Aquilino Duque | 18 de julio de 2021
El argentino Marcelo Gullo publica un libro que rebate los tópicos negrolegendarios sobre España y pone en valor el legado de la Hispanidad.
Cuando Marcelo Gullo vino a Sevilla a dictar una conferencia en el aula de grados de la Facultad de Derecho y me preguntó cómo la titularía, yo le sugerí el título de La Madre Patria como caso práctico de subordinación pasiva. Ese concepto, el de subordinación pasiva y su opuesto, el de insubordinación fundante, constituían el hilo conductor de la argumentación desarrollada en su libro Relaciones internacionales. Una teoría crítica desde la periferia suramericana, cuya lectura tenía yo muy reciente desde que el profesor Gullo me lo dio como carta de presentación el día que nos conocimos en Buenos Aires. Ese libro me interesó en seguida, pues sus ideas eran en cierto modo complementarias de mi reciente «descubrimiento», por no decir «revelación», en la Madre Patria de María Elvira Roca Barea, de quien por cierto hablaría, junto a otros santos de mi devoción como Octavio Paz y mi anfitrión Alberto Buela, en la Academia Argentina de Ciencias en una conferencia titulada Metapolítica de la Hispanidad. La «subordinación pasiva» definía a la perfección la situación de España en la Unión Europea, encuadrada como estaba a la sazón para más inri en el grupo de los P. I. G. S. (Portugal, Italy, Greece, Spain).
Madre patria
Marcelo Gullo Omodeo
Espasa
560 págs.
21,90€
Lo que dijo Marcelo Gullo no dejó de chocar a algunos jóvenes alumnos que se limitaron a abandonar el aula, hecho que no dejaría de destacar la prensa local. Y es que lo que dijo era todo lo contrario de las «ideas adquiridas», que diría Flaubert, por las generaciones adoctrinadas, no ya bajo el sistema vigente, sino en los últimos años del régimen anterior, cuando lo que yo llamo el «espíritu inmundo del 68» se introdujo en las aulas a la vez que «el humo de Satanás» lo hacía en los templos de la Cristiandad. Ese adoctrinamiento ha sido general en Occidente, desde que dejó de llamarse Cristiandad, un adoctrinamiento que rechazaba la España en la que transcurrieron mis años de formación y aprendizaje, un aprendizaje y una formación que serían anatema en una España que renegaba de sí misma, como dije en la Universidad de Roma en 1979 en el recordatorio de un hispanista italiano desaparecido diez años atrás, cuando en España aún se sostenía aquello de que «ser español es una de las pocas cosas serias que cabe ser en el mundo».
Mis años universitarios en Sevilla fueron de vecindad con la Escuela de Estudios Hispanoamericanos y la primera beca que obtuve fue para un curso de verano en la Universidad de La Rábida. Tanto en La Rábida como en la Escuela y en la Universidad inicié una convivencia, reforzada con el intercambio de libros, con paisanos de César Vallejo, de Neruda y Huidobro, de Guillén y Ballagas, de Lugones, de Borges, en la estela todos de mi pasión adolescente por Nervo y por Darío. Esa convivencia se ampliaría en Cambridge y en Dallas, y en el par de temporadas que viví la bohemia madrileña, fui asiduo del bar y de las salas de conferencias del Instituto de Cultura Hispánica, donde conocí entre otros al cubano Gastón Baquero y al nicaragüense Coronel Urtecho.
Un medievalista español comentaba que estaba esperando que alguien le explicara qué era eso de la Hispanidad, y yo le dije que algo gracias a lo cual yo me había ganado la vida, y que eso se lo debía a los conquistadores de América. Y es que, al constituirse la Organización de las Naciones Unidas, la lengua de la América española contaba y pesaba tanto como las otras cuatro lenguas oficiales de la Organización.
El mero hecho de titular Madre Patria un libro de este porte es ya de por sí un cartel de desafío y, aun más lo es lo que se dice en cerca de quinientas páginas, por las que desfilan los que en la América española reivindicaban, pensaran como pensaran, el legado virreinal de la conquista y la evangelización frente a los criterios de explotación colonial impuestos a partir del XVIII. Hay que remontarse a los tiempos de la mal llamada «guerra de la independencia» americana, que no fue otra cosa que una guerra civil entre españoles peninsulares y ultramarinos, muchos de cuyos caudillos habían sido compañeros de armas en la propiamente dicha «guerra de la independencia» librada en la península contra Napoleón. En esa guerra los más contrarios a la independencia eran los indios y las clases bajas que no habían tenido la oportunidad de ponerse a la altura de los tiempos en las logias masónicas del Norte y de Europa, a diferencia de los criollos de las clases altas y muchos de los militares en liza. No tardarían los más caracterizados de éstos en darse cuenta de que los grandes beneficiarios eran los grandes bancos y los imperios depredadores de siempre.
De bien poco sirvió a Bolívar encargar a su agente en Londres, el botánico Francisco Antonio Zea que, a la vez que negociaba los consabidos empréstitos británicos, se entrevistara con el duque de Frías, embajador de España en el Reino Unido, y de menos aún a San Martín su cordial encuentro en Punchauca con el virrey La Serna, pues tanto Fernando VII como los señores del Trienio Constitucional tenían bastantes problemas en la península como para echarse encima los de Ultramar.
Al reflexionar sobre aquel mosaico en que los «imperios depredadores» habían fragmentado lo que habían sido los virreinatos del Imperio, ampliados por el único Borbón que medio se salva, que es Carlos III, son muchos y de muy variada ideología los hispanoamericanos insignes que han tratado de luchar por la unión de la América española, a la que la Modernidad ha tratado siempre con el mismo desdén que a la Madre Patria. Entre todos los nombres que, encabezados por los federales argentinos Juan Manuel de Rosas e Hipólito Yrigoyen, enumera Gullo, quisiera yo destacar al mexicano José de Vasconcelos, aunque sólo sea porque hace años y hallándome en Ginebra y a propósito de la guerra de las Malvinas, me apoyé en él para decir que la Pérfida Albión nos había infligido en el Atlántico Sur un nuevo Trafalgar.
La leyenda negra tiene en el siglo XX un apéndice, y ya va siendo hora de que alguien se ocupe de extirparlo
No fue pues muy distinto el comportamiento del Gobierno español de ese momento al de los del Trienio Constitucional con el «Deseado» a su cabeza. Y es que lo que importaba en la Madre Patria era la implantación del engendro de las autonomías, fiel reproducción a escala de la piel de toro del desguace en que desembocó la guerra civil de la América española. A estos efectos citaba yo a Vasconcelos cuando decía: «Los creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin saberlo, los mejores aliados del sajón… El despliegue de nuestras veinte banderas de la Unión Panamericana de Washington deberíamos verlo como una burla de enemigos hábiles». Y yo añadía por mi cuenta: «Como una burla de enemigos hábiles debería ahora ver la madre patria el despliegue de banderas del Estado de las Autonomías».
También la Madre Patria tuvo su guerra civil ya bien entrado el siglo XX, una guerra cuyo desenlace puso al día todos los tópicos de la leyenda negra, aplicados por supuesto al bando vencedor. Este bando no sólo perdió la batalla de la propaganda, sino que, al concluir la guerra mundial de la que quedó al margen, logró salir adelante a pesar del «cordón sanitario» en que pretendieron encerrarla los vencedores en esa guerra, secundados por la «crema de la intelectualidad», con honrosas excepciones como el citado Vasconcelos, que desde el primer momento entendió el significado del Alzamiento Nacional.
Otro que rompió ese «cordón sanitario» fue el general Perón en los años difíciles de la trasguerra. Los españoles que en la zona nacional no habíamos carecido de nada hicimos como los alemanes a la caída del Muro Antifascista de Berlín a ver si entre todos sacábamos la patria adelante. Lo mucho o lo poco que tuviéramos hubimos de compartirlo con los que estuvieron privados de casi todo mientras duró la guerra, como con ellos hubimos de compartir las cartillas de racionamiento, introducidas antes en la zona roja donde a las lentejas llamaban «las píldoras del doctor Negrín». La ayuda de Perón no es de extrañar cuando se lee su discurso del Día de la Raza de 1947 en la Academia Argentina de Letras. Debió de ser por esos años cuando nuestro embajador don José María de Areilza hizo entrega en la Escuela Superior de Guerra de Buenos Aires, donde Gullo por cierto ejerce de profesor, de una maqueta en bronce de las ruinas del Alcázar de Toledo.
En su prólogo al libro de Charles F. Lummis. Los exploradores españoles del siglo XVI. Vindicación de la acción colonizadora española en América, alude don Rafael Altamira a «la persistencia que tienen los prejuicios cuando se apoderan de la inteligencia humana y se convierten en tópicos comunes». Siento decir que algo de esto es lo que le pasa a Marcelo Gullo cuando alude a la España que acogió a Perón en su exilio y le dedicó en Madrid una avenida importante en esta España sobre la que se ciernen las mismas amenazas que provocaron la guerra civil. Lo menos que puedo decir sobre lo que dice del soborno de los generales «franquistas» es que ninguno de ellos vio un penique de los miles o millones de libras esterlinas que sin duda desembolsó el Tesoro de Su Majestad británica, con los que debió de pasar algo así como lo que en tiempos más recientes pasaría con los millones destinados a los trabajadores en Andalucía.
En Dallas estaba yo, y rodeado de hispanoamericanos, cuando nos llegó la noticia del ingreso de España e Italia en las Naciones Unidas gracias al cambalache llamado Package deal entre la Democracia Imperial y el Imperio Soviético. En esa ocasión se volcaron a favor de España los países hispanoamericanos, con la excepción de Cuba, que se abstuvo, Guatemala, México y Uruguay, que por algo definía Foxá como «Los Estados Pontificios de la Masonería». Nótese que también nos votó Argentina, y eso que Perón había sido derrocado el 21 de septiembre. De la Argentina dijo también Vasconcelos: «La Argentina será el faro de la noche hispanoamericana… Dios la bendiga por siglos».
En estos tiempos inciertos ese faro está más bien apagado y, en cuanto a la Madre Patria, no la conoce «ni la madre que la parió», como sabe muy bien el prologuista de este libro. La leyenda negra tiene en el siglo XX un apéndice, y ya va siendo hora de que alguien se ocupe de extirparlo. Nadie más capaz que Marcelo Gullo, este mismo Marcelo Gullo que tiene el valor de enmendarle la plana al olímpico Ortega y Gasset al afirmar que «Europa es el problema y la Hispanidad su solución».
Aunque la izquierda está empeñada en encasillarla en la batalla ideológica habitual izquierda-derecha, Elvira Roca tiene claro que sus denuncias sobre la pervivencia de la leyenda negra entre nosotros, y sobre las nefastas consecuencias que tiene en nuestra capacidad para avanzar y construir algo juntos, apuntan hacia un problema transversal de todas las ideologías y los partidos.
La «fracasología» se distingue de la hispanofobia en que los que incurren en ella son exclusivamente españoles.