo tres semanas y media más tarde, la Asamblea Nacional abolió los privilegios de la nobleza y del clero. El catolicismo fue atacado furiosamente. La Iglesia francesa empezó a depender ahora del Estado, los miembros del clero pasarían a ser empleados públicos, se confiscaron los bienes eclesiásticos, que, como en toda desamortización, se repartieron entre los revolucionarios para, poco después, ser malvendidos. La ahora venerada Notre Dame fue puesta en venta, y nadie la quiso comprar. Los sacerdotes que no se avenían a estos parámetros, la mayoría, fueron martirizados.
Ahora nos sonreímos ante esa sacralización ridícula de lo laico propia del Siglo de las Luces, como «la fiesta del Ser Supremo», «el altar a la diosa Razón» o el Calendario Republicano, pero, según expresó uno de sus autores, la Encyclopédie fue diseñada como «una máquina de guerra» destinada a cambiar mentalidades, y ese teatro del absurdo eran los ritos del nuevo orden social que imponían los ilustrados.
Immanuel Kant, en su ¿Qué es la Ilustración?, la definía como «la liberación de una tutela autoimpuesta», lo que parece como un eslogan de la revolución. Hubiera sido difícil explicarles a los sedientos revolucionarios que el agua cristalina de esa fuente estaba envenenada. «¡Atrévete a saber!», y quién era el muerto de hambre que no acababa mordiendo la manzana del Árbol del conocimiento.
Es cierto que los cambios políticos se hacían inevitables, ¿pero era necesario asesinar al padre, malvender su casa, quemar la biblioteca, profanar la capilla, matar a los hermanos? Un revolucionario nos habría guillotinado sólo por preguntarlo.
Lo que sucedió fue terrorífico, mucho antes de la llegada del «Reinado (qué ironía) del Terror»: la «benévola» guillotina, las «pescaderas» de Versalles, los juicios carniceros, el pueblo bailando alrededor del cadalso de Luis XVI, bebiéndose la sangre que se derramaba entre sus maderas, los «baños de Nantes»…
Como siempre que está la izquierda (está justificado que la llamemos ya así) en el poder, la situación económica empeoró, y esto provocó el levantamiento precisamente de los más pobres o de aquellos que echaban de menos la monarquía en su antigua Francia católica, como en la Vendée. La reacción fue tan violenta e inmisericorde que los historiadores actuales consideran aquella represión como un genocidio.
A pesar de que hubo un intento de moderación, las revueltas continuaron hasta que Napoleón Bonaparte dio un golpe de Estado, el 18 de noviembre de 1799; perdón, el 18 de Brumario (qué hermosa palabra) del año VII.
Se establecía en Francia un régimen autoritario con la intención de salvaguardarla de una posible restauración monárquica. Una de esas contradicciones de la diosa Razón. Con respecto a esto, la Constitución Francesa de 1804 tiene una de esas frases memorables, inverosímiles, inalcanzable para cualquier literato: «El gobierno de la República se confía a un Emperador».
Es significativo que de la revolución no se conserve políticamente nada más que lo que aquel gran emperador bajito apuntaló: «La Revolución había pasado a formar parte del orden establecido en Francia. Napoleón había ofrecido el tiempo, la paz social y las instituciones para que ello fuera posible. De la Revolución no sobrevivió nada, salvo lo que él había confirmado», como dice John Morris Roberts en su Historia Universal.
Desde el punto de vista de los hechos, la Revolución francesa fue un acto vandálico, totalitario y cruel a favor de unos ideales que jamás –digámoslo claramente- cumplirá ningún país del mundo (y menos Francia) sin la sólida base de creencias cristianas. Haría falta otra revolución para hacer entender que no hay «liberté» sin Verdad, que no existe la égalité sin una común paternidad divina, y que su fraternité no es más que una cínica falsificación ilustrada de la luminosa caridad católica.
Esta es la esencia del problema, su fragrance. Hay que seguir hablando de la Revolución francesa porque su mentira sigue más viva que nunca, porque no solo la van a celebrar en unos días en la Capital de Europa con toda emoción y banderitas, sino porque la siguen pregonando los nuevos jacobinos cada vez con mayor arrogancia y descaro, seguramente por el Terror de quedarse atrás en esa carrera hacia el abismo del progresismo lógico.
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