Antonio Miguel Jiménez | 20 de mayo de 2021
Los piqueros suizos comandados por Anne de Montmorency sufrieron por primera vez la lluvia de fuego y plomo que cambiaría el curso de la guerra moderna.
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El 27 de abril de 1522 tuvo lugar una batalla a las afueras de la ciudad de Milán, en una zona conocida como Bicocca y que se haría famosa a partir de este choque. El enfrentamiento estuvo inserto en el mosaico bélico de las guerras italianas de finales del siglo XV y principios del XVI. En Bicocca, como se había hecho ya costumbre desde los días de Ceriñola y Garellano unos 20 años antes, la victoria la obtuvieron los españoles y sus aliados. Pero lo que no debe pasar desapercibido es cómo obtuvieron la victoria las tropas de la Monarquía Hispánica, junto a las tropas imperiales, pontificias y milanesas, frente a las francesas, venecianas y suizas.
Prospero Colonna, el condotiero italiano que ya había comandado tropas al servicio hispánico bajo el mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, en los famosos lances de Ceriñola y Garellano, en tiempos de los Reyes Católicos, comandaba en esta ocasión los ejércitos del nieto de aquellos, Carlos V. Y no lo hacía solo. Lo acompañaban el napolitano, de origen español, Fernando de Ávalos, marqués de Pescara, al mando de un curtido cuerpo de soldados españoles, en su mayoría arcabuceros, y el capitán de lansquenetes bávaro al servicio de los Habsburgo Georg von Frundsberg. En torno a 15.000 o 18.000 efectivos había conseguido reunir Colonna en Milán, recientemente tomada a los franceses.
Estos, comandados por Odet de Foix, vizconde de Lautrec, aglutinaban entre sus filas tropas no solo francesas, sino también venecianas, además de cuerpos mercenarios italianos, como el de Giovanni de Médicis, con sus famosas Bandas Negras, y un inmenso cuerpo de piqueros suizos. Entre 27.000 y 30.000 hombres formaban el campo franco-veneciano.
Colonna, conocedor de su inferioridad numérica, no se quedó en Milán: el corte que los franco-vénetos harían en sus líneas de comunicación y abastecimiento sería desastroso para los defensores. Por ello, salió de la plaza y se atrincheró fuera, a unos 6 kilómetros de la ciudad, en el campo de Bicocca, donde el máximo aprovechamiento de la orografía que brindaba el terreno sería determinante para el resultado de la batalla. Tras reconocer el campo, Colonna estableció su posición flanqueada por dos acequias: una a su izquierda y otra a su retaguardia; a su derecha, una zanja inundada paralela al camino que conducía a Milán desde Monza y que solo podía cruzarse por un puente en la retaguardia de los imperiales; al frente, un hondo camino que, con un murete debidamente construido, los arcabuceros y piqueros españoles convirtieron en una posición casi inexpugnable.
Así pues, Colonna situó a los arcabuceros españoles en primera línea, en el parapeto construido sobre el camino, comandados el marqués de Pescara, formando en cuatro escuadrones la infantería española, junto a los lansquenetes en una segunda línea. Finalmente, Colonna se percató del puente que había en su retaguardia y que cruzaba la zanja inundada, destacando infantería y jinetes ligeros españoles al mando de Antonio de Leyva.
Cuando el vizconde de Lautrec apareció en el lejano horizonte y sus tropas de reconocimiento lo avisaron de la posición tomada por los imperiales, pensó en seguir otro plan, pero en ese momento surgió el problema que causaría la debacle: los mercenarios suizos llevaban mucho tiempo sin cobrar y amenazaron a Lautrec con que, si no se enfrentaban allí mismo contra las tropas imperiales, regresarían a sus cantones. Al vizconde no le quedó elección.
Las tropas franco-venecianas y las compañías mercenarias de suizos e italianos avanzaron y tomaron posiciones. En cuanto estuvieron a tiro, la artillería imperial, poco numerosa pero de calidad y bien posicionada, comenzó a cañonear. Los primeros en llegar al combate contra los imperiales fueron las Bandas Negras de Giovanni de Médicis, repelidos por la caballería ligera del marqués de Pescara. Tras la retirada, aparecieron las temibles filas de piqueros suizos, con el noble francés Anne de Montmorency a la cabeza: la situación se complicaba para los de Colonna. Pese a ser batidos por la artillería imperial, la línea suiza no se rompía y avanzaba inquebrantable hacia el parapeto donde se encontraban los arcabuceros españoles. La situación era crítica: un ataque frontal de piqueros suizos era devastador, pocos podrían aguantarlo.
Pero una sucesión de acontecimientos cambiaría el curso de la batalla y las reglas de la guerra en Europa. Una ligera pero continuada cuesta iba cansando poco a poco a los suizos, portando pesadas armaduras, picas y alabardas. Al final de la ligera elevación se encontraba la hondonada en el camino, y al frente, miles de cañones de arcabuz apuntándolos, con la mecha encendida. Cuando el marqués de Pescara dio la orden, una cortina de fuego y plomo se abatió sobre los suizos, que siguieron avanzando. No habían terminado de descender la hondonada cuando otra salva los aplastaba; y luego otra. Fernando de Ávalos había ordenado que, mientras las primeras líneas disparaban, las demás cargasen y se preparasen para disparar. No había, apenas, solución de continuidad entre descarga y descarga, y los suizos caían a centenares.
Solo uno de los escuadrones de piqueros llegó al parapeto. Pero, al hacerlo, se silenciaron los disparos. En su lugar, los lansquenetes de Georg von Frundsberg esperaban portando enormes partesanas y titánicas zweihänder (mandobles). Tras un choque brutal, los suizos se batieron en retirada. Pero mientras en vanguardia las tropas de Colonna destrozaban a los suizos comandados por Anne de Montmorency, el señor de Lescun, hermano del vizconde de Lautrec, junto a Giovanni de Médicis y las Bandas Negras, estaban flanqueando la posición imperial por la retaguardia tras superar las fuerzas allí apostadas por Colonna. Pero, de nuevo, ocurrió lo inesperado: mientras Antonio de Leyva y su caballería se dirigían a hacerles frente, por la retaguardia de Lescun y Médicis apareció una imponente fuerza que, desde Milán, lideraba Francesco II Sforza. Atraparon a las tropas de Lescun y Médicis entre dos fuegos, infligiéndoles severas bajas hasta que huyeron.
En el frente, el marqués de Pescara intentó una persecución de los suizos que no tuvo éxito, pues Giovanni de Médicis, con los restos de Bandas Negras, se encontraban llegando del fiasco de la retaguardia, y cubrieron la retirada suiza. Tras unas dos horas de encarnizada lucha, más de 3.000 suizos yacían sin vida en la hondonada, bajo el parapeto, casi todos ellos debido al plomo de algún arcabucero español que, sin saberlo, acababa de cambiar el curso de la guerra moderna.
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