Javier Arjona | 19 de septiembre de 2020
Manuel Azaña e Indalecio Prieto retorcieron a su antojo la Constitución de 1931 para forzar la aplicación del artículo 81, deponer al presidente de la República y dominar así todas las instituciones del Estado.
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El 11 de diciembre de 1931, casi ocho meses después de la proclamación de la República, un brillante abogado de provincias, nacido en Priego de Córdoba y curtido en política durante más de dos décadas en las filas del Partido Liberal, veía cumplido su sueño de ascender a la más alta magistratura del Estado. Tras recibir de manos de Alejandro Lerroux el gran collar de Isabel la Católica, y convertirse oficialmente en el primer presidente de la Segunda República, Niceto Alcalá-Zamora salió aquel día en coche descubierto, acompañado por Julián Besteiro, en dirección al Palacio de Oriente, recorriendo las calles de una capital que lo recibía exultante. Era el colofón a una brillante carrera política iniciada en 1906, que, bajo la monarquía alfonsina, lo había llevado a ocupar las carteras de Fomento y Guerra en dos de los Gobiernos presididos por Manuel García Prieto.
Según rezaba el artículo 71 de la recién estrenada Constitución, el jefe del Estado tendría un mandato de seis años de duración que concluiría, por tanto, a finales de 1937. Las atribuciones del presidente de la República, establecidas en los siguientes artículos, iban desde la designación del presidente del Gobierno o la ratificación de sus ministros, hasta la capacidad de disolver el Parlamento para convocar elecciones generales, aunque con la limitación de poder hacerlo únicamente en dos ocasiones durante el citado mandato. La segunda de estas disoluciones podría ser revisada por las Cortes y, si la mayoría absoluta de la Cámara la encontrara injustificada, según establecía el artículo 81 se podría iniciar un proceso para la destitución del presidente de la República. En todo caso, el proceso directo para deponer al jefe del Estado consistía simplemente en apelar al artículo 82, necesitando entonces nada menos que tres quintos de los diputados para aprobar la moción.
Azaña y Prieto, los coautores de aquel disparate, no obedecían a la Constitución, sino que la doblegaban a sus intereses políticosSalvador de Madariaga
La primera etapa de gobierno, la correspondiente al bienio reformista, liderada por Manuel Azaña, concluyó en septiembre de 1933, una vez que las insurrecciones anarquistas y, en concreto, los sucesos de Casas Viejas como espejo social de una incipiente crisis económica, agostaron la capacidad del Ejecutivo de hacer frente a la complicada situación. Don Niceto buscó entonces un relevo en el Gobierno, primero con Alejandro Lerroux y después con Diego Martínez Barrio, con la intención de preparar la convocatoria de nuevas elecciones. Sería teóricamente la primera de las disoluciones del Parlamento que podía llevar a cabo como jefe del Estado, aunque como las Cortes eran aún las Constituyentes, estaba en discusión si computaba o no a tal efecto. En todo caso, los ministros de Martínez Barrio, al aprobarse el decreto, dieron su conformidad a que la disolución de las Cortes no debía contar como ordinaria.
Después de dos años de la etapa de gobierno conocida como radical-cedista, y tras varios escándalos de corrupción que se cebaron con el Partido Radical de Alejandro Lerroux, en enero de 1936 se publicaba en La Gaceta un nuevo decreto de disolución de las Cortes. Se convocaron nuevos comicios, a los que concurrió una izquierda liderada por Manuel Azaña y reagrupada en el denominado Frente Popular, que, tras provocar numerosos disturbios en el proceso electoral, falsificación de actas incluida, acabó consiguiendo una sorprendente e inesperada mayoría absoluta en el Parlamento, que aupó al alcalaíno a la presidencia del Gobierno.
Varias semanas después, el nuevo Gobierno ponía sobre la mesa la cuestión de la reprobación de Alcalá-Zamora, alegando que la disolución de enero fue la segunda y que no estaba justificada, a pesar de haber logrado recuperar el poder gracias a ella. Tal y como le dijo José María Gil-Robles al propio Azaña en el debate parlamentario, si la disolución del Parlamento fue ilegítima, entonces las Cortes posteriores también habrían de serlo por ser consecuencia de aquella y, por tanto, no habría lugar a una votación en el Parlamento para determinar el cese del presidente.
El ideólogo de la destitución de Alcalá-Zamora fue Manuel Azaña y el brazo ejecutor un Indalecio Prieto que se ocupó de presentar en las Cortes una propuesta para la consideración de una segunda disolución, la realizada en enero, y otra posterior para cuestionar la decisión del presidente de la República. Como explica Alcalá-Zamora en sus diarios, los verdaderos motivos de forzar la aplicación del artículo 81 eran, por un lado, el ansia de la izquierda por hacerse con el poder completo a toda costa, eliminando así un reducto de imparcialidad que dificultaba constantemente sus planes y, por otro, su condición de creyente practicante, aun siendo liberal, demócrata y tolerante. Salvador de Madariaga lo explicaría de manera muy clara en estos términos: «Azaña y Prieto, los coautores de aquel disparate, no obedecían a la Constitución, sino que la doblegaban a sus intereses políticos: el poder preferido a la justicia; el sujeto al objeto; los individuos a las instituciones. La Constitución, ganzúa para abrirle a Azaña la puerta de la presidencia».
En la mañana del 8 de abril de 1936, Niceto Alcalá-Zamora se convertía en un simple ciudadano de cincuenta y ocho años de edad. Casi un mes después, una Asamblea de Compromisarios elegía a Manuel Azaña como nuevo jefe del Estado y Santiago Casares Quiroga asumía la presidencia del Gobierno. En apenas tres meses de gobierno del Frente Popular, se había decretado la amnistía de los condenados por la Revolución de Octubre de 1934, excarcelado a Lluís Companys y restituido la autonomía de Cataluña, y, mientras se comenzaban a reactivar las leyes derogadas en la etapa radical-cedista, los militares más críticos fueron apartados de los primeros cargos y enviados lejos de la capital. Ante la inacción del Gobierno, entre los meses de abril y julio se recrudecieron los enfrentamientos en las calles, arrojando un balance de cerca de cien muertos y, tras el asesinato de José Calvo Sotelo, líder del partido monárquico Renovación Española, la sublevación del ejército de África supuso el comienzo de la Guerra Civil.
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