Vincent Debiais | 25 de agosto de 2020
Se cumplen 750 años del fallecimiento de Luis IX. Con su muerte se cerraba el reinado de quien sigue siendo sin duda una gran figura de la monarquía de los Capeto.
Hace 750 años, en Túnez, al otro lado del Mediterráneo, lejos de las tierras de su reino, el Rey Luis IX de Francia se apagaba. El 25 de agosto de 1270 se cerraba así el reinado de quien sigue siendo sin duda una gran figura de la monarquía de los Capeto, y más ampliamente el símbolo de una Edad Media europea mucho más conectada y organizada de lo que se quiere creer. Muy lejos, en todo caso, de los colores oscuros tras los cuales se pinta a los precursores medievales de la modernidad ilustrada. En el momento en el que Francia se prepara para conmemorar discretamente esta desaparición y en un contexto en el que la Edad Media está más presente que nunca en las artes y la cultura de un Occidente que parece hundido por el peso su pasado, ¿es aún posible sentir una afección compartida por grandes personajes históricos? O, dicho de otra forma, ¿existe todavía un espacio para una conmemoración que por una parte nos protegería de la nostalgia y por otra parte lo haría de cualquier tipo de glorificación infundada?
Merece la pena plantearse la cuestión en la medida en la que la actualidad no ha dejado de mostrar una inquietud generalizada frente a la celebración, en forma de monumentos o de manifestaciones públicas, de grandes nombres cuya huella marca la ciudad. Destruir una estatua conmemorativa, hacer una pintada sobre un monumento o cambiar el nombre de una calle encaja perfectamente en la dinámica de la cancel culture; a veces sin matices, violentos por definición – habría, de hecho algo de absurdo en alcanzar un consenso para tales acciones, que son cotidianas y redefinen un paisaje despojado de todo aquello que podría remitir, de una u otra manera, a la opresión, al racismo, a la dominación, a la oligarquía.
Si bien uno puede fácilmente aceptar (al menos en principio) una mayor discreción, autocensura o arrepentimiento de todo aquello que pertenece a un pasado violento, también debería poder sentirse avergonzado ante la sistematización de tales sucesos y ante la complicidad impuesta al grupo: oponerse al cambio del nombre de la calle o no celebrar la eliminación de una estatua sería equivalente a aceptar los actos reprobables cometidos por aquellos que representan.
De hecho, empiezan a ser tan frecuentes que se convierten en banales, sinónimos, redundantes y, en última instancia, en ineficaces; las redes sociales acumulan este tipo de imágenes hasta el punto de convertir las acciones en indistintas. Fracasan, además, en la promoción de figuras de sustitución, al creer que el cambio de un nombre por otro, de una imagen por otra, es suficiente para condenar, juzgar y sancionar dichas acciones por un lado y para curar, aliviar o indemnizar a las víctimas por otro. Y, finalmente, para generar un nuevo pasado y una nueva historia.
Es aquí donde radica la dificultad intelectual de estas operaciones -las cuestiones legales o morales residen en otra parte y están relacionadas con una concepción personal de la ciudadanía, la convivencia o la comunidad. Destruir (en una iniciativa completamente fetichista) la figura pensando en erradicar el pasado y creer que así podemos reescribir la historia en favor de una visión aparentemente más positiva o serena de los hechos, es confundir dramáticamente el pasado, la memoria y el patrimonio. Noción compleja donde las haya, campo de investigación por derecho propio en la historiografía alemana de principios del siglo pasado, la memoria puede definirse, entre otras cosas, como la toma de control del pasado por parte de lo social, el individuo o el grupo, bien sea un evento, una persona o una idea.
El hecho de regular la memoria de acuerdo con principios autoritarios, como la Ley de Memoria Histórica, no afecta el pasado, no dice nada de los crímenes o de las víctimas; en cambio sí dice mucho sobre el control que se quiere ejercer sobre la memoria al pensar que quitar la venda hace que la herida sea menos grave, cuando solo la convierte en menos visible.
En tal contexto, el patrimonio se despoja de toda profundidad histórica, se desconecta de todo evento. Debe celebrar el genio del arte o el de la naturaleza, pero abstenerse de enraizarse en lo humano, o en todo caso en lo humano enraizado en una historia. De universal y colectiva, la historia pasa a convertirse en comunitaria: sólo tiene cabida si pertenece a lo que piensa el grupo y no a lo que comparte con el otro.
Bajo la apariencia de un humanismo recobrado, el uso del pasado que hace el poder ya no distingue el hecho de su gestión, la realidad del discurso que lo describe. Si los ataques a las Humanidades y a las Ciencias Sociales son una constante en nuestro mundo académico e intelectual, es precisamente porque son ellas las que brindan los medios para distinguir el pasado de la memoria e indican, a través del estudio, aquello que une o separa a una sociedad en su relación con la historia.
¿Cómo, entonces, imaginar que Francia celebre con gran pompa el aniversario de la muerte de Luis IX? Cualquiera que propusiera la idea de tal conmemoración sería considerado un reaccionario, aferrado a un pasado obsoleto y desigual, masculino, cristiano, blanco, colonial, agregando su piedra al edificio de una narrativa nacional demasiado «facha» para ser verdadera. Veríamos en ella el deseo de demostrar las raíces cristianas de Europa, de promover los vínculos entre Francia y la Iglesia católica, de hacer campaña por una mayor centralización de poderes. La incesante labor de San Luis para administrar su reino, sus relaciones diplomáticas en Europa y sus márgenes, sus esfuerzos militares y sus concepciones morales y espirituales… todos estos elementos de la historia se pondrían patas arriba, se distorsionarían, se reducirían a su esencia.
El pasado se convertiría en memoria y, por lo tanto, podría anularse. Sin embargo, ¿no nos veríamos beneficiados si buscamos en los hechos mismos, tal como los describe y analiza la historia, oportunidades para recrear vínculos sociales en lugar de destruirlos? En 1996, el gran medievalista francés Jacques Le Goff publicó su biografía de San Luis. A lo largo de casi 1000 páginas, Jacques Le Goff conduce al lector a descubrir las fuentes y a seguir su análisis en profundidad, para reconstruir a San Luis y su tiempo. No elogia al monarca, no le disculpa por sus acciones; no hace nada para celebrar la realeza francesa. Es más, el libro se cierra sobre una serie de preguntas provocativas y sensibles: «Finalmente, ¿ha existido San Luis?» ¿El Rey virtuoso, justo, piadoso y culto pertenece a la historia? ¿Los 750 años que nos separan de su muerte lo convirtieron gradualmente en la imagen ideal de un rey perfecto? ¿Qué se conmemoraría hoy con la desaparición de San Luis hoy? ¿El primero, el histórico, o el segundo, el construido?
El uso político de una figura siempre es problemático. En Francia es Juana de Arco quien federa cierta nostalgia patriótica o nacionalista. El carisma reside ahora más en la gestión política que en los propios hechos; esta encuentra en el culto de «lo pasado siempre fue mejor» un remedio a su incapacidad para suscitar la adhesión a un proyecto común que ilusione. Sin embargo, el carisma de San Luis se desprende de las fuentes estudiadas por Jacques Le Goff. El apego del soberano a los miembros de su familia y su visión de una administración al servicio del reino son, en sí mismas, «antropológicamente» (en palabras de Jacques Le Goff), las huellas de una grandeza política y humana que conviene recordar puesto que pueden federar. Al hacer este ejercicio no existe forzosamente un deseo de identificar una ruptura, de volver a la fuente de una virtud perdida, de observar el declive de nada ni de señalar con el dedo errores, equivocaciones o victorias del pasado. Se trata simplemente de enunciar lo que la historia permite conocer y compartir. Solo este esfuerzo conjunto entre ciencia y espíritu permite evocar sin disculpas ni negaciones la violencia de una cruzada, las voluntades imperialistas de las campañas en Oriente y la búsqueda espiritual manifestada por San Luis durante toda su vida.
Aquí es donde la historia de Luis IX se une a la memoria de San Luis. A Jacques Le Goff nunca se le podría tachar de reaccionario. Al andar tras sus huellas, la erudición, el estudio y el hecho de situar al hombre por delante de la categoría deberían ser suficientes para convertir a la historia como disciplina, en un actor del vínculo social.
Finalmente, ¿ha existido San Luis? Jacques Le Goff
El incendio de Notre Dame de París en 2019 demostró que el monumento es inseparable del símbolo, que el edificio de piedra es al mismo tiempo imagen, icono y emblema en el corazón de la Francia secular y republicana. La figura de un pasado que une a pesar de todo. A diferencia de la reciente destrucción de estatuas, hubo, por un momento, unanimidad ante el desastre. El pueblo de París se emocionó al unísono ante el espectáculo de las llamas de la misma manera que el mundo se conmueve ante los incendios destructivos en la Amazonia o en Australia. Por muy superficial que sea, la emoción posee la virtud de unir inicialmente sin viciar, y es la historia y no la política de la memoria la que permite en un segundo momento pasar de la emoción a la comprensión, la transmisión, la difusión.
Con grandes conmemoraciones, como la de la muerte de San Luis, querríamos que la historia recuperara su lugar en el debate público, que «llegara a los individuos» más que a las categorías, que sanara en lugar de envenenar. Luis IX fue canonizado en 1297, 27 años después de su muerte en Túnez. Las reliquias del Rey se dispersaron muy temprano entre Saint-Denis, Notre Dame, la Sainte-Chapelle… No imaginamos a Emmanuel Macron recogido ante los restos de San Luis este 25 de agosto, y está bien. Pero tampoco tendría la intención de cambiar el nombre de la isla de Saint-Louis en París porque Luis IX haya dicho «Vayamos a Jerusalén» en su lecho de muerte, y es incluso mejor. En su Apología de la historia, otro gran medievalista Marc Bloch, fusilado en Lyon en 1944 por los nazis, escribió : «Una palabra domina e ilumina nuestra investigación: comprensión». No se entiende gran cosa al derribar una estatua. Entendemos más al atar y conectar los fragmentos de un pasado del que no somos ni jueces ni dueños.
El problema de las estatuas derribadas es el de una vida convertida en mármol. La verdad se transformó en decorado de un espacio público sin personajes y la política, en un teatro abandonado.
En 1163 el rey Luis VII colocó la primera piedra de una nueva catedral que tardaría casi doscientos años en concluirse.