César Cervera | 21 de noviembre de 2020
Entre los que abogan por llenar las paredes de victorias y quienes lo hacen por seguir relamiéndose en las derrotas hay un punto intermedio, un punto muy español.
El Museo Naval de Madrid, un lugar tan asombroso como la historia de nuestra Armada, acaba de abrir sus puertas tras un tiempo de renovación. El resultado final deja con la boca abierta y hace recomendable su visita, pero, por desgracia, la reinauguración ha quedado en un segundo plano, manchada por una controversia fácilmente evitable. El cuadro dedicado a la gesta del Glorioso, del pintor Augusto Ferrer-Dalmau, fue retirado del museo para decorar un despacho del Ministerio de Defensa (más tarde, ya con la polémica en curso, la dirección del lugar ha explicado que su nuevo destino va a ser el Museo de la Armada en San Fernando, en Cádiz).
La del Glorioso se trataba de una de las pinturas más conocidas y visitadas del museo, aparte de un episodio imponente de nuestra historia. La carrera del san Ignacio de Loyola es la forma de designar a la serie de enfrentamientos, hasta cinco, que libró en 1747 este navío de línea, al mando de Pedro Mesía de la Cerda, contra una flota de barcos ingleses, a los que venció de forma sucesiva. Cuatro victorias españolas que, ya con la misión cumplida y la tripulación agotada, desembocó finalmente en una derrota honrosa. Al británico George Walker, uno de los capitanes a los que se enfrentó Mesía, no se le ocurrió mayor elogio que decir «nunca los españoles, y nadie en realidad, han luchado mejor con un barco que lo hicieron ellos».
A raíz de la polémica retirada del cuadro, el escritor Arturo Pérez-Reverte, amigo de Ferrer-Dalmau, se enzarzó hace unos días con el almirante Juan Rodríguez Garat, director del museo, en un intercambio de reproches del que se pueden sacar pocos argumentos en claro, pero que da pie a un debate interesante que, tarde o temprano, tiene que plantearse la sociedad española. El responsable del museo justifica la retirada de una de sus obras más populares en base a que muestra la enésima derrota de una Armada que, en contra del mito extendido, fue durante siglos puntera en el mundo y jamás, ni siquiera cuando iba cuesta abajo, le desvió la mirada a la Royal Navy. Ahora que empieza a redescubrirse nuestro pasado sin tópicos ni prejuicios, Garat defiende que el museo debe mostrar una visión más positiva de la trayectoria de su cuerpo. Al menos, una visión más equilibrada.
El argumento es muy efectivo para contestar a Arturo Pérez-Reverte, cuya querencia por las derrotas (por su valor literario, que suele ser más potente que el de las victorias) está más que acreditada en obras como Cabo Trafalgar o la saga del Capitán Alatriste, que habrá de terminar con su protagonista muerto en la batalla de Rocroi, pero no sirve para explicar que ahora nos dediquemos a hacer un damnatio memoriae al estilo británico de todos nuestros tropiezos. Entre los que abogan por llenar las paredes de victorias y quienes lo hacen por seguir relamiéndose en las derrotas hay un punto intermedio, un punto muy español, que se aleja de lo que llevamos mucho tiempo criticando de los británicos.
Los ingleses llevan siglos y siglos ocultando derrotas, arrogándose méritos que no tuvieron y exagerando sus victorias. Todo lo que sea acercarnos a su forma de relatar la historia es un error, una traición al sentido de honestidad y autocrítica (en ocasiones excesiva) que caracteriza a los españoles de todos los tiempos. La crítica nos hace autodestructivos y, al mismo tiempo, más democráticos que aquellos países que ahogan sus disidencias en silencio. Desde los primeros años de la conquista de América, un grupo de españoles se mostró crítico con los procedimientos de muchos de sus compatriotas, más ávidos de oro que de respetar las instrucciones de una remota Corona. En una fecha tan temprana como 1511, el fraile dominico Antonio Montesinos cuestionó la licitud del dominio español y denunció los abusos por parte de los conquistadores. Lo siguieron muchos otros.
No pudieron callarse ni maquillar la injusticia, del mismo modo que fue la autocrítica patria la que alumbró las bases del derecho internacional a través de las premisas de Francisco de Vitoria, quien defendía que «aunque los indios no quisieran reconocer ningún dominio al Papa, no se puede por ello hacerles la guerra ni apoderarse de sus bienes y territorio». No se conoce otro imperio que, en plena expansión, se detuviera en consideraciones morales tales como si conquistar a otro pueblo era legítimo o no.
Sin necesidad de llenar el museo de Trafalgar y San Vicente, tampoco hace falta recurrir a un discurso monográfico de glorias imperiales. Nadie quiere ver una historia lastimosa, un valle de lágrimas, ni un paseo triunfal. La gente requiere su historia en crudo, sobre todo los que aún se sienten herederos de lo que Antonio Machado, en una carta felicitando a Ramiro de Maeztu por su libro Defensa de la hispanidad, definió como el «orgullo modesto» de los españoles:
«Cuando el Cid Campeador de nuestro poema se dispone a combatir con los moros que tienen cercada Valencia, llama a su mujer y a sus niñas para que vean –dice él- «cómo se gana el pan». El heroísmo español suele tener esa elegancia de expresión. Y es que el español, y especialmente el castellano, tiene «el orgullo modesto», quiero decir, el orgullo profundo, basado siempre en lo esencial humano, que no puede ser español, ni francés, ni teutón. En esta opinión, me confirma la lectura de su libro. Solo un español es capaz de pensar, como nuestros conquistadores de América, que un indio no sea un ser superior. «Nadie es más que nadie», reza un proverbio castellano, y lo que se quiere decir en el fondo es esto: «Por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre».
Esa modestia y esa honestidad es lo que realmente nos hace diferentes. Para bien o para mal es lo que somos.
Gran Bretaña, Francia o Argentina recuerdan con honores a sus caídos en las diferentes guerras. En España sigue habiendo vencedores y vencidos.
El declive del Imperio estadounidense aviva la pugna de otros líderes por asumir ese papel hegemónico. El turco Erdogan aspira a liderar el mundo islámico y no duda a la hora de actuar en lugares tan simbólicos como la Basílica de Santa Sofía.