César Cervera | 15 de mayo de 2021
El enorme prestigio del que gozan en el país las Españas que no fueron, en vez de las que sí fueron, ha convertido a los comuneros, los afrancesados, las minorías religiosas expulsadas y, en general, los exiliados, en un objeto de adoración para ciertos sectores políticos.
Hay muchos detalles anacrónicos en la pintura sobre los comuneros que realizó Antonio Gisbert a mediados del siglo XIX, pero tal vez el más curioso está en las barbas que portan Padilla, Bravo y Maldonado. Las barbas abundantes eran por entonces una moda flamenca, aborrecida por los «buenos castellanos» y, sobre todo, se supone, por alguien tan defensor de lo propio como eran los comuneros. Falla también el pelo: mejor melena corta, como en tiempos de los Reyes Católicos.
No obstante, estos peludos anacronismos no tienen ni punto de comparación en cuanto a disparate con las ideas fuera de lugar que algunos han pretendido colocar dentro de las cabezas de estos castellanos que, hace más de cinco siglos, se levantaron y fueron aplastados por las armas de Carlos V. No eran liberales, como algunos pretendieron en el siglo XIX; ni republicanos o federales, desde luego no en el sentido que sugieren algunos en lo que –entre ellos, el experto en el periodo Ricardo García Cárcel– definen como un intento por «revitalizar el mito comunero» al gusto de la nueva izquierda (cierto es que también ha habido autores conservadores como Menéndez Pidal que plantearon este debate).
Los comuneros eran unos señores del siglo XVI, procedentes de la nobleza media y de un sector económico muy determinado, con sus propias preocupaciones que, en todo momento, declararon su lealtad a la reina Juana y que, según Joseph Pérez, no sopesaron la idea de un gobierno republicano. Que cosecharan un gran apoyo popular o representaran un espíritu democrático son también afirmaciones algo aventuradas…
Pasando de puntillas por los hechos en crudo, casi desde la derrota hubo intentos de mitificar el episodio histórico en un sentido positivo o negativo para amoldarlo a las distintas reclamaciones presentistas. El enorme prestigio del que gozan en el país las Españas que no fueron, en vez de las que sí fueron, ha convertido a los comuneros, los afrancesados, las minorías religiosas expulsadas y, en general, los exiliados, en un objeto de adoración para ciertos sectores políticos. El convencimiento de que la historia de España ha sido un desastre, que la anomalía hispánica es un hecho irrefutable, provoca la idealización de cualquier pasado alternativo.
Solo una autoestima histórica a niveles críticos puede hacer creer a los españoles que su historia es más negra o más dolorosa que la de otros países vecinos, o el pensar que por la derrota de unos nobles castellanos tardomedievales se impidió que España fuera más abierta y democrática hoy. Sí, de haber triunfado la revuelta comunera es probable que la burguesía hubiese alcanzado un mayor protagonismo en Castilla y hubiese podido actuar en momentos posteriores como motor de las transformaciones políticas y socioeconómicas, como hizo en Francia o en Inglaterra, aunque también es posible que esto hubiera revertido en más guerras y baños de sangre de los que ha habido en la historia de España o en que los siguientes reyes actuaran en la península con mayor contundencia. El problema de las ucronías, como con los viajes en el tiempo, es que se puede especular con los cambios inmediatos, pero es imposible prever el efecto a largo plazo que puede provocar un pequeño cambio, tal vez intrascendente, tal vez crucial.
El convencimiento de que la historia de España ha sido un desastre provoca la idealización de cualquier pasado alternativo
La continuidad histórica no se puede trazar con escuadra y cartabón. La gran mayoría de los problemas que inquietan realmente a los españoles actuales no nacieron en tiempos de los Reyes Católicos, ni tampoco en la Guerra Civil, sino más bien son, hablando en plata, de hace cuatro telediarios. Por ejemplo, el que la derecha y la izquierda no sean capaces de ponerse de acuerdo en cuestiones básicas sobre la economía o la sanidad no es culpa de Franco ni de Alfonso XIII: la Transición demostró que si se quiere, se puede, pero ahora los partidos ni quieren ni pueden, porque la polarización castiga con crueldad los consensos y las posturas intermedias en las urnas.
El que los nacionalistas catalanes hayan abrazado abiertamente los postulados independentistas no tiene nada que ver con el asedio a Barcelona de 1714 ni con Lluís Companys: es consecuencia directa de algo tan reciente como la crisis económica de 2008 y la corrupción política derivada del boom inmobiliario. CiU fue condenada por financiación ilegal, no por apoyar al bando de los Austrias en la Guerra de Sucesión, y apostó entonces por soluciones populistas para ocultar los casos judiciales. Si acaso, se puede culpar a la Transición, que no resolvió el problema territorial, solo lo pospuso.
El pasado remoto es eso, algo remoto y tan vago que admite cualquier adorno imaginario. Resulta una pérdida de tiempo llorar por lo que otros no hicieron hace siglos, en vez de responsabilizarse por lo que está ocurriendo en el presente. Aunque suene a manual de autoayuda barato, lo que hay que hacer es vivir el presente, aprendiendo del pasado y comprendiendo que los tropiezos de los españoles de otras épocas sirvieron también para avanzar. La estela de esas Españas que nunca fue asimilada por la cultura del país a modo de lección y de una infinidad de cosas más.
Gran parte de los planteamientos políticos y económicos de los comuneros, que reclamaban una limitación del poder de los reyes a través de las Cortes y otros instrumentos, no eran ninguna novedad en la tradición castellana y se desarrollaron igual tras la derrota en Villalar. Las inquietudes de la España comunera no nacieron de la nada, y desde luego no desaparecieron de golpe y porrazo. Carlos V tuvo que tomar nota a la fuerza de que la cultura política en España era muy diferente a la que había conocido en su infancia en los Países Bajos. El pensamiento comunero está presente en el testamento de Isabel la Católica, en la Escuela de Salamanca, en la preocupación por mantener guerras solo defensivas y en la propia organización de los cabildos del Nuevo Mundo. Ni siquiera los reyes absolutistas del siglo XVIII, representantes de otro tipo de modernidad (la palabra modernidad tiene la capacidad mágica de decir lo mismo y también lo contrario), fueron capaces de acabar por completo con estas ideas arraigadas en Castilla y en otros reinos españoles.
Lamentar las Españas que se fueron, mientras se ignora la incidencia que estas tuvieron en la historia del país, parece un chiste malo
Lo mismo se puede decir de los afrancesados que colaboraron con el rey intruso José I. Ilustrados como ellos eran legión y tenían gran influencia antes de la llegada de las tropas napoleónicas, y la seguirían teniendo años después de su marcha, a pesar de las persecuciones orquestadas por Fernando VII. Como explica el historiador Emilio Lara en sus investigaciones sobre el tema, los miles de afrancesados exiliados en la Guerra de la Independencia, al regresar a España, «emprendieron a través de cargos intermedios en la Administración una soterrada transición hacia el liberalismo en la última etapa del reinado de Fernando VII». Políticos de pasado afrancesado terminaron nutriendo las filas de lo que en el siguiente reinado se llamarían liberales moderados y que contribuyeron de forma decisiva a la construcción de la España isabelina.
Lamentar las Españas que se fueron, mientras se ignora la incidencia que estas tuvieron en la historia del país, parece un chiste malo donde el muerto se levanta de la tumba para preguntar a su mujer a qué hora será el funeral. Así ocurre con las minorías religiosas expulsadas, tanto en el caso de los judíos de finales del siglo XV como de los moriscos de principios del siglo XVII. Su drama, exagerado en cuanto a cifras por la literatura de los lamentos, ha solapado la influencia que, a pesar de todo, han tenido estas culturas en la configuración cultural del país.
En tiempos de los Reyes Católicos, siempre según datos aproximados, los judíos representaban el 5% de la población de sus reinos, con cerca de 200.000 personas. De todos estos afectados por el edicto, 50.000 nunca llegaron a salir de la península, pues se convirtieron al cristianismo y una tercera parte regresó a los pocos meses alegando haber sido bautizados en el extranjero. La España semita apenas se marchó.
Francia conmemora el bicentenario de la muerte de Napoleón Bonaparte, que se cumple este 5 de mayo, entre las restricciones de la Covid y el atolladero de la memoria controvertida de una figura excepcional en todo.
Su operación silenciosa a través del río y su resistencia tenaz frente a las fuerzas soviéticas convirtió a los hombres de la División Azul en una fuerza clave en el avance alemán hacia el este.