César Cervera | 28 de agosto de 2021
La mayor parte de la población de su país no es indígena, sino mestiza o directamente descendiente de los europeos. Reconciliarse con esa identidad es una necesidad para poder avanzar hacia el futuro sin complejos ni riñas atrasadas.
Señor Castillo. Le felicito por su elección y le deseo lo mejor en su andadura como presidente de Perú. La necesitará si su receta es la de esas repúblicas bananeras que abundan por el continente, que ya hemos visto cómo acaban. Deseo que deje a un país tan querido por los españoles como es Perú mejor de lo que lo encontró, y tal vez lo consiga incluso cargando a su espalda con una ideología tan caduca como el comunismo. Lo que más urge en países como el suyo es simplemente estabilidad, fortaleza, capacidad de unir a todos los peruanos. Eso está en su mano.
Le escribo esta carta para prevenirle de los peligros de incendiar el debate público con asuntos identitarios o históricos de improbable resolución, sobre todo improbable si son políticos quienes lo abordan y no los historiadores, para evitar hincarle el diente a los problemas apremiantes que tiene sobre la mesa. Estoy seguro de que tiene cuestiones más importantes que atender que, como dijo en su discurso de investidura, «acabar con las ataduras de la dominación que se han mantenido vigentes por tantos años» los conquistadores. Todas esas llamas solo van a servir para dividir más a la sociedad y, en general, para debilitar a toda la mancomunidad hispánica.
Hágase el favor de evitar ese camino tan conocido. El azar puso a Andrés López Obrador, nieto de españoles, al frente de México justo cuando se iban a conmemorar los 500 años de la Conquista de Hernán Cortés. Su empeño en reclamar peticiones anacrónicas de perdón y en reinventar la historia en términos radicalmente indigenistas ha estropeado cualquier posibilidad de sacar algo positivo de la efeméride, algo que de verdad sirva para acercar a México a sus raíces. Y el azar, llamémoslo el electorado peruano, le ha colocado a usted a la cabeza de Perú cuando ya se ve a la lejanía la conmemoración del inicio de la Conquista del Perú por Francisco Pizarro hace quinientos años también. No me cabe duda de que, si por entonces sigue gobernando, intentará que el relato negrolegendario fastidie también la ocasión de tender puentes entre su país y el mío.
Cuide su historia, cuide nuestra historia común, por favor. Eso le hará más fuerte, tanto como lo llegamos a ser cuando toda la comunidad hispánica empujaba en la misma dirección. La envidia del mundo. El terror de los anglosajones. El virreinato que hoy ocupa su país fue un prodigio del Barroco, uno de los epicentros de la economía mundial, un lugar donde desarrolló su obra el Inca Garcilaso de la Vega, «el príncipe de los escritores del Nuevo Mundo», hijo de una indígena y de un conquistador español, que dominó con puño de seda el castellano en ambos lados del océano.
Perú no es, como usted dio a entender en su discurso de investidura, lo mismo que el imperio inca. Perú es la realidad mestiza resultante que unió parte de los dos mundos. Las costumbres, culturas e instituciones del país tienen hoy más que ver con el antiguo virreinato que con los pueblos precolombinos. Sí, todo ello a consecuencia de un parto traumático donde la población indígena se llevó la peor parte en forma de enfermedades, violencia y colapso demográfico. Nadie está diciendo que la conquista fuera un camino de flores, pero forma parte del pasado, de nuestro pasado común, y de un proceso histórico donde no caben los juicios morales para evaluar desde nuestra cómoda visión el comportamiento de aquellas sociedades de hace 500 años.
Negar la identidad española de su pueblo le condena, a usted también (digo yo que el apellido Castillo tendrá alguna relación con el legado de Castilla), a la esquizofrenia, a no saber quiénes son realmente. La mayor parte de la población de su país no es indígena, sino mestiza o directamente descendiente de los europeos. Reconciliarse con esa identidad es una necesidad para poder avanzar hacia el futuro sin complejos ni riñas atrasadas. Ni siquiera es un problema de los peruanos con España, sino de los peruanos con los peruanos. Y es que ustedes, y no nosotros, son los verdaderos hijos de los conquistadores.
Ya le vaticino que mal va si su presidencia toma esa senda tan lucrativa a nivel populista, la de presentar a los españoles como un elemento disruptor de «unos antepasados que durante milenios encontraron maneras de resolver sus problemas y de convivir en armonía con la rica naturaleza que la providencia les ofrecía», como dijo en su primer discurso como presidente. O bien no está bien informado o directamente miente para mantener viva esa figura casi legendaria nacida en la Ilustración del mito del «buen salvaje», que dibuja a los indígenas y a las sociedades precolombinas como un paraíso perdido que corrompieron los europeos. Ni esas sociedades eran idílicas, ni las que quedaron tras la salida de las fuerzas realistas lo fueron.
La situación de los Andes centrales antes de la llegada de Pizarro estaba a años luz de ser una arcadia feliz. Lo primero que se encontraron los españoles en su avance hacia Cajamarca son los estragos de la guerra civil entre el estamento militar inca, representado por Atahualpa, y el sacerdotal de su hermanastro Huáscar. La guerra la ganaba entonces el primero, como pudieron adivinar los españoles en su avance desde San Miguel al interior de los Andes. En la fértil provincia de Caxas, Hernando de Soto describió un horizonte de cadáveres del bando sacerdotal colgados en altos cerros.
Eso sin hablar de que entre los rituales religiosos incas estaba el sacrificio de niños y de niñas procedentes de todo el imperio, en gran medida hijos de caciques locales que se veían obligados a ceder a sus descendientes al poder central. Sacrificar a niños no parece el mejor camino para la armonía en los Andes. Y es que le tengo que decir con todo el dolor de mi corazón, porque sé que le va a doler, y ya sabe que le deseo lo mejor, que el imperio español, a pesar de sus numerosos defectos, dio mejor encaje a todas las realidades nativas del continente de lo que lo hicieron los incas.
Sin puentes, sin caminos (recuérdeme un día que le hable del hito logístico y cultural que supuso el Camino Real que enlazaba Buenos Aires con Lima) y sin una lengua común, como es la de Cervantes, todos aquellos pueblos que vivían en supuesta armonía a lo máximo a lo que podían aspirar era al famoso hakuna matata, vive y sé feliz, cada uno en su aldea sin interactuar con quien tenían al otro lado del río. Los imperios, aunque cueste reconocerlo, cuanto más grandes más unen.
Es más, los indios encontraron mayor cobijo en la monarquía católica de la que lograron con todas esas repúblicas independientes y fragmentadas de la que es usted deudor. Las Leyes de Indias mantenían protegidas y blindadas legalmente a las comunidades indígenas que no estaban preparadas para lo que, con prepotencia occidental, llamamos la civilización. Sin embargo, cuando llegaron las repúblicas, con esa idea de que todo lo español había que enmendarlo, los mecanismos de protección cayeron y dejaron a los indios sin tierras, sin derechos, frente a lo que los libertarios designaban como progreso e igualdad. Y la igualdad los destrozó. Los dejó desamparados.
En conclusión, para ir terminando con esta parrafada de datos históricos que seguramente a usted se la trae al pairo, le recomiendo encarecidamente que se deje de batallitas anacrónicas. Que ponga los libros de Historia en el suelo y se aleje lentamente de ellos con las manos en la cabeza. Ya hay profesionales dedicados a estas cosas: se llaman historiadores. Si de verdad le interesa el bienestar de los indios preocúpese por los vivos, no por los muertos, que siguen sufriendo un estado de marginalidad en muchos rincones de su país. Y si de verdad quiere recolectar perdones para estas comunidades, no se vaya quinientos años atrás. Empiece por disculparse usted, y los padres de la república, por las leyes que han llevado a los indios a su situación más reciente.
P.D. He leído que se enfunda el sombrero chotano o «bambamarquino», confeccionado con tejidos con paja de palma, en un guiño a la población rural e indígena de donde procede, pero estoy casi seguro de que, al igual que su apellido, ese estilo vaquero lo trajeron los malvados castellanos. Lamento decirle que tiene de indígeno lo que Pizarro de inca.
Hispanoamérica son los americanos herederos de la tradición española, mientras que latinoamericanos son los herederos de la tradición latina, es decir, los pueblos que hablan lenguas derivadas del latín.
El mundo académico y el de la divulgación se dan la mano para frenar las mentiras sobre la historia de España y abrir paso al pensamiento crítico.