Javier Arjona | 17 de octubre de 2020
La respuesta popular al reclutamiento de reservistas con destino al norte de África se tradujo en una maniobra anarquista para culpabilizar a la Iglesia de los males que aquejaban a España.
Después de dos años de gobierno del Partido Liberal, periodo en el que se sucedieron, entre otras, las presidencias de Eugenio Montero Ríos y Segismundo Moret, el rey Alfonso XIII forzaba, en enero de 1907, un nuevo cambio de turno pidiendo al conservador Antonio Maura encabezar el Consejo de Ministros. Heredero del regeneracionismo de Joaquín Costa y continuista de las políticas de Francisco Silvela, el nuevo presidente, que ya estuvo al frente del Gobierno en 1904, puso en marcha su proyecto de «Revolución desde Arriba», con el que buscaba demoler el caciquismo, sanear la práctica electoral, asegurar el apoyo popular a la recién estrenada monarquía, y recuperar el prestigio exterior consolidando la posición española en el norte de África.
En este sentido, ya en la época de la reina Isabel II, y posteriormente durante la regencia de María Cristina de Habsburgo, se habían producido ataques desde las zonas de Yebala y el Rift a las ciudades de Ceuta y Melilla, respectivamente. Tras la llegada de Maura al Gobierno, en el sultanato de Marruecos se vivía una tensa calma después de que el emperador Guillermo II de Alemania hubiera provocado una grave crisis política al visitar Tánger en 1905, promoviendo la independencia de la región, en contraposición con los intereses de Francia y España. La Conferencia de Algeciras logró poner fin al conflicto un año después, al reafirmarse el control francoespañol y establecerse las bases para la formación de un futuro protectorado que, finalmente, cobraría forma tras la firma del Tratado de Fez en el año 1912.
La ciudad quedó a merced de una onda revolucionaria confusa por su aparente acefalia y por los concretos objetivos en que descargó su violenciaCarlos Seco Serrano
En el mes de julio de 1909, unos trabajadores que participaban en la construcción de un puente sobre el barranco de Sidi Musa, en la línea del ferrocarril minero entre Melilla y Beni Bu Ifrur, fueron atacados por un grupo de rifeños armados. Dada la falta de recursos militares con los que contaba la comandancia que dirigía el general José Marina, fue necesaria la movilización de tropas reservistas de la península, hombres casados y padres de familia, que removió los posos de aquel terrible 1898. Pero, además del error político, el ministro Arsenio Linares, titular de la cartera de Guerra, incurrió en un error militar, al desestimar la intervención tanto de una División Reforzada preparada a tal efecto como de la Brigada del Campo de Gibraltar. En su lugar, recurrió a los Cazadores de Barcelona, tocando la fibra sensible de una ciudad que desde finales del s. XIX ya había mostrado cierta predisposición al descontento social.
El embarque de los soldados en el puerto de Barcelona, el 18 de julio, tapizado de escenas de violencia, no hizo presagiar nada bueno. Unos días más tarde, se recibía la noticia del desastre del Barranco del Lobo, donde, tras una cadena de errores relacionados con el desconocimiento del terreno, el ejército español sufrió una emboscada con un balance superior al centenar de muertos y casi seiscientos heridos. La rápida movilización del Partido Socialista contra la guerra hizo que acabara estallando una huelga, con la que se iniciaba la denominada Semana Trágica de Barcelona. Como recoge Connally Ullman a partir del testimonio de Ángel Ossorio y Gallardo, entonces gobernador de Barcelona, en aquellos sucesos confluyeron dos procesos distintos: «La huelga general, cosa preparada y conocida, y el movimiento anárquico-revolucionario, de carácter político, cosa que surgió sin preparación».
Hasta Barcelona fueron llegando militantes y sindicalistas de distintos lugares de Cataluña, y el lunes 26 de julio se desató una huelga que habría de tener tintes dramáticos. Desde Gobernación, el ministro Juan de la Cierva instó al capitán general Luis de Santiago a declarar el estado de guerra, hecho que provocó la dimisión de Ossorio por estar en desacuerdo con aquella medida. Por espacio de tres días, según explica Carlos Seco Serrano, «la ciudad quedó a merced de una onda revolucionaria confusa por su aparente acefalia y por los concretos objetivos en que descargó su violencia». Curiosamente, aquella ofensiva de carácter sindical y obrero no se lanzó contra fábricas o palacios burgueses de la Ciudad Condal, sino contra las casas religiosas e iglesias, convertidas en chivo expiatorio de una complicada situación sociopolítica.
El historiador Jesús Pabón apunta a unas raíces de calado para explicar la reacción anticlerical de aquellos días en Barcelona: «Fructificaba espléndidamente en el trance la semilla lanzada a voleo por el radicalismo de Lerroux, y sembrada por Ferrer en el surco de la Escuela Moderna». En la misma línea, aunque desde posiciones ideológicas opuestas, Joaquín Romero Maura subraya el origen del radicalismo de aquellos actos como una maniobra bien orquestada por parte de la izquierda republicana: «La filosofía política del republicanismo achacaba en última instancia los males sociales a las deficiencias de una educación viciosa y al arraigo de ideas embrutecedoras […]. Y la institución más aferrada a esa interpretación, la que más constante y eficazmente la había difundido era la Iglesia». No será este sino el principio del anticlericalismo republicano latente en el siglo XX, que a partir de 1931 llegaría a su máxima expresión con Manuel Azaña al frente del Gobierno.
La aguerrida resistencia popular hizo responder con contundencia al Ejecutivo de Maura y el día 29 de julio la situación parecía estar bajo control. A principio de agosto, comenzaron a divulgarse las atrocidades y los sacrilegios cometidos durante la Semana Trágica, ante un clamor popular que exigía justicia y mano dura. Sin embargo, era necesario tener cierta altura de miras para evitar que se volvieran a encender las ascuas revolucionarias. Como le expresó Francesc Cambó a Juan de la Cierva, «si no se hermana la prudencia con la energía, dentro de algunas semanas la opinión se habrá olvidado de los sucesos de julio para recordar sólo las equivocaciones de la autoridad». Dentro de este espíritu de control de la situación, las condenas a muerte fueron reducidas de diecisiete a cinco personas, y entre las que no se conmutaron se encontraba la del librepensador anarquista Francisco Ferrer Guardia.
La Semana Trágica arrojó un balance de decenas de civiles y militares muertos y se quemaron más de sesenta edificios religiosos, además de profanarse las tumbas en varias de iglesias y conventos de Barcelona. Es curioso que Niceto Alcalá-Zamora, entonces diputado liberal y fervoroso defensor de la Iglesia, en sus memorias apenas haga referencia a las atrocidades cometidas por aquella oleada anarquista y, sin embargo, sí se pronunciase contra Maura de manera crítica sobre el proceso a Ferrer: «Perfecto en la ritualidad de curia, ante el parecer de un abogado, inconcebible en un gobernante obligado a saber que la represión con trámites forenses se perdona menos y se aborrece más que la violenta con las armas en las manos». Ante la deriva de los acontecimientos y la presión ejercida por Moret al frente de la oposición liberal, el presidente Maura acabó siendo cesado por el rey Alfonso XIII al comenzar el otoño de 1909.
Manuel Azaña e Indalecio Prieto retorcieron a su antojo la Constitución de 1931 para forzar la aplicación del artículo 81, deponer al presidente de la República y dominar así todas las instituciones del Estado.
No había pasado ni un mes desde la proclamación de la Segunda República cuando comenzó la quema de conventos en España. La prensa, en especial El Debate y ABC, sufrió la censura y no se pudo contar todo.