César Cervera | 11 de enero de 2020
Un repaso al problema de la despoblación en Castilla y sus consecuencias en la historia de España desde el siglo XVI.
Durante la unión dinástica de los Reyes Católicos, que puso la semilla para la creación de la España moderna, la población castellana suponía el 80% del país y ocupaba tres cuartas partes del territorio peninsular. El problema de base para los problemas estructurales que, muy a largo plazo, hicieron insostenible la empresa imperial fue que, aunque mayoritarios en España, los castellanos eran pocos en comparación con los reinos vecinos. Y no solo eso, el pulmón demográfico de España se vio muy deteriorado en los siglos XVI y XVII a causa del esfuerzo hercúleo para poblar todo un continente y sostener la hegemonía militar en Europa.
El historiador Claudio Sánchez-Albornoz lo expresó de forma clara: «Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla». Las numerosas epidemias que azotaron Europa a finales del siglo XVI (se calcula que murieron 600.000 castellanos solo por la peste a finales de la centuria) y la inagotable demanda del Imperio español de más y más soldados causaron una grave crisis demográfica en Castilla. A todo esto hubo que añadir el goteo migratorio con dirección al Nuevo Mundo. Solo entre 1598 y 1621, cerca de 40.000 personas abandonaron el reino ibérico en busca de oportunidades de prosperar en América. El conde-duque de Olivares achacaba a «la falta de cabezas» la incapacidad para superar los retos incrustados en el país.
Los españoles de esos siglos ya eran conscientes del problema de la España ‘vaciada’ o ‘vacía’
En la última fase del reinado de Carlos II, la población mostró cierta recuperación de Valencia a Castilla, al calor de unas cosechas abundantes y de unos años sin peste, pero hubo que esperar al siglo XVIII para que el país diera un salto demográfico. El Imperio español, ya en tiempos de los Borbones, se sintió incapaz de competir con potencias de su entorno como Francia e Inglaterra, y en menor medida con reinos pujantes como Prusia o Rusia, con mayor capacidad de movilizar tropas, recursos y de recaudar más. Más población significaba más productores de riqueza, más mercado interno, más recaudación y más hombres para defender sus fronteras, en un tiempo en el que el respeto económico dependía directamente del tamaño del ejército y de la flota.
Los españoles de esos siglos ya eran conscientes del problema de la España «vaciada» o «vacía», concentrada en puntos clave de Castilla, de la que todavía se habla hoy sin hallar una solución. Durante el siglo XVIII, el país ibérico, como toda Europa, registró un importante aumento poblacional, en gran parte por los esfuerzos de Carlos III. Pero, más allá de las mejoras de la producción y distribución agrícola y de un periodo con pocas epidemias, el rey Borbón tenía poco margen de actuación. El padre Sarmiento apuntó que, aparte de la emigración a América y el exceso de clero (en 1660, el número sobrepasaba los 180.000), la causa de la despoblación estaba en la gran pobreza, la falta de alicientes económicos e incluso el abuso del mayorazgo. Asaltar el problema requería profundos cambios sociales que la monarquía española no estaba en condiciones de plantear.
¿Logró Carlos III poner a España en la senda del resto de Europa? Entre el censo elaborado por Ensenada en 1752 y el de Floridablanca en 1787, se pasó de 9,3 millones a 10,4, un incremento que se dejó sentir más en la periferia que en el interior y más en las ciudades que en el campo. No obstante, en ese mismo periodo Francia pasó de unos 24 millones a 29; Alemania, de 17 a 25; los estados italianos, de 15 a 18; y Gran Bretaña, de 10 a 16. El siguiente siglo, del que tanto bebemos hoy, comenzó con un derrumbe demográfico causado por la Guerra de la Independencia, que de nuevo colocó a España piedras en su mochila. A principios del siglo XX, España seguía siendo un país de una población en torno a los veinte millones, muy lejos de sus competidores europeos.
Fue en los años del franquismo, con la creación de la clase media, cuando junto al resto de Occidente se produjo un salto sustancial en la población de España, hoy en torno a los 46 millones de personas. A pesar de la gravedad del asunto, todavía seguimos sin comprender que tanto la influencia política como la fuerza económica dependen del número de cabezas. Mientras estamos al borde del infarto por cuestiones feministas, ecologistas o soberanistas, seguimos sin reparar en la grave desventaja con la que carga España y que no para de agrandarse. En 2018 nacieron 372.777 niños, la cifra más baja de las dos últimas décadas, según los datos publicados hace pocos días por el Instituto Nacional de Estadística (INE). El desplome también se aprecia en los resultados de los seis primeros meses de 2019, los más bajos de la serie histórica iniciada en 1941. Una vez más, los árboles nos impiden ver el bosque y catalogar de forma correcta las prioridades de la nación.
Hay poca voluntad de solucionar aquello que provoca la huida, no ya a las capitales de provincia, sino a las grandes urbes, donde la vida gana en servicios pero pierde en identidad.
El estado de Juana I de Castilla no fue fruto de las fanáticas y machistas imaginaciones de la época. La reina nunca quiso asumir responsabilidades.