Aquilino Duque | 25 de febrero de 2020
Nada de lo que cuenta la implacable e impecable María Elvira Roca Barea en su «Imperiofobia y leyenda negra» tiene el menor desperdicio. Pocas veces un trabajo histórico aparece con tanta oportunidad como ahora.
En abril de 1989, el Ministerio de Cultura tuvo la ocurrencia de promover la propagación de los Versículos satánicos de Salman Rushdie. Como quiera que a mí maldita la gracia que me hace la blasfemia, le puse unas letras al ministro Jorge Semprún -a quien conocía desde mi época ginebrina cuando, a través de él, estuve en un tris de colaborar nada menos que en Ruedo ibérico-, en la que le decía, entre otras cosas: “Lamento que hayas aportado tu granito de arena a este menosprecio de lo sacro, que es una de las lacras de este Occidente nuestro que deja tanto que desear, y lo lamento tanto más cuanto que en fechas muy próximas habéis galardonado con el premio Cervantes a la eximia María Zambrano, cuyo pensamiento siempre ha sido una reflexión, digámoslo con sus propias palabras, sobre ‘el hombre y lo divino’, y sobre lo divino que hay en el hombre. Esa dimensión sacra y divina del pensamiento de nuestra amiga ha brillado por su ausencia en los discursos de la ceremonia, centrados en las exequias de la ‘España del fracaso’. Mi más sentido pésame”.
Muchos años pasarían hasta que este concepto de los escribas ministeriales que redactaron el discurso de la Zambrano, ya muy disminuida (el premio lo recogió su primo Rafael Tomero), reapareciera como una espada flamígera y vuelto del revés en manos de otra mujer extraordinaria, María Elvira Roca Barea, cuyo primer libro, Imperiofobia y leyenda negra, había caído como una piedra en el charco de ranas de la “ciénaga cultural”. La noción de “fracasología” la toma María Elvira de su amigo el historiador Lucena Giraldo que, en el año de 2008, segundo centenario de la Francesada, publicara en la Revista de Occidente un trabajo titulado “1808: doctrina contra fracasólogos”. Para entonces, el concepto debía de llevar algún tiempo dando que pensar a las masas encefálicas, a no ser que lo del Día de Cervantes de diecinueve años atrás fuera el resoplido de un burro flautista.
La prosa de María Elvira es clara, amena y contundente. Leerla es un placer tan grande como oírla hablar en público. El esfuerzo que pueda hacer para ver lo que tiene delante de los ojos, según la cita inicial de George Orwell, a ella no se le nota. Lo que no deja en cambio de asombrar es la revelación, más que interpretación, que hace de hechos que el lector daba por sabidos. Y esto ocurre a las primeras de cambio, en esa larga cambiada a porta gayola de su primer capítulo consagrado al cambio de dinastía. Ese lance tiene que ver con la última de las guerras que Luis XIV emprende para asegurar la grandeur de la France, que es la Guerra de Sucesión española, resultado de las intrigas diplomáticas de su embajador Harcourt que, gracias al Motín de los Gatos, prevalece sobre el partido austracista en la corte de Carlos II y consigue que este teste a favor del nieto del Rey Sol.
Sin embargo, lo que desata la guerra no es la entronización de Felipe de Anjou, sino el trato de favor dado a Francia en el comercio con América, a despecho de la Casa de Contratación de Sevilla y en detrimento de Inglaterra y las Provincias Unidas, a las que se unen Austria, Prusia, varios principados alemanes, Saboya y Portugal. Carlos II era feo y tenía mala salud, pero ni era tonto ni estaba hechizado. Las conclusiones a que llega Octavio Paz en su libro Las trampas de la Fe, en el que describe la administración virreinal de la Nueva España, en el sentido de que México nunca estuvo tan bien gobernado ni es de esperar que vuelva a estarlo, no dejaron de sorprenderme desde la “idea recibida” (que diría Gustave Flaubert) que tenía yo del reinado de Carlos II. Ya antes, Luis Díez del Corral, en su Velázquez, la Monarquía e Italia, me había alertado sobre la denigración sistemática de la Casa de Austria por parte de la dinastía borbónica. María Elvira es implacable con el Siglo de las Luces, con la Ilustración, y con los ilustrados franceses que nunca bajan la guardia desde sus alturas pirenaicas.
Hemos aprendido durante demasiado tiempo aquella versión de la historia de España que incide solo en los aspectos negativosMaría Elvira Roca Barea
Nada de lo que cuenta la implacable e impecable María Elvira tiene el menor desperdicio, pero comentarlo llevaría páginas y páginas. Las tres partes en que se divide son sugestivas a más no poder por la cantidad de datos nuevos, al menos para un lector profano como el que suscribe, y de ideas originales. Baste decir que esta primera parte se subtitula El siglo de las Luces y las Sombras; la segunda, De la Guerra de la Independencia al 98, donde trata de las Cortes de Cádiz, de los liberales, los afrancesados y del “fracaso histórico” de la pérdida del Imperio, y de la comparación de este con los imperios coloniales, sus depredadores, como los llama Gustavo Bueno, entre otras cosas a cual más llamativa; la tercera, por fin, en la que pone a caldo nada menos que a Max Weber y contrapone la “moral católica” a la “ética protestante”, y cita a René Girard para explicar la transferencia de culpa, en cuya virtud los de la “ética” desentierran el hacha de guerra contra los de la “moral” en su cruzada antiespañola mezclada de indigenismo, cabezas de huevo y cultivadores de adormideras de California.
Pocas veces un trabajo histórico aparece con tanta oportunidad como ahora, en que la nación española hace frente sin tapujos a otro de sus grandes fracasos, cuyos orígenes hay que buscar en el momento en que el agónico sistema actual aplicó la damnatio memoriae al régimen que hizo posible la “Transición sin traumas”. Gracias a ese régimen, surgido del fracaso de la II República, España, como dijo Azorín en su día, volvió a tener conciencia de sí misma. Era, pues, perfectamente lógico el empeño que, desde un primer momento, puso la “Transición” en renegar de esa conciencia, a la vez que aplicaba, corregida y aumentada, una damnatio memoriae, como la que los descendientes de Luis XIV aplicaron a los de Carlos I.
María Elvira Roca Barea desentraña en su último libro, titulado «Fracasología», las razones por las que seguimos absorbiendo los argumentos de la hispanofobia impuestos desde el extranjero.
El mundo académico y el de la divulgación se dan la mano para frenar las mentiras sobre la historia de España y abrir paso al pensamiento crítico.