Ricardo Ruiz de la Serna | 16 de diciembre de 2019
La historia del nazismo y el comunismo es también la historia de esos cristianos de las resistencias que escribieron páginas de una belleza y una dignidad inolvidables.
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El año en que se conmemora el 30º aniversario de la caída del Muro de Berlín brinda una ocasión propicia para recordar lo que el comunismo significó en la historia de Europa. En su pretendido intento de liberar a la humanidad, los comunistas dejaron un reguero de muertos, presos y represaliados cuyas cifras aún hoy nos aterran.
El Parlamento Europeo recordó el pasado 19 de septiembre que «los regímenes nazi y comunista cometieron asesinatos en masa, genocidios y deportaciones y fueron los causantes de una pérdida de vidas humanas y de libertad en el siglo XX, a una escala hasta entonces nunca vista en la historia de la humanidad; recuerda, asimismo, los atroces crímenes del Holocausto perpetrado por el régimen nazi; condena en los términos más enérgicos los actos de agresión, los crímenes contra la humanidad y las violaciones masivas de los derechos humanos perpetrados por los regímenes comunista, nazi y otros regímenes totalitarios».
Sin embargo, sería injusto creer que los pueblos que padecieron el nazismo y el comunismo se rindieron sin más. Desde el triunfo de los bolcheviques en 1917 hasta el hundimiento de las democracias populares en 1989, hubo quienes trataron de resistir. Algunos lucharon contra los comunistas y los nazis al mismo tiempo. Muchos acabaron en prisión, deportados o muertos. A millones los mataron de hambre o a balazos. Muchos sufrieron la muerte civil y el ostracismo, la injuria y la calumnia, el olvido y el descrédito. Entre los conspiradores del complot de 1944 contra Hitler, destacaron los miembros del Círculo de Kreisau, que agrupaba a católicos y protestantes.
En todos esos movimientos de resistencia a los nazis y los comunistas, hubo cristianos que lucharon no solo por patriotismo o por la libertad, sino también -y, en muchas ocasiones, sobre todo- por su compromiso con Cristo.
Hubo quienes lucharon con las armas en la mano. Recordemos, por ejemplo, a Jan Karski, testigo del Holocausto y a Hélie de Saint Marc, deportado a Buchenwald; a los polacos que se alzaron en Varsovia en 1944 y a aquellos que, al igual que tantos estonios, letones y lituanos, se echaron a la foresta para combatir al Ejército Rojo que ocupaba sus países. Los llamaron los Hermanos del Bosque y los Soldados Malditos.
Resistir era también escribir y hacer teatro, componer versos y música. Henryk Gorecki cantó el sufrimiento de Polonia y de Europa entera en la Sinfonía de las Lágrimas, que evocaba el sufrimiento en la Polonia ocupada por los nazis a través de unas palabras escritas en el muro de la prisión de la Gestapo en Zakopane. Eso son el comunismo y el nazismo: cárceles, fosas y campos.
Aleksandr Solzhenitsyn edificó en Archipiélago Gulag un edificio que conmovió al mundo. En él escuchamos los ecos de toda la literatura sobre el infierno concentracionario que padecieron Pável Florenski -sacerdote ortodoxo ruso, arrestado en 1933, enviado a un campo de concentración y asesinado en 1937- y Dietrich Bonhoeffer.
Los nazis y los comunistas fueron grandes censores y destructores de libros. Ahí está la gran quema de libros del 10 de mayo de 1933 en veintidós ciudades alemanas, en las que decenas de miles de libros fueron pasto de las llamas. En noviembre de 1940, el Ejército Rojo invadió Estonia. Los soviéticos dispusieron que los libros antisoviéticos y burgueses debían ser retirados. Unos 200.000 volúmenes fueron destruidos.
Así, era una forma de resistencia reproducir obras prohibidas y distribuirlas clandestinamente. Bastaba una delación para que toda la red de lectores se viese comprometida. En la URSS, a la literatura editada y distribuida de ese modo se la llamó “Samizdat” y se dio en toda la órbita comunista, desde el Báltico hasta el Oriente lejano de Rusia. Así difundieron las obras de autores prohibidos, disidentes y opositores como Solzhenitsyn.
Hubo movimientos de oposición y resistencia directamente inspirados por las creencias religiosas. Ellos hablaron por la boca del obispo Von Galen y del cardenal Mindszenty. Los miembros de la Rosa Blanca se opusieron a los nazis en coherencia con su fe y ese compromiso lo pagaron con la vida.
La famosa fotografía del abrazo entre Juan Pablo II y el cardenal Wyszynski tenía un significado muy profundo. Era el reencuentro de dos resistentes que habían enterrado a amigos y hermanos, a sacerdotes y a laicos, durante décadas. Ese seguimiento de Cristo le costó la vida a Jerzy Popiełuszko, como antes les había costado la vida a los mártires de Paracuellos del Jarama y a tantos otros muertos durante la persecución religiosa en España.
Durante su peregrinación apostólica a Polonia en junio de 1979 -el régimen comunista aún no había caído-, Juan Pablo II pronunció unas palabras que hoy deberían resonar con especial fuerza en nuestras conciencias y nuestra memoria. Recordó que «es suficiente revestir al hombre de un uniforme diverso, armarlo con instrumentos de violencia, basta imponerle la ideología en la que los derechos del hombre quedan sometidos a las exigencias del sistema… completamente sometidos, de modo que, de hecho, dejan de existir». He aquí lo que hacen los totalitarismos. He aquí cómo se oponen y resisten los cristianos.
La historia del nazismo y el comunismo es también la historia de esos cristianos de las resistencias que escribieron páginas de una belleza y una dignidad inolvidables. Es hora de recordar la defensa que aquellos hombres y mujeres hicieron, en toda Europa, de la dignidad del ser humano que los nazis y los comunistas pretendían pisotear y que Cristo había rescatado para siempre.
Es tiempo de recordar la oposición y la resistencia de los cristianos frente a los totalitarismos.
Con «Antifascismos 1936-1945» se lleva a cabo un repaso a la historia de este movimiento que deja a un lado tópicos y mitos. Tras la victoria en la Segunda Guerra Mundial, el comunismo trató de crear una nueva lucha ideológica olvidándose de las democracias liberales.