Ignacio Hernando de Larramendi | 28 de mayo de 2019
Reproducimos, a continuación, un texto inédito de 1990, extraído de los archivos personales del fallecido Ignacio Hernando de Larramendi, artífice del sistema Mafpre. El creciente auge del nacionalismo lo trae a la actualidad.
Soy viejo carlista, no de acción política actual, ni de hace muchos años, pero sí convencido de la repercusión e importancia de sus enseñanzas. He promovido una Fundación en memoria de mi padre, que entre otros aspectos ha publicado varios libros sobre historia del carlismo.
Recientemente, he visto en ABC dos artículos de Federico Jiménez Losantos que se refieren a un neocarlismo y a su influencia en los movimientos nacionalistas del País Vasco y Cataluña, y me encuentro en la obligación de comentarlos. Por supuesto, no me refiero al carlismo dinástico, ni siquiera el carlismo social, aunque este no debe ser muy negativo cuando me ha servido, con sus viejos principios, de generaciones en mi familia, para crear un conjunto empresarial que ha desbancado a sus competidores más «modernos» y ha conseguido una expansión en Iberoamérica.
Me limito a comentar la posición territorial carlista, que siempre he compartido, en especial en la época del centralismo del general Franco. Entonces, algunos amigos, ahora con clara posición contraria, lo creían un error anacrónico e inoperante. Con nuestros criterios se hubiera enfocado mejor el problema actual, agudizado durante la transición, en que por no reconocer un hecho diferencial histórico se buscó una fórmula «café para todos», con criterio igualitario que ofendió a Cataluña y País Vasco, más de lo que agradecieron otras comunidades. Fue cuerpo a cuerpo de quienes carecían de sentido de distancia histórica y se conformaban con apariencia cosmética inmediata, gravísimo error que dañará, no sé si irremisiblemente, nuestro futuro nacional.
Me repugna la terminología hortera de decir Estado para no decir España
El mundo se transforma, para bien o para mal, consecuencia o efecto perverso de los avances científicos propiciados y hechos posibles por la libertad. La sociedad actual y la estructura operativa interna de una nación, la española en concreto, necesita modificarse, a veces de modo espectacular, drama de la próxima generación, sobre lo que precisamente escribo un libro. No se me puede tildar de reaccionario, más bien, precisamente de lo contrario.
En la historia de los pueblos está el orgullo por lo propio, que a veces tiene consecuencias que llegan a ser trágicas.
Las guerras carlistas fueron consecuencia de la reacción de una arraigada sociedad civil en algunas regiones de España, que defendía su libertad y sus fueros contra los señoritos liberales madrileños, yupies de la época, que querían «volver del revés el país», como se ha querido hacer últimamente. Estaban convencidos de su superioridad, se creían más modernos y más científicos, como hace poco se admiraba el cientifismo marxista.
Los que pensamos en carlista no proponemos ninguna nebulosa estructural, queremos una organización nacional, que se acerque más a los ciudadanos, que permita mayor participación en las decisiones y una potente y efectiva sociedad civil, como las intermedias que proponía Juan Vázquez de Mella a principios de siglo, con lúcida anticipación de lo que ahora se considera esencial para el equilibrio de los pueblos.
La extrapolación de ese pasado a lo actual es compleja, en especial cuando se ha llenado de rencor y venganza; no es fácil evitar las consecuencias de una guerra cruenta, de falta posterior de generosidad y de la tendencia centralista de gran parte de los ciudadanos.
He consagrado mi vida a la defensa de España por encima de cualquier otra consideración y que así pienso seguir hasta mi muerte
La política federal no es panacea, pero sí alternativa, que prevista a tiempo hubiese evitado problemas. Cuando se cree conveniente «ceder» hay que hacerlo con generosidad y dar más de lo indispensable, para terminar quejas para siempre; he comprobado con éxito ese «método operativo». En lugar de ello, después del igualitarismo inicial no se ha cumplido lo prometido, al ver su peligrosidad, facilitando una dinámica de peticiones, en que el que no tenga lo máximo se considera humillado. En la transición, ofreciendo diez, con diferencia histórica, se hubiese conseguido estabilidad permanente, y ahora se ofrece cincuenta y parece poco.
No sé cómo se puede afrontar esta situación. Soy pesimista y lo lamento profundamente, pero al menos quiero protestar de que se atribuya a los pobres carlistas la culpa, después de que tanto se los ha ninguneado.
Para evitar suspicacias, puedo decir que he consagrado mi vida a la defensa de España por encima de cualquier otra consideración y que así pienso seguir hasta mi muerte, y que me repugna la terminología hortera de decir Estado para no decir España, y de que «no sé qué» para no decir nación. Pienso que el futuro de nuestro país es el de las Españas, siempre defendido por los carlistas y muy especialmente en nuestra posguerra por el prestigioso historiador Francisco Elías de Tejada. ¿Queda todavía alguna esperanza?