César Cervera | 17 de julio de 2021
Londres engordó con los beneficios llegados de una India cada vez más famélica, mientras que Madrid, más que crecer, retrocedió en comparación con el esplendor económico y cultural que alcanzaron Lima o México.
Las comparaciones entre la forma de proceder del imperio español y la del imperio británico son inevitables. Difíciles, odiosas y hasta ahistóricas, sí, pero inapelables dado el antagonismo existente entre ambas entidades y al hecho de que compartieron en muchos casos esfera geográfica y temporal. Por ejemplo, en América.
Se suele atribuir el fracaso colonial de Inglaterra en las 13 Colonias a que, a diferencia de España, ellos no encontraron imperios locales con unas estructuras políticas y materiales, véase el inca o el mexica, que se pudieran aprovechar en beneficio de los intereses europeos. Es cierto que más allá de México, al norte, las tribus estaban desorganizadas, había poca densidad poblacional y, en general, pocas posibilidades de un crecimiento explosivo para las nuevas ciudades fundadas; sin embargo, incluso en esta zona geográfica España fue capaz de controlar más kilómetros cuadrados y de desarrollar unos acuerdos más fructíferos con esas tribus dispersas. Cuando España finalmente abandonó Norteamérica, buena parte de los tratados con apaches y comanches seguían vigentes.
Una mayor capacidad de tratar con el diferente, algo probablemente heredado por los españoles del periodo que llamamos Reconquista, y la autonomía otorgada a estos virreinatos americanos y a sus habitantes brindó una ventaja a esta nación a la hora de abrirse paso por el Nuevo Mundo. Tanto en el norte como en el sur. Tanto en las zonas muy pobladas como en las menos… Los ingleses tuvieron, en cambio, serias dificultades para forjar lazos tan fuertes en América, lo que dio lugar a una economía asfixiada por Londres y a ciudades que no llegaron a despegar hasta que lograron la independencia. Tampoco los británicos mostraron mayores dotes para el mestizaje o para comprender al otro en su siguiente objetivo, la India.
La conquista del imperio británico de la India no admite una comparación directa con lo que hizo o dejó de hacer España en América. Primero, porque la situación política del mundo precolombino no tiene ni punto de comparación con lo que los británicos encontraron en la India, un territorio que cuando arribaron a principios del siglo XVII estaba fuertemente custodiado por viejas dinastías mongolas y persas. Segundo, porque los periodos históricos son muy diferentes (incluso lo son si se compara la llegada de Colón a América con la de los peregrinos del Mayflower). Y tercero, porque la propia frase de que el Imperio británico conquistó la India es completamente falsa.
En realidad, la India la conquistó una empresa privada, la Compañía de las Indias Orientales, aprovechando los privilegios comerciales concedidos por la Corona británica, que a pesar de todo siempre se ha presentado como el gran adalid del libre comercio mundial. Desde sus emporios comerciales en el golfo de Bengala, esta compañía fue aumentando su influencia a lo largo del siglo XVIII y, valiéndose de la superioridad de las tácticas europeas, ganó más y más poder político a costa de la anarquía provocada por la caída de los mongoles en Delhi. La compañía, de la que tenían participaciones gran parte de los lores británicos, llegó a tener un ejército más numeroso que el de la propia Corona y a controlar el destino de millones de almas en base a criterios únicamente económicos durante un siglo.
El resultado fue el saqueo, la violencia, la paralización de la actividad industrial, la falta de leyes y las hambrunas. Entre 1857 y 1900 se produjeron dieciocho hambrunas en la zona, con una cifra de muertos de veintiséis millones. Alertado por los peligros y la codicia de esta violencia corporativa, el Estado victoriano tuvo finalmente que cortar los desmanes de la compañía y anexionar la India. Tampoco se puede decir que con este cambio de dominio mejorara el bienestar de la población de la India, se revertieran las políticas de segregación entre británicos e indios o que se acabara con el problema del hambre en una región del mundo donde nunca habían faltado las buenas cosechas hasta entonces.
Se podría decir que la Compañía de las Indias Orientales era tan privada como los propios conquistadores españoles, que no dejaban de ser unos empresarios que arriesgaban su patrimonio para conquistar tierras valiéndose de capitulaciones firmadas con la Corona, con una capacidad de maniobra limitadísima en el Nuevo Mundo. La diferencia es que desde el principio los territorios conquistados en América pasaron a manos de la Corona, que buscó una forma de crear una sociedad mestiza, de cristianizar y de equiparar los derechos de los nativos con el resto de súbditos, mientras que en el caso de la India los reyes consintieron atropellos tan grandes como que la compañía prohibiera, por ejemplo, que los hijos de matrimonios mixtos ejercieran cargos en la administración o en el ejército colonial. En parte por desconocimiento, y en parte porque la idea de lo que vendría a llamarse colonialismo se estaba asentando en ese periodo y, con ello, las tesis racistas para respaldar la depredación de la parte «no civilizada» del mundo.
El colonialismo decimonónico entendía que las colonias eran sujetos a exprimir en beneficio de la metrópolis, cada vez más oronda, y que el paso por estos territorios satélites solo era un paréntesis, casi una penitencia, de los aventureros para regresar cuanto antes a casa con el bolsillo lleno de dinero. Sin duda el caso de la colonización de la India y de otros territorios de la esfera británica y francesa cumplen al dedillo con esta forma de proceder. Londres engordó con los beneficios llegados de una India cada vez más famélica, mientras que Madrid y otras ciudades peninsulares, más que crecer, retrocedieron en comparación con el esplendor económico y cultural que alcanzaron Lima o México a lo largo de los siglos.
A gente como Robert Clive, figura capital de la Compañía de las Indias Orientales, le faltó tiempo para salir por patas de Asia en cuanto forjó una millonaria fortuna, mientras que Francisco Pizarro murió en su querida Ciudad de los Reyes, Lima, y Hernán Cortés falleció en Sevilla intentando regresar, desesperado, a México. Pocos conquistadores volvieron a vivir a Europa o volcaron sus beneficios en su tierra natal…
Sí, cierto, son épocas diferentes. Zonas diferentes. Ideas de imperio diferentes. Motivaciones diferentes (la religión jugó un papel destacado en el caso de los españoles). Y hasta se puede señalar que, justamente cuando la Compañía de las Indias Orientales estaba exprimiendo la India, los últimos Borbones del siglo XVIII, Carlos III y Carlos IV, plantearon medidas para acercar su control de los territorios americanos al modelo británico y francés, buscando más réditos económicos y una relación más desigual. O que no fue lo mismo el modelo español en las Antillas que el que luego se desplegó en tierra firme. Hay mil matices, pero hacer una comparación a favor de España es tan inevitable como lo es ver un enorme agravio en la manera en la que se ha juzgado a ambos imperios.
Incluso los anglosajones, borrachos de Leyenda Negra, convencidos de que los españoles eran unos fanáticos que se habían abierto paso sobre un río de sangre, calibraron las acciones negativas de su imperio usando constantemente como medida a la Monarquía católica. Hacia 1771 el político y escritor Horace Walpole criticó así el dolor que estaban causando en la India la Compañía de las Indias Orientales:
«¡Somos peores que los españoles en el Perú! Fueron carniceros, pero, por más diabólico que fuera su empeño, lo fueron por principios religiosos. Nosotros hemos asesinado, depuesto, saqueado, usurpado. ¿Qué tenéis que decir al hecho de que la hambruna de Bengala, en la que han perecido tres millones de personas, haya sido provocada por el acaparamiento de alimentos de los funcionarios de la Compañía de las Indias Orientales? Todo esto va a salir a la luz a no ser que el oro que inspiró tales horrores pueda silenciarlo».
Lo que gustaban de omitir los británicos es que los españoles se plantearon muy pronto un debate al alto nivel sobre la legitimidad de la conquista, la necesidad de que la Corona frenara los abusos contra los indígenas y sobre el posible daño causado. Las Leyes de Burgos (1512) definieron de forma muy temprana que el indio tenía la naturaleza jurídica de hombre libre con todos los derechos de propiedad, que no podía ser explotado, aunque sobre el terreno no fueron pocas las ocasiones en las que se incumplieron estos términos. No faltó autocrítica cuando el imperio estaba rodando, ni cuando frenó… Aunque España perdió su imperio, la crítica permaneció y se fueron desvirtuando los acontecimientos.
También en esto hay un gran salto entre la forma de proceder española de la británica, que aún tiene pendiente un ejercicio de autocrítica por sus acciones en la India. Atribuirle toda la culpa a una compañía privada, como hicieron y siguen haciendo, suena a excusa de mal pagador. Hubo un juicio reiterado a la Compañía de las Indias Orientales, la cabeza de turco idónea y despersonalizada, pero no a lo que vino después, hambrunas y ruinas incluidas. Digo yo que alguien debe hacerse cargo del hecho incuestionable de que la renta per cápita de la India no subiera un solo chelín en el periodo que transcurrió entre 1757 y 1947. ¡Vaya casualidad que este periodo coincida justo con la presencia británica, la de la compañía y la de la Corona!
La afirmación de que España se equivocó de Dios en el Concilio de Trento es falsa. Es un mito considerar la Revolución científica como una consecuencia directa de la Reforma protestante.
La idolatría por los piratas está incrustada en la historia del mundo anglosajón, que, incapaz de determinar si fueron héroes o villanos, los categorizó como antihéroes a la mínima que se prestaron a favorecer sus intereses geopolíticos.