César Cervera | 20 de junio de 2020
El revisionismo y gran parte de los ataques a figuras históricas como Cristóbal Colón esconden una tradición de desprecio y racismo hacia la comunidad italiana en Estados Unidos.
No se sabe si es porque en ciertos sectores políticos han visto una ocasión inmejorable para desviar el foco de la mala gestión del coronavirus o, tal vez, porque los españoles queremos de nuevo alcanzar el culmen del europeísmo y el progresismo… No está clara la razón, pero sí los efectos: en España hay un intenso, y kamikaze, anhelo por colocarnos en el epicentro del movimiento Black Lives Matter. Por importar crispación para una sociedad ya muy polarizada por los últimos acontecimientos.
A pesar de comportarse por momentos como una turba irracional,el movimiento contra el racismo surgido en EE.UU. defiende reivindicaciones legítimas. De Madrid a Nueva York, sigue habiendo infinidad de actitudes que mejorar para conseguir que el color de la piel no sea más o menos importante que el color del pelo o de los ojos. En España y en medio mundo (también en el mundo árabe, en el africano, en el chino…) hay bastantes asignaturas pendientes en lo referido a las razas, pero cabe no olvidar que el Black Lives Matter nace en un contexto muy determinado, el del mundo anglosajón, una sociedad que es implacable con los que no son blancos, protestantes y hablan inglés sin ningún acento. Seas latino, negro, asiático, eslavo y hasta italiano, una parte de EE.UU. sigue sin asumir que el mestizaje mueve el mundo.
Lo que estos días está ocurriendo en Reino Unido y EE.UU. lleva muchas décadas germinando en el seno de esta sociedad. Las universidades anglosajonas han alimentado, entre otras concesiones poco académicas, un movimiento indigenista cada vez más radical y demagogo, que exige una historia a la carta. Incluir estudios de la cultura indígena en las universidades de EE.UU es una forma justa de compensar la marginación que han sufrido las minorías, pues, si bien ya en 1580 Felipe II ordenó la creación de cátedras de lenguas indígenas para fomentar su estudio y conocimiento en América, hasta avanzado el siglo XX no surgieron estos estudios en el territorio anglosajón. Un descuido que no justifica el revanchismo y un revisionismo disparatado de los hechos que dibuja el retrato de una sociedad idílica, un paraíso, que vinieron a corromper los europeos.
El monstruo irracional ha ido creciendo de la mano de una juventud, adicta a las soluciones fáciles y rápidas, que confunde cambiar el presente con manipular el pasado. La sociedad estadounidense decidió mirar hacia el otro lado cuando ese indigenismo radical inició una campaña iconoclasta contra el legado español que todavía sobrevive en algunas universidades del país. Los reconocimiento a Fray Junípero fueron retirados de la Universidad Stanford, mientras permanecían en su sitio los dirigidos al fundador de esta institución californiana que tanto contribuyó a liquidar a los indios de este estado, del mismo modo que las estatuas de los «conquistadores genocidas» han sido atacadas mientras permanecían, sin inmutarse, los monumentos a personajes tan controvertidos como Thomas Jefferson, quien no dudó en vender a varios hijos bastardos que tuvo con sus esclavas.
Frente al revisionismo indigenista, las élites anglosajonas que siguen dominando el país hicieron lo mismo que llevan quinientos años haciendo: echarle la culpa a españoles y católicos. Hasta concedieron que se retiraran los símbolos de otro bando perdedor, los últimos restos de los confederados, pero se aseguraron de que a los suyos no les tocaran un pelo.
La cuestión es que la turba actual, ya sumergida hasta el cuello en el disparate de juzgar a personajes del pasado bajo criterios actuales, no parece que se vaya a conformar con los cabezas de turco habituales. Entre las estatuas atacadas estos días en Londres, también lo fue la de Winston Churchill, un personaje fundamental para frenar a los totalitarismos racistas que planteaban soluciones de exterminio contra otras razas. Un héroe de las democracias europeas, pero, una cosa no quita a la otra, un personaje de su época que creía, cuando el racismo estaba incrustado incluso en las teorías científicas, que los blancos protestantes estaban en la cima de una pirámide de razas a cada escalón más civilizadas.
Churchill era, bajo criterios estrictamente actuales, un personaje racista. También nos lo pueden parecer otros con muchos siglos encima, como Hernán Cortés o Pizarro y, sin embargo, en su época fueron personas con una fuerte impronta humanista a los que sus prejuicios no les impidieron colaborar con el otro, con el diferente. El matiz merece la pena, no solo porque los matices y las explicaciones complejas siempre lo merecen, sino porque cabe recordar que cada personaje histórico habla el idioma de su época.
En el Imperio español resultaba más importante la clase social o el llevar o no espada que el color de la piel. La supremacía cultural o simplemente la desconfianza hacia el desconocido es algo que, a ojos modernos, nos suena a racismo, pero no tiene una traducción exacta. Los juicios sumarios contra el pasado solo conducen a decisiones injustas y hasta lesivas contra otros oprimidos.
Que el revisionismo haya abierto el abanico a otros personajes históricos no significa que los habituales agraviados se hayan librado de los golpes. Estos días los ataques contra Cristóbal Colón también se han intensificado con el Black Lives Matter, en lo que es una terrible injusticia para otra minoría a la que los blancos protestantes de Estados Unidos miran por encima del hombro. La razón por la que las estatuas del navegante, supuesto genovés, están colocadas donde están tiene muy poco que ver con los españoles, casi siempre olvidadizos con su historia, y sí mucho con los italoamericanos que, hartos de que solo se les vinculara con una minoría delictiva, buscaron reivindicar su importancia en la historia de América a través de Colón.
El odio hacia la mafia solapó durante generaciones lo que, simplemente, eran prejuicios contra esos católicos «macarrones» que apenas chapurreaban el inglés y tenían la piel más oscura. El que aún es hoy el mayor linchamiento de la historia de Estados Unidos se produjo cuando la población de Nueva Orleans (Luisiana) se tomó la justicia por su mano, en marzo de 1891, contra once inmigrantes italianos después de que un jurado los absolviera.
La mayor parte de aquellos que no quieren ser oprimidos quieren ser opresoresNapoleón Bonaparte
En este mismo sentido, basta con revisar los procesos judiciales repletos de irregularidades contra Al Capone, Lucky Luciano y otros capos italianos para ver que el problema no solo era la calaña moral de estos criminales, sino el lugar del que procedían. Quienes destrozan hoy estatuas del almirante atacan, sobre todo, al legado de esos inmigrantes italianos.
Lo mismo se puede decir de los recientes actos contra las estatuas de Juan de Oñate, un novohispano nacido en México, explorador de lo que hoy es el sur de Estados Unidos, casado con una princesa azteca y que apenas puso un pie fuera de América. No son ofensas contra la memoria de los españoles que vivimos en Europa, sino contra los hispanoamericanos que intentan hoy hacerse un hueco en el país norteamericano.
Que para reivindicar derechos algunos tengan que pisar los de otras minorías solo confirma una de las citas más célebres de Napoleón: «La mayor parte de aquellos que no quieren ser oprimidos quieren ser opresores».
La crisis del coronavirus ha aflorado los viejos prejuicios que el Norte de Europa tiene sobre el Sur, estereotipos basados en mentiras o medias verdades facilitadas por los propios españoles.
La implantación de modas «trumpistas» u «obamistas», de genuflexiones para la galería, o banderas para los balcones, lo único que puede provocar entre nosotros es un nacionalismo exagerado a la española.