César Cervera | 26 de septiembre de 2020
Mantener a un grupo de guerracivilistas activos es una prioridad para ciertas ideologías. De ahí que se sucedan las leyes, los traslados de tumbas y las medidas que orbitan en torno a ese concepto tan desconcertante y ambiguo como es el de memoria histórica.
Se considera que la película Centauros del desierto, de John Ford, aunque no trata el episodio en sí, es el mejor epílogo a la Guerra de Secesión americana. Su protagonista es un viejo veterano del bando de los supuestos malos, los confederados, al que no se le atribuye un aura de mezquindad o una actitud inhumana únicamente porque decidió vestirse en el pasado con un uniforme gris en vez de uno azul. Es un americano más, con sus virtudes y sus defectos. Rodar algo así solo fue posible casi cien años después del estallido de aquel conflicto fratricida que abrió en canal a Estados Unidos.
Lo normal, dicen los historiadores, es que las cicatrices de una guerra civil se cierren un siglo después, cuando ya no quedan testigos o víctimas, ni siquiera hijos, del conflicto, y cuando la simplista separación entre buenos y malos suena a cuento infantil. En España, sin embargo, a pocos años de cumplirse un siglo de la Guerra Civil, uno de tantos conflictos internos en nuestra historia reciente, las heridas parecen a eones de empezar a cerrarse. Hay gran empeño en que la úlcera permanezca bien abierta. Sangrante, infectada… Así lo necesitan ciertos grupos políticos de izquierda y derecha para sustentar discursos que se centran en las pocas cosas que dividen a los españoles, en vez de en lo mucho que los une.
A lo largo de mi vida, he conocido a muy pocos españoles que no compartieran el anhelo por una sanidad pública fuerte, la convicción de que se necesitan unos sueldos dignos, un acceso a la vivienda al alcance de los jóvenes, unas pensiones capaces de cubrir por completo las necesidades básicas y una educación que haga a nuestros jóvenes más humanos y críticos… Son muy pocos los que, en vez de hablar de problemas que afectan a su día a día, me han asaltado con que si un señor de hace cincuenta años era un sádico, por lo que el país está condenado, o me han recordado que los del otro bando eran igual de terribles, como si todavía hubiera trincheras excavadas a lo largo de España que solo ellos pueden ver.
Mantener a este grupo de guerracivilistas activos es una prioridad para ciertas ideologías. Necesitan alimento. De ahí que se sucedan en los últimos años las leyes, las exhumaciones, los traslados de tumbas y las medidas que orbitan en torno a ese concepto tan desconcertante y ambiguo como es el de memoria histórica. De la misma manera que el «derecho de autodeterminación» es un eufemismo para decir «derecho a enfrentar a la sociedad en nombre de unos derechos medievales», memoria histórica lo que en verdad significa es «tú cállate, que eres hijo o nieto de los franquistas y no podrás ser nunca tan demócrata como nosotros».
La última acometida para mantener viva esta hostilidad ha llegado en medio de la peor crisis nacional desde la Guerra Civil. Cuando todos vemos prioritario que los políticos se dediquen a gestionar la pandemia y la crisis económica resultante, Pedro Sánchez y sus socios de Gobierno han acelerado de golpe los trámites para aprobar el anteproyecto de una nueva ley de memoria histórica, ahora llamada de Memoria Democrática, que incluye una nueva batería de cuestiones relacionadas con un conflicto ocurrido hace 84 años.
En uno de los terrenos más minados de ideología y de confrontación, quiere el Gobierno legislar para orientar a la sociedad hacia una verdad reduccionista y maniquea sobre un pasado tan complejo que aún tiene a los historiadores a la mitad de un puzle imposible, un mosaico que aumenta año a año sus dimensiones. Comunismo, socialismo, anarquismo, fascismo, nacionalismo… La Guerra Civil no fue una lucha entre dos Españas, la buena y la mala, sino una lucha entre unos españoles (de la tercera España hay mucho que decir) que apostaron por la violencia y el odio en una década que en toda Europa vivió el auge de los totalitarismos y los fanáticos.
Frente a las tentaciones de imponer una visión monolítica del pasado, de limitar la libertad de expresión o de marcar los márgenes de actuación de los historiadores, solo cabe pedir a los políticos que dejen la memoria en paz
Determinar si un grupo de esos españoles fue más salvaje que el otro o si la causa extrema de unos era más legítima que la de otros requiere un estómago de hierro y nunca llevará a un desenlace del todo satisfactorio. Cualquier español actual siente la misma repulsa por el bombardeo nacional a Guernica que por el bombardeo republicano a Cabra. Y el mismo escalofrío con las checas que con la represión franquista. Basta leer a Manuel Chaves Nogales y a otros autores atropellados por la contienda para comprender que en las retaguardias nunca permanecen los buenos. La guerra saca los sentimientos más primitivos y criminales a la luz.
¿Mataron más los de un bando que los de otro? Desde luego, unos tuvieron más tiempo y por algo terminaron imponiéndose. Eso nadie lo duda. Como casi nadie niega la necesidad de exhumar e identificar a todas las víctimas pendientes. Las curvas peligrosas comienzan cuando se quiere poner todo el énfasis en las víctimas de un único bando, cuando se da a entender que unos luchaban y mataban en nombre de la democracia y los otros por una maldad innata. Cuando se traza una línea imposible entre la democracia del 36 y la que se estableció en el 78…
Todas las leyes que se han sucedido en este sentido, aparte de resucitar viejos fantasmas, han dirigido a la sociedad hacia un relato tan simplista que resulta un insulto a la inteligencia. Hacia una historia que ignora cosas tan elementales como que algunos de los militares golpistas del 18 de julio se levantaron precisamente para salvar la república de sí misma o que la comunión entre Largo Caballero y aquel terrible dictador llamado Stalin alcanzó cotas obscenas e intolerables para todo demócrata. La Unión Europea condenó el año pasado por igual los horrores del nazismo y el estalinismo, considerando a los regímenes totalitarios parte de un mismo fenómeno inhumano.
Frente a las tentaciones de imponer una visión monolítica del pasado, de limitar la libertad de expresión o de marcar los márgenes de actuación de los historiadores, solo cabe pedir a los políticos que dejen la memoria en paz. Que no se preocupen por los españoles: millones de años de evolución han dotado sólidamente al ser humano de sus propias capacidades para superar los traumas. Dictar la memoria colectiva no es trabajo de las sociedades democráticas.
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