Antonio Miguel Jiménez | 10 de diciembre de 2020
Los barcos del Norte llegaron hasta el corazón de Europa y saquearon París. Sin embargo, la monarquía asturiana supo hacer frente a los ataques vikingos.
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En el Año del Señor de 793, una flotilla de barcos de poco calado y cuidada ebanistería apareció, con la rapidez y sorpresa con que se forma una nube de verano, en una pequeña isla situada frente a la costa norte de Northumbria, uno de los reinos anglosajones de la antigua Britania. Sus tripulantes asesinaron o esclavizaron a todo ser humano que encontraron, robaron metales preciosos, ganados y alimentos, y destruyeron todo lo demás: obras de arte, códices, etc. El monasterio de la Isla Santa de Lindisfarne y sus monjes desaparecieron para siempre junto con obras hoy perdidas de incalculable valor histórico, cultural y artístico. Se había abierto la veda. Escandinavia había empezado a rebosar excedente poblacional, y no dejaría de hacerlo hasta el siglo XII, tras crearse reinos normandos hasta Oriente Próximo.
Tras las islas británicas le llegó el turno a la Galia de los carolingios, inmersa en disputas de poder desde el año 840, lo que provocó la carencia de un mando fuerte para repeler las razias escandinavas, que a lo largo de más de cuarenta años se habían convertido en estacionales, habían aumentado en barcos y hombres y habían conseguido tener un considerable nivel organizativo. Estos ataques piráticos, cada vez más feroces y osados, llegaron hasta la misma Île-de-France, siendo París saqueado en 845.
Pero antes de dicho acontecimiento, que golpeó con fuerza la civilización occidental del siglo IX, los vikingos dirigieron las proas de sus barcos largos hacia la península ibérica. En 844, una importante flota vikinga apareció en la costa cantábrica. Primero desembarcaron en la antigua Gigia (Gijón), que por entonces era una pequeña población bien fortificada en lo alto del cerro hoy llamado de Santa Catalina. Ante la perspectiva de tener que realizar un gran esfuerzo a cambio de poca ganancia, volvieron a embarcar y siguieron su singladura por la costa norte hispana.
Tal vez fuera la Torre de Hércules, el antiguo faro romano de Brigantium (La Coruña), lo que llamó la atención de los escandinavos, o puede que fuera la aparición de las famosas rías, que invitaban a los barcos largos vikingos a remontarlas; la cuestión es que ahí, en Brigantium, fue donde el pequeño ejército de hombres del Norte decidió golpear y saquear. Los invasores, habiendo saqueado los alrededores, se dirigieron a la ciudad, pero, seguramente en contra de lo que esperaban, los habitantes plantearon una decidida defensa, aunque cercados, y frente a un ejército como aquel, muy poco podrían aguantar.
Fue entonces cuando ocurrió algo inesperado, para los vikingos al menos. Ramiro, rey de Asturias y primero de su nombre, se presentó en Brigantium comandando un ejército que congregaba nobles y hombres de armas de toda la cornisa cantábrica, unidos bajo el estandarte de la monarquía asturiana. Según las crónicas, los vikingos (nordomanni) fueron derrotados por las tropas de Ramiro, y tuvieron que embarcar apresuradamente para huir de allí. Tras esto, el rey Ramiro, agradeciendo la victoria sobre los vikingos al apóstol Santiago, marchó a la iglesia que había mandado construir Alfonso II el Casto cerca de Iria Flavia, en lo que más tarde fue conocido como Santiago de Compostela, y obsequió al templo con presentes de oro y plata (¿arrebatados a los vikingos?). La singladura escandinava, pese a esta derrota, no se interrumpió, sino que continuó hasta la Sevilla de los Omeyas, siendo la ciudad saqueada y prácticamente conquistada, a excepción de la alcazaba. No es descabellado pensar que la capacidad de aquel ejército era considerable. ¿Cómo entonces pudo Ramiro llevar a cabo lo que ni los emperadores carolingios habían logrado?
Lo más probable es que la noticia del desembarco realizado cerca de Gigia llegara muy pronto a oídos de Ramiro, al que se le presentarían dos opciones: una, respirar tranquilo porque la plaga había pasado de largo frente a su puerta, y seguir a lo suyo; la otra, desconfiar y prepararse, siguiendo de cerca aquellos barcos cargados de infortunio. Ramiro, demostrando la capacidad previsora propia de todo buen gobernante, eligió la segunda opción. Y acertó. Cuando los habitantes de Brigantium vieron aparecer la flota vikinga, poco podían hacer. En lo que enviaban a un mensajero pidiendo ayuda, y esta se organizaba y llegaba, los vikingos habrían entrado en la ciudad, saqueado y matado, y se habrían marchado. Pero la apuesta de Ramiro desactivó el factor sorpresa de los escandinavos, que se encontraron no solo frente a una ciudad fortificada, sino frente a un ejército bien organizado y en pie de guerra.
La clave para la victoria de Ramiro radicó en evitar que los invasores escandinavos se establecieran y abastecieran. Los vikingos seguían un modus operandi bien organizado a mediados del siglo IX: remontaban los ríos navegables, aparecían en las poblaciones más cercanas y las saqueaban, tras lo cual montaban campamentos junto a los barcos, que utilizaban de base para explorar los alrededores, y organizaban más incursiones, hasta llenar los barcos. Como un oso que se prepara durante el verano para hibernar, los vikingos debían aprovechar al máximo la «temporada» antes de volver al norte. Pero en los dominios del rey de Asturias no pudieron hacer acopio.
Habría más ataques. El siguiente en 859, muerto Ramiro, y reinando su hijo Ordoño, primero de su nombre. Esta expedición vikinga, mucho mayor que la de 844, se dice que fue liderada por dos poderosos jefes cuyos nombres y leyendas circulan por las sagas nórdicas: Björn Jaernside («Costado de hierro»), posiblemente al que las crónicas carolingias llaman «Berno», y Hastein, hijos, según las sagas, del mítico Ragnar Lodbrok, protagonista de la serie Vikings. Pero la fama y las leyendas eran una cosa, y la realidad otra: fueron estos también derrotados por las tropas de la monarquía asturiana.
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