Diego Vigil de Quiñones | 18 de enero de 2021
De uno y otro podemos aprender cómo llevar el triunfo y el fracaso. Algo muy necesario, pues en ocasiones nos queremos limitar a imitar los triunfos, olvidando los fracasos que los suelen acompañar por el camino.
En esta semana se cumplen tres años del fallecimiento de Luis María Mendizábal. Se trata, probablemente, del jesuita más relevante de la España del último medio siglo. Su trayectoria siempre me ha llamado la atención, no solo como maestro de vida espiritual, sino también como referente a la hora de hacer las cosas. Especialmente a la hora de afrontar los éxitos y fracasos que, como cristianos, vivimos a lo largo de nuestro caminar. El padre Mendizábal logró un ascenso meteórico en los primeros años de su vida. Considerado uno de los mejores alumnos de teología de la Europa de mediados del siglo XX (según Karl Rahner, el mejor que tuvo en su vida), alcanzó la cátedra de Teología espiritual de la Gregoriana muy joven.
Sin embargo, en un momento determinado fue privado de tal cargo, y destinado a España, donde realizó una labor fecunda y callada, primero en Madrid y luego en Toledo. Ya al final de su vida, los frutos de aquella labor comenzaron a llamar la atención. Y el padre, que durante años se empeñó en no salir en la foto (literalmente: no dejaba hacerse fotos con él), es hoy uno de los autores estrella de la BAC (Biblioteca de Autores Cristianos), y es recordado y venerado por toda una generación de religiosas y sacerdotes en cuya vocación resultó fundamental.
El fracaso de un cristiano
Agapito Maestre
Tecnos
304 págs.
20€
La tensión entre el éxito y el fracaso que se observa en la vida del padre me lleva necesariamente a pensar en otra figura también muy importante para mí: Ángel Herrera. Como es sabido, Herrera es una de las mayores figuras de la Iglesia de España del siglo XX, considerado todo un modelo de éxito en la evangelización. Sin embargo, hace poco se publicó una reflexión del Dr. Agapito Maestre bajo el título Angel Herrera, el fracaso de un cristiano. En dicho ensayo, Maestre repasa la maravillosa obra que llevó a cabo Ángel y cómo la misma terminó en gran cantidad de ocasiones en fracaso: se promovió un fuerte catolicismo social que templase los ánimos en un momento de cambios fuertes, como fue la Segunda República, y la cosa acabó en una guerra y con el líder del partido que Herrera promovía exiliado, el periódico que dirigió extinguido, y otra forma de hacer, el nacionalcatolicismo, en auge y posterior declive.
Si se repasa la vida de Herrera, se sabrá que esos fracasos que destaca Maestre no son los únicos. En otras muchas de las obras de Herrera se produjo un resultado diferente o peor del que Herrera había soñado. Para más información, puede leerse la biografía de José María García Escudero De periodista a Cardenal, editada por la BAC.
Mendizábal nos muestra en carne propia la paradoja de la Cruz que sirve de música de fondo al cristianismo durante su historia, y que bien puede ser tenida en cuenta para desconfiar de los éxitos, y confiar en Dios en los fracasos
Vista la obra de Herrera en relación al caso de Mendizábal, hay unas diferencias de momento muy importantes. Herrera emprende en un momento en el que la comunión de la Iglesia era mucho más sencilla, y se manifestaba en una organización mucho más compacta. La Asociación Católica de Propagandistas que Herrera promovió se hizo a impulso de una Compañía de Jesús muy fuerte y con todo el apoyo de la Iglesia jerárquica. Ello explica la fácil y rápida expansión, manifestada en que El Debate fue diario líder en poco tiempo (bien es verdad que no solo por ser católico, sino ante todo por ser bueno), y la CEDA ganó las elecciones en su primera comparecencia.
Si hoy hubiese alguien que lograse el resultado de Herrera, más allá del efecto que se produjese (el fracaso que destaca Maestre), sería visto como un triunfo. Un triunfo en la lógica de las almas movilizadas, de la cantidad de cosas logradas… Y, sin embargo, terminó a largo plazo en fracasos (y tal vez por ello la huida del triunfalismo de muchos buenos cristianos de hoy en día).
A Mendizábal le tocó en cambio vivir una Iglesia más convulsa que la de Herrera. La reforma posconciliar, que dio lugar a muy distintas interpretaciones, había hecho que no fuese todo tan compacto como antes. La unidad de acción se había perdido. Por otra parte, el mundo era otro: pasado el Mayo del 68, aquella forma tan apolínea de organizar la vida de la primera mitad del XX se había terminado, y ahora eran de otro tipo las organizaciones. Organizativamente, la realidad de la Iglesia tendía en tiempos de Mendizábal más al fracaso inmediato, propio de los primeros cristianos, que a esos triunfos organizativos de otras épocas. Mendizábal pagó el momento en sus propias carnes: del triunfo de ser catedrático en la Gregoriana fue postergado a puestos más discretos. Una «degradación» y cuasi destierro que en realidad se repite cuando es pasado de Madrid a Toledo, por muy bonito que Toledo nos parezca.
Pero desde ese «destierro», el Espíritu fue bendiciendo… Y la impresión que tenemos del padre al final de su vida es la del triunfo de muchos discípulos, de muchas vocaciones, de una obra grande animada por él que ha ido dando frutos muy abundantes. Un resultado final bastante más satisfactorio que el ocurrido con Herrera y que, si alguien escribiese un ensayo biográfico, podría dar lugar perfectamente a que se titulase, como reverso del título de Maestre sobre Herrera que me sirve de pretexto, el triunfo de un cristiano.
Pero ojo, no se debe olvidar que estos triunfos partieron del fracaso de ser «degradado» dos veces y retirado de la primera plana. Una primera plana que sí fue éxito inicial de los fracasos a posteriori de Herrera. Con lo cual Mendizábal nos muestra en carne propia la paradoja de la Cruz que sirve de música de fondo al cristianismo durante su historia, y que bien puede ser tenida en cuenta para desconfiar de los éxitos, y confiar en Dios en los fracasos. En palabras de san Pablo, «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,10).
Ambas figuras resultan muy interesantes para el momento presente, pues ambos vivían una admirable interioridad, e insistían mucho en anteponer el alma de las cosas a su cuerpo (a decir de Herrera, la ACdP tiene un cuerpo desproporcionado al tamaño de su alma). De esa común interioridad se podría intuir que, si Herrera hubiera tenido que bregar en tiempos menos triunfalistas como los presentes, se habría parecido bastante, en itinerario espiritual y salvando las distancias de los diferentes carismas de uno y otro, al padre Mendizábal. De uno y otro podemos aprender cómo llevar el triunfo y el fracaso. Algo muy necesario, pues en ocasiones nos queremos limitar a imitar los triunfos, olvidando los fracasos que los suelen acompañar por el camino. Fracasos que muchas veces son el camino de Dios, que estos dos gigantes de vida interior supieron discernir con mucho acierto.
Fue la voz más recia del catolicismo español del siglo XX. Líder comprometido y polifacético, encarnó la justicia social, una misión que alimentó con su intensa vida espiritual.
El pensamiento cristiano, también el político, se equivoca si plantea primero sus inquietudes y propuestas para después intentar forzar la fe a avenirse a tales ideas con exégesis petulantes.