Javier Arjona | 29 de febrero de 2020
Una visita a la Sevilla que llegó a ser capital de al-Ándalus. La memoria de la cultura islámica y las aportaciones posteriores a la Reconquista.
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Cuando a mediados del siglo XII el sueño almorávide experimentaba el final de una lenta agonía, tanto en el norte de África como en la península ibérica, y comenzaban en al-Ándalus a recomponerse los reinos de taifas, una nueva doctrina de origen bereber se expandía de forma inexorable desde el Atlas marroquí, imponiendo una interpretación rigorista del islam que revitalizaba el modelo laxo y decadente de sus predecesores. Aquel movimiento fundamentalista de raíz chiita, surgido en la región del Sus, fijó su primera capital en Tinmel hacia el año 1121 y, apenas tres décadas más tarde, derrotaba a los monjes-soldado almorávides para establecerse de forma definitiva en la imperial Marrakech.
Para el reforzado ejército almohade se abrían entonces las puertas de un al-Ándalus en proceso de descomposición, formado por casi una veintena de pequeños estados gobernados por reyezuelos locales cuya conquista resultó, pese a algún que otro revés, relativamente rápida. Hacia el año 1172, se había completado una nueva unificación política del territorio musulmán peninsular, hasta el punto de poder organizar incluso alguna ofensiva contra los territorios cristianos que seguían rebajando la línea fronteriza tras la conquista de Toledo, y estaban entonces representados por los reinos de Castilla, León, Navarra y la recién vertebrada Corona de Aragón, fruto de la integración de los condados catalanes tras la llegada al trono de Alfonso II.
Los invasores norteafricanos habían conquistado la ciudad de Sevilla en el año 1148, y allí mismo, a orillas del Guadalquivir, fijaron su metrópoli andalusí dotando a la urbe de importantes infraestructuras y obras arquitectónicas, algunas de los cuales han llegado a nuestros días como testigos de aquel floreciente pasado. Décadas más tarde, concretamente en el verano de 1212, los almohades comenzarían su declive a costa de un impulso trascendental en la recuperación de la «Hispania Perdida» cantada en la Crónica Mozárabe. El ejército sarraceno fue derrotado en las Navas de Tolosa por la poderosa coalición de tropas cristianas encabezada por Alfonso VIII de Castilla, junto al desfiladero de Despeñaperros, en las estribaciones de la parte oriental de Sierra Morena. La capital musulmana no caería definitivamente hasta la campaña de Fernando III en 1248, cuando el reino de Sevilla pasó a formar parte de la reforzada Corona de Castilla.
Entre los vestigios que dejaron los almohades en la monumental ciudad hispalense, cabe destacar como elemento más característico la torre que hoy conocemos como la Giralda, y que originalmente fue el minarete de la antigua masyid. Se trata de una construcción gemela de la torre Hasan de Rabat y del alminar Kutubia de Marrakech, ambas levantadas en suelo africano por el califa Yaqub Al Mansur en el siglo XII. Tras la Reconquista, comenzaron las obras de la catedral gótica, erigida sobre los cimientos de la vieja mezquita, que conservó de su antecesora el actual Patio de los Naranjos, incorporado al templo. Un siglo después, a la Giralda se le añadió el tramo final que remata la torre, Giraldillo incluido, y que transformó la atalaya musulmana en campanario cristiano, elevando el edificio hasta los 104 metros y convirtiéndolo durante años en uno de los más altos de Europa.
Aunque se conservan edificios tanto civiles como religiosos, la arquitectura almohade obedecía de manera prioritaria a una cuidada estrategia militar defensiva. Por esa razón, cabe citar como otro de los monumentos representativos de la ciudad de Sevilla la albarrana Torre del Oro, levantada a modo de fortín para controlar el tránsito fluvial por el Guadalquivir, y unida con la Torre de la Plata mediante un tramo de muralla que también la conectaba con la Torre de Santo Tomás y de allí con el Alcázar. Con una altura de 36 metros, el nombre es una traducción de su denominación en árabe, que hacía referencia al brillo dorado de la construcción original que probablemente se reflejaba sobre el río. De los tres cuerpos que conforman el edificio, solamente el primero, el situado en la base y de forma dodecagonal, corresponde al periodo musulmán. El segundo se atribuye a Pedro I en el siglo XIV y el último es obra del ingeniero militar Van der Borcht, ya en el siglo XVIII.
También de época almohade data el primer puente sobre el río mandado construir por el califa Yusuf I, el mismo que también hizo levantar el palacio de La Buhaira, a partir de barcas flotantes enlazadas por cadenas. Fue el único puente para comunicar el centro de la ciudad con el arrabal de Triana durante casi siete siglos, ante el enorme coste que suponía construir uno de piedra, tal y como refieren las fuentes de la época de Felipe IV, cuando se preparó un proyecto con el visto bueno del conde-duque de Olivares, que finalmente no se llevó a cabo. No fue hasta 1852 cuando se construyó el puente de Isabel II en aquel mismo emplazamiento, hoy conocido popularmente como Puente de Triana.
Pasado y presente se unen en este lugar emblemático de entrada al barrio de Triana, cuando cada Viernes Santo procesiona la Hermandad del Cachorro con el Santísimo Cristo de la Expiración y se puede ver su silueta sobre el puente al filo de la medianoche regresando a la basílica. Otro elemento de influencia norteafricana fue el viejo acueducto romano, remodelado por completo en el periodo caldeo, y que estuvo en funcionamiento hasta su demolición a comienzos del siglo XX, suministrando agua a la capital desde el manantial de Santa Lucía en Alcalá de Guadaira. Por último, cabe mencionar la antigua muralla almohade, destruida casi por completo en el siglo XIX, y de la que en la actualidad se conservan algunos lienzos y cuatro de las puertas que daban acceso a la medina islámica, a aquella Ishbiliya que durante una centuria, a caballo entre los siglos XII y XIII, llegó a ser la capital de al-Ándalus.
El director de las jornadas sobre la Reconquista desmiente alguno de los tópicos sobre al-Ándalus y la vida de los cristianos en territorio musulmán.
Autor de multitud de estudios sobre la figura de Rodrígo Díaz de Vivar, David Porrinas, medievalista de la Universidad de Extremadura, explica la verdadera historia del héroe literario.