Juan Carlos Domínguez Nafría | 28 de marzo de 2021
La Segunda República se mantuvo bajo el estado de alarma durante prácticamente toda la Guerra Civil. Solo Juan Negrín declaró el estado de guerra durante los últimos meses del conflicto.
La España republicana se mantuvo bajo el «estado de alarma» y no bajo el «estado de guerra» durante casi toda de la Guerra Civil. Situación paradójica, calificada así por Indalecio Prieto, además de extraña, por cuanto el estado de guerra ya se había declarado con anterioridad en diversas ocasiones.
En realidad, las garantías constitucionales durante la Segunda República no habían tenido plena vigencia más que unos pocos meses, convirtiéndose la excepcionalidad constitucional en regla y la normalidad en rareza.
La propia república había nacido bajo el signo de la excepcionalidad. Su decreto programático inicial, de 15 de abril de 1931, estableció la «fiscalización gubernativa» de los derechos y las libertades de los ciudadanos. Precepto que fue sustituido por la no menos excepcional Ley de Defensa de la República, con la que, según Manuel Azaña, no se pretendía suspender los derechos de los ciudadanos, sino regular «una extensión del poder gubernativo sobre hechos concretos y personas determinadas». Marco legal sustituido por la ley de 28 de julio de 1933, reguladora de los estados de «prevención», «alarma» y «guerra», que fueron aplicados profusamente.
Conforme a esta última ley, la declaración del estado de alarma podía implicar la censura y suspensión de publicaciones; la posibilidad de detener a cualquier persona sin causa determinada; obligar al cambio de residencia; decretar destierros; registrar domicilios sin orden judicial; suspender reuniones; prohibir manifestaciones; e imponer cuantiosas multas; aunque la administración del orden público se mantenía en manos del poder civil. En tanto que bajo el estado de «guerra», además, la autoridad civil resignaba todas sus facultades en la militar, que actuaba entonces conforme a sus propios «bandos».
Según se ha indicado, el Gobierno de la república no alteró a lo largo de la Guerra Civil el estado de alarma declarado el 17 de febrero de 1936, hasta que, el 23 de enero de 1939, el presidente del Gobierno Juan Negrín declaró el estado de guerra.
Lo más probable es que los sucesivos Gobiernos del Frente Popular no quisieran adoptar esta decisión, porque hubiera supuesto que el ejercicio de las competencias en materias de seguridad y orden público hubiera correspondido entonces a los mandos del ejército, de los que claramente se desconfiaba. Más complejo resulta explicar por qué Negrín quiso declarar el estado de guerra al borde mismo de la derrota. Lo que bien pudo obedecer a que, por entonces, ya controlaba el importante sector sovietizado del Ejército Popular.
Además, a comienzos de 1939, las estructuras del Estado republicano se habían derrumbado. Sus instituciones habían desaparecido y el único rastro de Administración que podía quedar era precisamente la del Ejército Popular. Nada más sencillo, por tanto, que declarar el estado de guerra, para que Negrín pudiera dirigir una Administración militarizada, con mandos prosoviéticos, y regulada por una legalidad excepcional creada a base de bandos militares. Con este endeble esqueleto de Estado hubiera intentado mantener cierto reconocimiento internacional y llevar a cabo su proyecto de alargar la Guerra Civil hasta el comienzo de la gran guerra europea, que se consideraba próxima.
Lo que no sabía entonces Negrín es que Stalin, su principal apoyo, ya proyectaba en esos momentos abandonarlo para aliarse con Hitler en el reparto de Polonia y algo más.
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