Javier Arjona | 13 de febrero de 2021
La manipulación interesada de la realidad histórica ha llevado a construir una imagen distorsionada, cruel y perversa del Santo Oficio, un tribunal garantista de los más modernos y avanzados de Europa.
Pocas cuestiones en la historia de España han logrado pervivir en el imaginario popular, desde hace casi cinco siglos y a partir de falsedades creadas con el objetivo de socavar los pilares del catolicismo, como la que se refiere a las atrocidades y ejecuciones protagonizadas por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. A la propaganda negativa surgida en el siglo XVI tras la publicación de morbosas e interesadas obras como las de Reginaldo González Montano o Francisco de Enzinas, que contribuyeron a la difusión oral de una leyenda bien orquestada, sucedió la propia literatura tanto de la Ilustración como del Romanticismo, nacional y foránea, para mantener vivo el mito creado por los protestantes alemanes y holandeses, que se veían en la necesidad de propagar a los cuatro vientos que la Iglesia romana era el reflejo de una sociedad anticuada y bárbara que debía hacerse a un lado para dejar paso a la Reforma.
Aunque hoy en día la historiografía ya ha logrado superar este viejo estigma a partir de una enorme cantidad de documentación disponible en el Archivo Histórico Nacional, sigue siendo casi imposible dejarlo atrás en la memoria colectiva, toda vez que buena parte de la literatura actual, las series de televisión o el propio cine siguen difundiendo ese mito sensacionalista, basado en la tortura y la hoguera, que contribuye a alimentar la idea de una Inquisición sanguinaria y cruel. Si algo hizo el Santo Oficio a lo largo de su historia, fue documentar de manera rigurosa cada causa que instruyó, a partir de un complejo y burocratizado proceso que no deja resquicio a dudas o interpretaciones. En todo caso, es curioso que, casi doscientos años después de la abolición del tribunal, determinados lobbies interesados siguen queriendo mantener latente esta leyenda negra como ariete intemporal contra la Iglesia.
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Conviene recordar que la primera Inquisición ni siquiera surgió en España, sino en la región francesa del Languedoc, en el año 1184, dependiente del episcopado, con el objetivo de luchar contra la herejía cátara. No fue hasta unas décadas más tarde cuando el papa Gregorio IX decidió asumir directamente el control de la institución, dejándola en manos de los frailes dominicos, quienes la extendieron por varios reinos europeos, entre los que se contaba la propia Corona de Aragón. Con el final de la cruzada albigense, aquella particular curia se fue poco a poco desdibujando hasta casi desaparecer. Llegado el siglo XV, y ante la nueva necesidad de combatir en Castilla ciertas prácticas heréticas de judíos conversos, los Reyes Católicos lograron del papa Sixto IV el impulso para poner en marcha una versión actualizada del viejo tribunal, controlada esta vez desde la Corona, y situaron al frente de la misma a Tomás de Torquemada con el título de inquisidor general.
Nacía entonces el que será conocido en España como Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, cuyas atribuciones pronto se extendieron para juzgar tanto las prácticas heréticas de protestantes y moriscos, como el proxenetismo, la sodomía, la brujería, la violación, la bigamia o la falsificación documental, delitos que en otros países recaían bajo la jurisdicción de tribunales ordinarios. Según los historiadores Gustav Henningsen y Jaime Contreras, el Santo Oficio abrió en España, entre 1540 y 1700, poco más de 44.500 causas, de las cuales Henry Kamen considera que cerca de 3.000 acabaron en condenas a muerte. Por abundar en algunas cifras, el hispanista británico sostiene que, entre los siglos XV y XVII, solo el 1% de las penas de muerte dictadas fueron firmadas por la Inquisición, y en concreto sobre la herejía protestante, Elvira Roca apunta que desde 1520 a 1820 el Santo Tribunal juzgó a 220 personas, de las que 12 acabarían ajusticiadas.
En cuanto a la tan manida utilización de la tortura, conviene señalar que se trataba de una práctica regulada al detalle por los procedimientos internos de la institución. Tal y como sostiene Kamen, no llegó a utilizarse ni en el 2% de los casos instruidos, siempre en presencia de un médico, y en ningún caso podía poner en peligro la vida ni la integridad física del acusado, al contrario de lo que sucedía cuando se aplicaba por tribunales ordinarios. Tan celosa era la Inquisición española en el proceso de acusación, garantista y siempre basado en pruebas y no en rumores o delaciones anónimas, que, tal y como sostiene el norteamericano Stephen Haliczer, algunos reos comunes blasfemaban para ser juzgados por el Santo Oficio. Henry Kamen defiende que la Inquisición en España tuvo un comportamiento ejemplar comparada con la inglesa, la alemana o la francesa, en las que era común la tortura hasta la muerte.
Pero si hay algo que verdaderamente ha despertado el imaginario popular sobre las terribles actuaciones del Santo Tribunal en España, no cabe duda de que se trata de los procesos contra la brujería, que tienen en Zugarramurdi probablemente el ejemplo más conocido. De nuevo la ficción se sitúa muy por delante de la realidad y, dado que las comparaciones son odiosas, aportemos también algunas cifras comparativas con el resto de Europa que resultan esclarecedoras. Según Henningsen, el número de brujas quemadas en Alemania estuvo en torno a las 50.000, mientras que en Francia fueron 4.000 y en Inglaterra 1.500. Pues bien, en España las condenas a muerte fueron exactamente 27, y de ellas 6 corresponden al famoso proceso conducido en el año 1610 por Alonso de Salazar, quien pudo constatar que en Navarra nunca había existido brujería hasta la reciente llegada de María de Ximildegui procedente de Francia.
La realidad es que hasta finales del siglo XV las prácticas heréticas relacionadas con la brujería, casi inexistentes en España, eran inicialmente juzgadas por los corregidores y se consideraba un delito algo disparatado de escasa importancia, producto de una cierta enajenación mental. El proceso se iniciaba por delación y, después de ser calificado, podía pasar al Santo Oficio, donde, tras un encarcelamiento de tres días, se buscaba que el reo confesase. Si había arrepentimiento y no mediaban otros delitos o agravantes, acababa libre, sin multa ni confiscación de sus bienes. En caso contrario, comenzaba el proceso de acusación formal, en el que el inquisidor ejercía de abogado encargado de presentar y defender las preceptivas pruebas hasta llegar al momento de la sentencia. En definitiva, y a la vista de los datos aportados, parece claro que cualquier parecido de esta leyenda negra con la realidad es pura coincidencia.
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