Javier Arjona | 28 de marzo de 2020
El rey de León viajó en el siglo X al corazón del califato cordobés para someterse a un estricto programa de adelgazamiento que le permitiera recuperar el trono usurpado por su primo Ordoño IV.
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Nada como sumergirse en plena Edad Media, cuando la Reconquista se encontraba en sus primeros estadios y el Reino de Asturias acababa de trasladar su capital a León, para encontrar singulares hechos y anécdotas, complicadas luchas por el poder y extrañas relaciones familiares, que nos transportan a una sociedad en equilibrio inestable entre aceifas y periodos de paz, en la que cristianos y musulmanes combatían entre sí, al tiempo que se prestaban ayuda en sus luchas intestinas. En el norte, los reinos leonés y navarro-aragonés llevaban la iniciativa, con el apoyo de Castilla y de los condados catalanes surgidos al abrigo de la Marca Hispánica, mientras en el sur, Abd Al Rahman III había proclamado su independencia en el año 929, cortando lazos con el califato abasí.
En este contexto situamos a Ramiro II el Grande, monarca leonés que en los primeros compases de su reinado llegó a conquistar la fortaleza de Mayrit, el primitivo Madrid islámico, como parte del proyecto fallido de tomar Toledo, con el apoyo del conde Fernán González de Castilla y el rey Sancho Garcés I de Navarra. En los años siguientes, el califa omeya llevó a cabo una serie de incursiones militares llegando incluso hasta Pamplona, donde la reina viuda Toda Aznárez firmó un tratado de paz con Abd Al Rahman III por el que el reino de Navarra se declaraba vasallo del califato cordobés. En aquel toma y daca, Ramiro II lograba derrotar en el año 939 a las tropas musulmanas en la batalla de Simancas, llevando los límites de la frontera leonesa hasta las orillas del Tormes.
El rey Ramiro se había casado en primeras nupcias con su prima Adosinda Gutiérrez, de quien tuvo a su primogénito, el futuro Ordoño III de León. Fruto de un segundo matrimonio con Urraca Sánchez, hija precisamente de Sancho Garcés I y Toda Aznárez, nació Sancho I el Craso, quien sucederá en el trono a su hermanastro y que es el protagonista del presente relato. Previamente a entrar en los hechos, es preciso aclarar un último galimatías familiar en la genealogía de Toda de Pamplona, cuya madre, Oneca Fortúnez, antes de casarse con su padre, el conde Aznar Sánchez, fue esposa del emir Abd Allah, a la sazón abuelo del gran Abd Al Rahman III.
Así pues, aunque resulte sorprendente, Toda de Pamplona era tía de Abd Al Rahman III, hecho que explica la especial relación de sumisión que hubo en determinados momentos entre Navarra y el califato cordobés. La reina tejió una cuidada red de alianzas matrimoniales para sus hijos, precursora, sin saberlo, de la estrategia que siglos más tarde pondrán en práctica los Reyes Católicos y, merced a uno de esos acuerdos, logró casar a Urraca con Ramiro II de León, convirtiéndose por tanto en abuela del mencionado Sancho I. Es aquí donde comienza la historia…
Cuentan las crónicas que Sancho I, apodado el Craso, es decir, el gordo, el grueso, pesaba cerca de 240 kilos y no era capaz de valerse por sí mismo para incorporarse o simplemente caminar. Al parecer, el monarca ingería alimentos siete veces al día y casi siempre el menú comprendía la friolera de 17 platos, de los cuales la mayor parte estaban elaborados con carne de caza. Habiendo asumido el trono de León al morir su hermano mayor, una conspiración de nobles castellanos y leoneses acabó provocando la llegada al poder de su primo Ordoño IV.
Tras ser depuesto, su abuela Toda Aznar decidió tomar cartas en el asunto solicitando ayuda a su sobrino, el poderoso Abd Al Rahman III, con quien mantenía buenas relaciones. Necesitaba que Sancho I perdiera peso, para después tratar de recuperar su reino, y para ello el médico personal del califa, Hasday Ibn Shaprut, una eminencia de la época, de origen judío, era el hombre indicado. Tras una pomposa recepción en el palacio de Medina Azahara, la delegación navarro-leonesa selló con sus anfitriones un pacto para hacer adelgazar al Craso, a cambio de una alianza militar que, una vez restituido el monarca en el trono, permitiera a los cordobeses el control de una serie de fortalezas del Duero.
El mágico tratamiento consistió en atarlo a la cama, coserle la boca y hacerle ingerir únicamente infusiones medicinales durante 40 días. Tomaba cada día baños calientes para hacerlo sudar y se sometía a masajes para mitigar la flaccidez de la piel en el proceso de adelgazamiento.
Después de varias semanas de estancia en la capital andalusí, sometiéndose en aquel balneario medieval a unos estrictos cuidados supervisados por el galeno de confianza del califa, el monarca leonés logró su objetivo. Encabezando un ejército navarro-musulmán, el nuevo Sancho I tomó primero la ciudad de Zamora, para acabar entrando en León en el año 960 y deponer a Ordoño IV, que huyó refugiándose en el norte asturiano. Curiosamente, la vida de Sancho I parece que estuvo marcada por la comida hasta el final, ya que el monarca murió seis años más tarde al morder una manzana envenenada que le dio el conde gallego Gonzalo Menéndez, uno de los nobles rebeldes partidarios de su rival.
Hoy en día, los restos de Sancho I reposan en el panteón de los reyes de San Isidoro de León, considerado como la Capilla Sixtina del arte románico y situado a los pies de la basílica del mismo nombre, donde también están enterrados Ramiro II y el usurpador Ordoño IV. Por su parte, la reina Toda de Pamplona tiene su sepulcro en el atrio del monasterio de Suso, el más antiguo de los dos complejos visitables en la localidad riojana de San Millán de la Cogolla, que en su día formó parte del Reino de Navarra, y donde un monje escribió, a finales del siglo X, las primeras palabras en romance hispánico.
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