Juan Milián Querol | 15 de agosto de 2019
A pesar de nacer con una Constitución democrática y moderna, la Alemania de entreguerras acabó por sucumbir a la demagogia y el odio.
Hace un siglo, el 11 de agosto de 1919, nacía la República de Weimar. La tensión revolucionaria había forzado la abdicación del káiser Guillermo II y de los reyes y los príncipes de los estados alemanes, así como la proclamación de la República Alemana. El sistema político diseñado medio siglo atrás por Otto von Bismarck implosionaba, Berlín se sumía en el caos y sería en la pequeña Weimar, símbolo de la alta cultura alemana, donde se redactaría la nueva Constitución democrática, la más democrática de su época: sufragio universal, hombres y mujeres iguales ante la ley y una libertad individual tan amplia como inédita hasta entonces.
Weimar fue desde el principio una mezcla de esperanza y resentimiento, de anhelos y miedos. Fue un espíritu de modernidad que impregnó el mundo del arte, un estallido de ambición y creatividad en todos los campos: el teatro de Brecht, los edificios de Gropius, la literatura de Mann o la filosofía de Heidegger. Alemania vivió entonces uno de esos raros momentos estelares de la humanidad donde la cultura tocaba la utopía con la punta de los dedos. Y, sí, Stefan Zweig también pasó por allí.
La nación alemana, acorde en sus diversas ramas y animada de la voluntad de renovar y consolidar su Reich en nombre de la libertad y la justicia, servir a la paz interior y exterior y fomentar el progreso social, se ha dado esta ConstituciónPreámbulo de la Constitución alemana de 1919
Aunque la mayor parte de Alemania no lo viera como propio, Weimar fueron también las noches de jazz en una bulliciosa Berlín, donde la moda y el sexo encontraron su nueva capital mundial. Y fue la experimentación con unas drogas tan peligrosas como aquellas ideologías que fueron germen del fin de la democracia. El utopismo, tan fecundo en el arte, es funesto para un sistema que necesita estabilidad y pacto como el democrático.
La política estaba en todo y cualquier asunto se convertía en una disputa irresoluble. Malos presagios, pues, para el futuro constitucional. Alemania era una sociedad moralmente arrasada. Los destrozos de la Primera Guerra Mundial estaban visiblemente presentes en los hombres heridos, mutilados, que deambulaban por las calles de todos los pueblos y ciudades.
Como es bien sabido, el ánimo de venganza de los vencedores condujo a un Tratado de Versalles que no solo humillaba a los alemanes, sino que les ofrecía pocas esperanzas y mucho resentimiento. Además, a los ingentes pagos de las compensaciones de guerra se le fue sumando la hiperinflación, que devoraba los ahorros y el poder adquisitivo y, finalmente, la Gran Depresión. Si aquella le había hecho perder a la República el favor de las clases medias, esta última le asestaba la puntilla.
Las circunstancias eran terribles, las peores, pero la República de Weimar no estaba destinada a morir. Fueron los malos liderazgos, la desorientación de los partidos y, en definitiva, las pésimas ideas y decisiones lo que llevó a este experimento político tan inestable como esperanzador a su fin. El factor desestabilizador que representaban los comunistas nunca ayudó. Sin embargo, la decantación de la derecha hacia posiciones radicales fue letal. No solo acabaría ofreciéndole el poder a Hitler, sino que antes ya le había regalado una palabrería tóxica.
Como señala Eric D. Weitz, en el ya clásico La Alemania de Weimar (Ed. Turner), la retórica de prácticamente toda la derecha de aquella época actuaba como una apisonadora que allanaría el camino al nazismo. Y es que la retórica no solo es consecuencia de una cultura política, es también una de sus causas fundamentales. Así, en la Alemania de los años 20, la demagogia se retroalimentaría con el odio como en tantas otras épocas y países.
La Alemania de Weimar
Eric D. Weitz
Turner
472 págs.
28€
La Coalición de Weimar, la de los defensores de la nueva democracia, había estado formada por los socialdemócratas del SDP, los católicos conservadores del Partido de Centro y los liberales del DDP. Y hubo, ciertamente, una derecha reformista y comprometida con la democracia.
Recordemos a Gustav Stressemann, del Partido Popular Alemán (DVP), la derecha de la clase media. En 1923 fue elegido canciller y, aunque ese mismo año perdería ese cargo, se mantuvo como ministro de Asuntos Exteriores hasta el final de su vida en 1929. Su política de diálogo mejoró las relaciones con Francia y el Reino Unido y resituó a Alemania en el plano internacional. Ganó el Premio Nobel de la Paz, junto con el francés Aristide Briand y, aunque nunca dejara de ser un nacionalista, su pragmatismo y su visión de futuro se echarían de menos tras su muerte.
Sin embargo, también hubo una derecha que nunca compartió los anhelos democráticos y que, ocupando puestos fundamentales en la administración y en la justicia, socavó el sistema desde dentro. Esa derecha iría cogiendo fuerza y tomando el control de los diferentes partidos de su espacio ideológico a medida que las crisis se acumulaban.
Además, los continuos bloqueos políticos y la sensación de inseguridad extendida entre la ciudadanía impulsaron un ansia por restablecer el orden con un líder fuerte que, junto a la creciente exaltación biológica del pueblo germánico, acabaría dando al nazismo el discurso prácticamente hecho.
La derecha mimetizó la visión intuitiva de la izquierda, a saber, que el poder residía en la movilización de las masasEric D. Weitz, La Alemania de Weimar
Según Weitz, “la derecha mimetizó la visión intuitiva de la izquierda, a saber, que el poder residía en la movilización de las masas”. “Frases machaconas” y “carteles a cual más chillón” eran características de la nueva política. Eran los tuits y los memes de aquellos años. Y, como prácticamente siempre, la degeneración de la retórica conduce a la degeneración de los métodos y, cuando los conservadores juegan a ser revolucionarios, como los comunistas, la democracia empieza a morir.
El último clavo en la tumba fue el de un nazismo tremendamente moderno en el uso de los nuevos medios de comunicación, como la radio, el cine o los mítines, y de los nuevos medios de transporte, como el automóvil o el avión. Consiguieron una eficacia implacable poniendo la lógica indignación de la sociedad al servicio de las peores ideas y aprovechando los errores de una derecha que, bajo la presidencia de un decadente Hindenburg, había laminado el sistema parlamentario.
Weimar, en definitiva, nos ofrece todo un catálogo de lecciones políticas para los tiempos de crisis y desorientación. Sobre algunas de ellas trataremos en el próximo artículo.
Juan Milián Querol (Morella, 1981) es politólogo y político. Escribe en diferentes medios como The Objective y la edición de ABC en Cataluña. Su último libro es El acuerdo del seny. Superar el nacionalismo desde la libertad (Unión Editorial). Ha sido diputado del Parlamento catalán durante tres legislaturas y, actualmente, es coordinador general de Estrategia Política del PPC.
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