César Cervera | 17 de abril de 2021
Me encantaría ver una película española de historia en términos tan optimistas como los de Master and Commander, con un grupo de paisanos colaborando entre sí y mostrando algunas de las cualidades con las que lograron domar océanos y patear de arriba abajo un continente entero.
Master and Commander es una de esas películas que, aunque las emitan por enésima vez en la televisión, mantiene a los aficionados de la historia con los ojos abiertos como platos. Tiene todo lo que suele gustar a los amantes del género: Russell Crowe es sus buenos tiempos, camaradería de las que emocionan, un toque generoso de drama, patriotismo sin caer en la indigestión…. La cinta está basada en las populares novelas de Patrick O’Brian, que a su vez se inspiran en la vida del marino escocés Thomas Cochrane, y tiene la deferencia de no incluir a España, que sí aparece en los libros, como el poderoso enemigo a batir. Sin ir más lejos, el barco de mayores dimensiones y mejor diseño contra el que se enfrentan los británicos y al que solo pueden vencer con ardiles fue, en la biografía de Cochrane, la jabeque-fragata española El Gamo, de 30 cañones, comandado por el teniente de navío Manuel de Torres.
Y digo deferencia porque, si bien es cierto que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio (a los productores debió parecerles poco verosímil que la destartalada España pudiera fabricar barcos de un diseño tan avanzado), la verdad es que personalmente prefiero no ver en bucle otra derrota española en la gran pantalla. De eso ya se encarga ampliamente el cine patrio (1898, los últimos de filipinas; la batalla de Rocroi en Alatriste, las tropecientas películas sobre el Dorado…). Master and Commander se puede disfrutar sin escuchar los tópicos de siempre, aunque sea por omisión, y hasta genera una envidia que tiene poco de sana.
Confieso que me encantaría ver una película española de historia en términos así de optimistas, con un grupo de paisanos colaborando entre sí y mostrando algunas de las cualidades con las que lograron domar océanos y patear de arriba abajo un continente entero. De hacer caso a lo que suele contar el cine español, sería imposible comprender cómo un grupo de fanáticos embrutecidos, que se pasaban el día zurrándose entre sí, pudieron haberse puesto siquiera de acuerdo para sacar las carabelas de Palos de la Frontera…
No anhelo una ficción convertida en paseo triunfal, que siempre es soporífera, o un canto patriótico con la bandera española ondeando a cada metro, ni tampoco a un musculoso Blas de Lezo, dirigido por Mel Gibson, armado con metralleta y diciendo tacos contra los británicos. No. A mí me bastaría con una aventura que no repita palabra a palabra todos los estereotipos negativos que crearon los enemigos de la monarquía católica hace siglos y que los españoles actuales seguimos creyendo a pies juntillas. Me sacaría la envidia algo tan sencillo como que los españoles tuviéramos la personalidad y la autoestima de crear nuestras propias historias, nuestro propio tono, algo que ya se está haciendo en la novela histórica. Hacer ficción sin pensar en que el material con el que estamos trabajando es radiactivo, porque la realidad es que nuestro pasado no tiene nada de tóxico, o no más que el de otros países, y sí mucho de fascinante.
Fantaseando con un Master and Commander a la española, pienso en que, en vez de un bruto escocés que solo quiere guerrear y no duda en relegar una expedición científica en las islas Galápagos por razones bélicas, la versión española podría estar protagonizada por alguno de los almirantes científicos que nutrieron nuestra armada. Un Jorge Juan, el matemático, marino y espía que participó en una expedición naval entre 1736 y 1744 con la poco humilde misión de medir por primera vez la longitud del meridiano terrestre. O un Antonio de Ulloa, contemporáneo del anterior, que fue quien dio a conocer a Europa el platino, un elemento químico que halló en Esmeraldas (Ecuador). O incluso un José Solano y Bote, habilidoso marino, azote de los británicos, con profusos conocimientos de aritmética y cosmografía, que se recorrió los ríos Orinoco y Amazonas para dar con un mapa preciso de esta tierra inexplorada.
La batalla de Trafalgar, sobre la que orbita la trama de Master and Commander, es otro buen caladero para encontrar a estos personajes entre la ciencia y la guerra. Dionisio Alcalá Galiano sería otro candidato de honor a protagonizar la novela o la película que se tercie. Este marino ilustrado, astrónomo y cartógrafo murió estando al mando del navío de línea Bahama, que llegó a batirse a la vez contra dos y, ocasionalmente, contra tres navíos ingleses. Alcalá Galiano sufrió una contusión en una pierna, a la que siguió poco después un grave astillazo en la cara con mucha pérdida de sangre, pese a lo cual se negó a abandonar su puesto de mando. Una bala de mosquete le arrancó el catalejo de las manos y poco después otra le destrozó la cabeza. Su cuerpo fue ocultado bajo cubierta para evitar la desmoralización de la tripulación.
La muerte de este almirante vino a coincidir prácticamente con la de Cosme Damian Churruca, que falleció defendiendo en Trafalgar el navío de línea San Juan Nepomuceno tras una carrera naval tan dedicada a repartir estopa a los británicos como al estudio de las letras, la Historia Natural o la cartografía.
Y se me ocurre que, en vez de la guerra como eje de toda la trama, la acción podría girar en torno a alguna de las rutas comerciales con las que España conectó el mundo, véase el galeón de Manila o la Flota de Indias, o alguna de las muchas expediciones científicas que sufragó con dinero e intelecto. Solo o asociado a otras Cortes europeas, el país realizó 63 expediciones durante la Ilustración, más que ninguna otra nación. Todo ello porque ninguna otra se encontraba con un imperio tan extenso ni tantas posibilidades naturales a su alcance.
Si alguien piensa que el aspecto técnico de estas travesías podría abotargar la trama de acción de una historia a lo Master and Commander es porque no conoce las peripecias que superaron, por ejemplo, Alejandro Malaspina y José de Bustamante en su largo viaje por las costas de toda América, desde Buenos Aires a Alaska, y por el Pacífico, desde las Filipinas a Nueva Zelanda y Australia. Tan solo las conjuras que vivió Malaspina en la corte de Carlos IV darían para un par de temporadas de Juego de Tronos.
Curiosamente, el contrapunto científico al personaje interpretado por Russell Crowe, el ficticio médico y naturalista Stephen Maturin, al que encarna Paul Bettany, es en la obra literaria un irlandés católico hijo de un oficial del Ejército español y de una dama española. Más allá de que se le presenta como un firme partidario de la independencia catalana, lo cual resulta bastante anacrónico para un personaje de la segunda mitad del siglo XVIII, no deja de ser paradójico que el científico, el hombre racional en los mares, tenga sangre española. No podía ser de otra forma en la ficción y en la realidad.
Porque no han faltado grandes científicos o instituciones que cultivaran el saber en España, simplemente es que los hemos buscado enfundados en una bata blanca o debajo de manzanos y, en realidad, iban vestidos de oficiales de la Armada, pateaban junglas y bosques al encuentro de nuevas especies y algunos hasta eran clérigos, como el cartógrafo del siglo XVI Andres de Urdaneta. Ejército, marina y clero, justamente los últimos lugares en los que al prejuicioso mundo actual se le ocurriría buscar científicos. Mucho menos al cine, que otorgó Una mente maravillosa al propio Crowe solo cuando este se atrevió a llevar gafas.
La mentalidad y las técnicas permitieron a los navegantes y conquistadores españoles adelantarse a otras naciones varias décadas en hitos que, como el de demostrar la redondez del mundo, cambiaron la forma de vivir y entender la humanidad.