Jaime García-Máiquez | 27 de noviembre de 2020
La Verdad para El País viene -a toda velocidad- a significar lo mismo que para un piloto de carreras las curvas: el tramo arriesgado donde conviene frenar para no resbalarse.
Hace unos días se podía leer en la «portada» de El País digital, en una bien hermosa tipografía: El Oro que nunca salió de Madrid. Y aparecían una serie de monedas califales de oro, imperiosas como un sol africano iluminando la página, que se pensaban perdidas pero que –ah- estaban en los sótanos -oh- del Museo Arqueológico Nacional. Qué maravilla que se sigan descubriendo luminosos tesoros en los oscuros sótanos de cualquier museo del mundo. Grátias tibi Deus, me dije para mis adentros, y a otra cosa mariposa.
Pero después, igual que pasa cuando uno se ha tomado un pepino mal avenido o una morcilla con carácter rencoroso, se me vino a repetir la noticia toda la mañana. Eso de «El oro que nunca salió…» venía a desmentir, en los persuasivos entresijos del subconsciente, las más de setecientas toneladas de oro del Banco de España que el Frente Popular entregó a Moscú (72,6%) y París (27,4%), en una estrategia nefasta para la propia república y traidora para todos los españoles. Lo denunció alguien muy poco «sospechoso», el anarquista Paco Olaya (1923-2011), en esclarecedores libros, que vienen a ser uno de los escasísimos y más elocuentes mea culpa del bando republicano de la Guerra Civil: La gran estafa: Negrín, Prieto y el patrimonio español (1996), El oro de Negrín (1997), Las verdades ocultas de la Guerra Civil (2005) son algunos de sus títulos.
Así que, con ese malestar anímico escalando del colon ascendente hacia los colmillos, rebusqué la noticia de nuevo en internet. Y ahí aparecía, sí, a otro tamaño, claro, esta jugosa aclaración: «Una numismática [por cierto, llamada Paula Grañeda] descubre que siete de las 2.798 monedas del Museo Arqueológico Nacional desaparecidas en la Guerra Civil se han conservado en los fondos de la institución». Pensé que se trataba de un error, que se referiría a setecientas, pero no, eran siete monedas. Si hubieran sido treinta al menos, uno, que tiene el más alto sentido de la dignidad del hombre, hubiera pensado que un viejo camarada leninista en un acto de hondo simbolismo las había dejado allí como una huella dactilar de la traición de la izquierda al patrimonio. Pero no.
Por tanto, hay que deducir que El Oro que nunca salió de Madrid es esa valiosa calderilla, el microscópico 0,2% de las 2.798 monedas, el pelo (con todo su ADN dentro) que el asesino se dejó en la escena del crimen. Es increíble. Me traen a la memoria una imagen entrañable, la del ladrón corriendo con una bolsa gigante de dinero del que salen chorreando unas monedas; en este caso, siete. Qué grandes son estos camaradas de El País. ¿Y qué me dicen del «desaparecidas en la Guerra Civil»? Se entiende que desaparecidas por arte de magia negra, y guante blanco.
Ay, El País, «esté país de todos los demonios (…) los empresarios de la falsa historia,/ son hombres quienes han vendido al hombre,/ los que le han convertido a la pobreza/ y secuestrado la salud de España», que dijo en Apología y petición -en un libro titulado precisamente Moralidades (1966)- de Jaime Gil de Biedma
Los fundadores del periódico fueron José Ortega Spottorno (1916-2002), hijo de Ortega y Gasset, y el empresario Jesús Polanco (1929-2007). El primer número en papel se publicó el 4 de mayo de 1976. «El triunfo por mayoría absoluta del PSOE en las elecciones de 1982 y -lo dice Wikipedia- el abierto apoyo al Gobierno de Felipe González facilitaron que el periódico se consolidara en líder de la prensa española». Veinte años más tarde apareció la versión digital, que es el periódico digital en español más consultado del mundo, y que yo leo a diario desde hace una década nada menos. Más que curado de espantos, estoy curtido en espasmos: indefectiblemente, encuentro cada día -igual que la noticia del Arqueológico- por lo menos siete titulares redondos y dorados como monedas califales de oro.
El periódico se vanagloria de haber contribuido «al riguroso cumplimiento de las normas periodísticas», por «la sobriedad expresiva en el tratamiento de la información». En un artículo del doctor en periodismo Vázquez Bermúdez, titulado «Los medios toman partido», aclaraba que «en cualquier manual de Periodística se recoge la objetividad como principio que debe guiar la actuación de los profesionales de la información», aunque «cada día resulta más palmario el hecho de que algunos medios de comunicación actúan como un agente activo más en el debate político que tiene lugar en el espacio público español». Y en ese contexto de ideologización de los medios, Vázquez analizó el dejo político que se transmitía desde algunos periódicos españoles, llegando a la conclusión de que «El País es el periódico más equilibrado en el tratamiento de la información. Se testa una más y mejor cobertura sobre las actividades del Gobierno de la nación». El doctor Vázquez Bermúdez, ejemplo límpido de imparcialidad universitaria, fue designado poco después portavoz del Gobierno Socialista de la Junta de Andalucía, y después consejero de Cultura de la Junta. ¿Pero, señores, es que es imposible la imparcialidad?
Ortega y Gasset (Madrid, 1883-1955), padre del padre de El País, ya sentenció en El espectador (1916-1935), de esa manera contundente y suntuosa que tanto irritaba a Jorge Luis Borges, que la realidad «no puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa, fatalmente, en el universo». Desde este Perspectivismo «no [se puede] seguir alimentando el mito de que un periodista, el periodismo, los medios de comunicación en general –escribe Palacios Echeverría en «¿Objetividad en el periodismo?»- son neutros: nadie es neutral», acabará diciendo.
La tendenciosidad de El País ha sido tantas veces puesta de manifiesto por otros medios de comunicación, como declarado culpable judicialmente por casos vinculados con la corrupción política. No merece la pena ni siquiera entrar a detallarlos
Lo que impresiona de El País, lo que queremos elogiar de su ideario, lo que merece nuestra alabanza más sincera, es la fidelidad al odio hacia el enemigo, la mezquina codificación de la noticia, la constante administración usurera de los hechos, la tergiversación de un sentimiento básico en un derecho impío, la certeza en el dardo envenenado de un adjetivo a sueldo, los trapicheos en beneficio propio de una frase hecha, la descarga iconoclasta de una buena foto… Ese goteo de agua tóxica golpeando -toc, toc, toc, toc- en la cabeza de sus lectores durante casi cuarenta y cinco años es un motivo que exculpa a cualquier ciudadano cuerdo de haberse vuelto completamente loco.
La Verdad para El País viene -a toda velocidad- a significar lo mismo que para un piloto de carreras las curvas: el tramo arriesgado donde conviene frenar para no resbalarse; donde uno puede adelantar si es astuto o que le adelanten si no se arriesga; el lugar donde a la muerte y a la suerte les gusta contemplar las carreras. Para ellos la Verdad no es tan importante como su ideología, la realidad debe y tiene que ser mirada y analizada a través de las lentes cóncavas de unas ideas preconcebidas, que más les vale a los periodistas de la casa tener presente si no quieren tener un accidente.
¿Y cuáles son para El País esos pilares esenciales que sostienen su pensamiento en la política y la vida? El aborto, la eutanasia, el laicismo anticlerical, el relativismo filosófico, la libertad sexual, el apoyo gubernamental a las intervenciones estatales en el ámbito social, económico, educativo y cultural, el sostenimiento económico a las Administraciones Públicas en beneficio de un bienestar social que, por cierto, destruyen cuando pasan (me llega un WhatsApp ahora mismo, mientras escribo esto, de un vídeo de Margaret Thatcher que acaba diciendo: «A los socialistas no les gusta que la gente corriente pueda escoger porque saben que no escogerían el Socialismo»).
Jesús Polanco era la tercera persona con más dinero de España, y figuraba por supuesto en la lista Forbes entre los hombres más ricos del mundo. Por eso, porque le dolía donde más le importaba, un año antes de la hecatombe de 2008 (que ahora se le repite al Grupo PRISA como un pepino mal avenido), Polanco perdió los papeles diciendo aquello absurdo contra el PP de «franquismo puro y duro; es muy difícil ser neutral [quizá por eso él no lo fue nunca] cuando a una de las partes le vale todo, absolutamente todo en unos momentos en que hay quien desea volver a la Guerra Civil». Hay que reconocerle que con respecto al «franquismo» sabía de lo que hablaba: familia de militares, que tras la guerra había colaborado con la dictadura, fue miembro del Frente de Juventudes, prosperó en Santillana al difundir lo que se llamaba «Formación del Espíritu Nacional», y se empezó a enriquecer gracias a una filtración que le hicieron de un ministerio de Franco, siendo la única editorial que se adecuaba a las exigencias de la nueva ley General de Educación. Eran los tiempos en que el listo de Polanco lo que gritaba era «franquismo puro y ‘duros’». Ay, este País de todos los demonios…
El poeta Gil de Biedma (otro listo), que ejercía con el mismo entusiasmo de poeta social y pederasta, asumía -lo escribe genialmente Miguel d’Ors– «que La Internacional suena más lindo/ a bordo de un Ferrari». Uno y otro «en sus pubs de marfil,/ con el whisky feudal,/ lucharon por el pueblo machacado». Hay que ser justos, hay que ser imparciales como El País, y reconocerles esa idiosincrasia para el cinismo.
La Segunda República se ha convertido en un magnífico espejo en el que mirar y analizar los acontecimientos que vienen sucediendo en la España del siglo XXI.
Occidente vuelve a sentir la presencia de ciertos grupos situados al margen del sistema. El modelo socialdemócrata parece caduco y se antoja necesario tomar medidas urgentes antes de que un acontecimiento inesperado pueda convertir la sospecha en realidad.