César Cervera | 12 de septiembre de 2020
La idolatría por los piratas está incrustada en la historia del mundo anglosajón, que, incapaz de determinar si fueron héroes o villanos, los categorizó como antihéroes a la mínima que se prestaron a favorecer sus intereses geopolíticos.
Entre 1540 y 1650 –periodo de mayor flujo en el transporte de oro y plata–, de los 11.000 buques españoles que hicieron el recorrido América-España se perdieron 519 barcos, la mayoría por tormentas y otros motivos de índole natural. Solo 107 lo hicieron por ataques piratas, es decir, menos del 1%, según los cálculos expuestos por Fernando Martínez Laínez en su libro Tercios de España: Una infantería legendaria.
Un 1% de fallos en un sistema de transportes casi inexpugnable, la Flota de Indias, que fue uno de los grandes hitos logísticos de su época, luego copiado en las dos guerras mundiales por los británicos, ha dado lugar a tropecientas películas y novelas sobre la piratería y las supuestas gestas de quienes se dedicaron a «chamuscar las barbas al Rey de España». La propaganda anglosajona ha convertido una historia de éxito en una parodia… Y las acciones de rapiña de un grupo de criminales, en una hazaña ejemplar.
La idolatría por los piratas está incrustada en la historia del mundo anglosajón, que, incapaz de determinar si fueron héroes o villanos, los categorizó como antihéroes a la mínima que se prestaron a favorecer sus intereses geopolíticos. John Hawkins, Francis Drake y Walter Raleigh son personajes clave en los mitos que dan forma a estas naciones. La ficción los retrata como seres inmorales, excesivos y hasta crueles, sí, pero en el fondo les reserva cierta reverencia por su aire romántico, su amor por la libertad (más bien libertinaje) y porque lo de torear a esos virreyes españoles obesos y corruptos resulta desternillante para el británico medio.
De nada serviría explicar que los piratas del Caribe sobre todo se dedicaban a atacar a poblaciones indefensas, que rara vez se enfrentaban a galeones bien artillados y que su influencia en la actividad comercial española fue mínima. El historiador Germán Vázquez Chamorro, autor del libro Mujeres Piratas (Algaba Ediciones), resta importancia al peso que pudo tener la piratería en el proceso de decadencia del Imperio español. En su opinión, los más famosos piratas realmente atacaban barcos pesqueros o chalupas de escaso o nulo valor para la Corona española. De hecho, los enemigos de España prescindieron de aliarse con los piratas cuando descubrieron otros métodos para ganarle terreno a este imperio.
Para justificar el porqué, la Corona británica se alió con tales alimañas. La mitología británica ha puesto énfasis en que iniciaron sus actividades criminales por razones legítimas y necesarias frente al monopolio comercial impuesto por España en todo el comercio con América. Los abusos de los malvados españoles justificaban cualquier cosa, al menos hasta que se dignaran a compartir los beneficios del Nuevo Mundo.
No obstante, el axioma de partida es más falso que la inocencia de Isabel Tudor. España no fue nada restrictiva a la hora de abrir el comercio americano a otros mercados, únicamente se limitó por cuestiones de seguridad a establecer un único puerto, Sevilla (sustituida más tarde por Cádiz), como lugar de entrada de las mercancías americanas. En esa Sevilla convertida en la Nueva York de su tiempo confluían comerciantes de toda Europa y se podían ver las mercancías más exóticas procedentes de Asia y América.
Al contrario, Inglaterra, que se titula hoy como la madre del libre comercio, estableció en sus distintas colonias férreos monopolios a los que no podían acceder los extranjeros y que hasta prohibían la producción de textiles y de metales. Solo los navíos ingleses (ni escoceses ni irlandeses) podían atracar en los puertos americanos. El motín del té que dio lugar a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos no fue otra cosa que el malestar final de las colonias norteamericanas, asfixiadas y condenadas a no crecer nunca, con una política comercial enormemente restrictiva, que trataba a estos territorios como meras plataformas de la metrópolis.
Conforme los británicos fueron haciéndose con nuevas rutas comerciales, se esforzaron en que sus mercancías monopolizaran todos los mercados posibles a través de medidas proteccionistas frente a aquellos países que pudieron amenazar sus intereses. Inglaterra solo apostó por el libre comercio cuando le resultó provechoso, una vez que estaba situada en la cresta de la ola, y solo se valió de saqueadores cuando minaban a sus enemigos. Luego, simplemente, se deshizo de ellos…
Como dice el refrán, dime de qué presumes y te diré de qué adoleces. Dime cuánto te gustan los piratas, y te diré cuánto te gustaría establecer tu propio monopolio comercial.
El mundo académico y el de la divulgación se dan la mano para frenar las mentiras sobre la historia de España y abrir paso al pensamiento crítico.
Los anacronismos enturbian nuestra comprensión del pasado. El colonialismo del siglo XIX guarda pocas similitudes con el proyecto de los Reyes Católicos, cuya prioridad fue salvar a las almas del paganismo.