Antonio Miguel Jiménez | 15 de abril de 2021
El brigadier Ramón de Castro dirigió una heroica resistencia en la que campesinos y hasta presidiaros liberados hicieron frente al Imperio británico y a su poderío naval.
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Tras la derrota española en la Guerra de la Cuádruple Alianza (1717-1720), comenzó un periodo de hegemonía francesa en el continente, y de poderío británico en los mares. Así, la Guerra del Asiento (1739-1748), conocida por los británicos como Guerra de la Oreja de Jenkins, entre España y Gran Bretaña, fue una clara señal de las intenciones británicas para con el control de las rutas comerciales americanas. Eso sí, a costa de España. Pero una primera gran frustración en dicho plan para los británicos llegó en 1741, cuando tuvo lugar el sitio de Cartagena de Indias, donde la guarnición de la plaza, comandada por el marino guipuzcoano Blas de Lezo y Olavarrieta, propinó a la expedición de Edward Vernon una severísima derrota que quedaría grabada en los anales de la historia militar británica. Pero tuvo lugar una segunda gran frustración en los planes ingleses para hacerse con el Caribe: Puerto Rico.
Trece años después de la Guerra de la Cuádruple Alianza, España y Francia comenzaron una tradición de ayuda mutua contra el descontrolado expansionismo británico, conocida como los Pactos de Familia. Esta tradición se rompió en 1789, cuando los revolucionarios franceses abolieron la monarquía. De hecho, tras la decapitación de Luis XVI, la situación llegó a un punto de no retorno, y la guerra entre la Convención Nacional francesa y España estalló en 1793. Tras un desastroso desarrollo del conflicto para España, Godoy firmó la Paz de Basilea con la Convención en 1795 y, al año siguiente, en 1796, la situación de los Pactos de Familia se retomó (aunque sin familia, por una parte al menos). En agosto de 1796, se firmó el Tratado de San Ildefonso entre España y la Francia republicana, con el objetivo de frenar el expansionismo británico. Así pues, ya que Gran Bretaña se encontraba en guerra con Francia, España, por ende, se convertía en enemigo de su majestad británica. Estalló la guerra anglo-española (1796-1802).
En el mes de marzo de 1796, es decir, dos meses antes de firmarse el Tratado de San Ildefonso entre España y Francia, el general sir Ralph Abercromby arribaba a Barbados con un importante ejército. Tras varias campañas en varias de las islas de Barlovento, en febrero del año siguiente, 1797, Abercromby puso rumbo a Trinidad, posesión española. El gobernador, ante la potencia artillera (unos 600 cañones) y el volumen de la flota (60 barcos, de los que más de un tercio era de guerra, y cinco de los cuales navíos de línea), además del número y la calidad de las tropas (de 6.000 a 7.000 hombres), rindió la capital de la isla, Puerto España, donde los británicos descansaron y se aprovisionaron. Pronto Abercromby fijó su siguiente (y más ambicioso) objetivo: Puerto Rico.
El 17 de abril, dos meses después de arribar a Trinidad, la flota de Abercromby llegó a Puerto Rico. Su capital, San Juan, donde se encontraba el gobernador de la isla, el burgalés Ramón de Castro, estaba mal guarnecida, ya que una parte importante de las tropas habían sido enviadas a la parte francesa de La Española para sofocar una rebelión, aunque ciertamente las defensas de la ciudad (terrestres y marítimas) eran un punto a favor. En total, entre los soldados del regimiento de Infantería Fijo (los únicos militares profesionales), las milicias y alguna compañía más, apenas se pasaba de los 4.000 hombres, a los que se sumarían unos 2.000 campesinos reclutados a toda prisa en el campo y los presidarios de la isla, liberados para defender la ciudad. Una fuerza en torno a los 6.500 hombres, de los cuales únicamente en torno a 1.000 eran militares profesionales. Del lado británico todos, de 6.000 a 7.000 efectivos, eran militares profesionales.
Ante esta situación, Abercromby quiso ahorrarse las molestias de lo que creía que era una resistencia fútil por parte española y, el 18 de abril, dio a Ramón de Castro la oportunidad de rendir la plaza con unas condiciones ventajosas para los vencidos, a lo que De Castro respondió:
«Excelentísimos Señores
He recibido el Pliego de Vuestras Excelencias de este día intimidándome la rendición de la Plaza de Puerto Rico que tengo el honor de mandar; y defenderé como debo a mi Rey Católico hasta perder la última gota de mi sangre. Esta circunstancia me priva de admitir las generosas Ofertas que V.V.E.E. se sirven hacerme en él, particularmente á mí, a la Guarnición y Habitantes, los quales como su Xefe están dispuestos a vender caras sus vidas […].
Nuestro Señor guarde a V.V.E.E. muchos años como deseo. Puerto Rico 18 de Abril de 1797.
Ramón de Castro
E.E.S.S. Don Ralph Abercromby y Don Henry Harvey».
Así pues, los británicos abrieron las hostilidades, y fueron desembarcando sus tropas en la playa del pequeño pueblo de Cangrejos. 1.200 soldados británicos, y después 2.800 más, pusieron rumbo por tierra hacia San Juan y, cuando estuvieron a la distancia adecuada, pese a estar sometidos a un intenso acoso por parte de tropas irregulares (milicianos y campesinos), consiguieron colocar varias baterías de artillería que, junto a los navíos de línea, comenzaron a bombardear las defensas de la plaza.
Aunque el cañoneo británico era ya constante, las fortalezas de la ciudad, especialmente la de San Jerónimo, apoyadas por lanchas cañoneras, pusieron en grave aprieto a los navíos británicos, que terminaron por retirarse. Las tropas de tierra, si bien tenían una aplastante superioridad técnica, no eran capaces de acercarse a las defensas por el volumen de fuego que recibían por todos los flancos.
Tras un parón de más de diez días, durante los cuales las tropas irregulares defensoras no dejaron de hostigar al enemigo, De Castro pudo ver el desgaste sufrido por los británicos, por lo que, aprovechando la situación, ordenó un fuerte ataque nocturno, el 29 de abril, que cogió totalmente desprevenidos a los británicos, quienes protagonizaron una desbandada general, abandonando armamento, municiones y víveres. El 2 de mayo, tras un descalabro de enormes proporciones y graves pérdidas de efectivos, Abercromby reembarcó sus tropas y dejó la isla.
Se hicieron medallas conmemorativas de la conquista de Trinidad, y Abercromby fue considerado un héroe. Se le enterró, tras su muerte en 1801, en el Fuerte de San Telmo, en La Valeta (Malta). Poco se sabe del brigadier Ramón de Castro. No se hicieron medallas de su victoria. Se desconoce dónde está enterrado.
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