César Cervera | 30 de mayo de 2020
Los anacronismos enturbian nuestra comprensión del pasado. El colonialismo del siglo XIX guarda pocas similitudes con el proyecto de los Reyes Católicos, cuya prioridad fue salvar a las almas del paganismo.
El uso de términos contemporáneos para hechos ocurridos hace cinco siglos o diez puede dar lugar a auténticos disparates. De la misma manera que no se puede juzgar el pasado con ojos actuales, tampoco se puede, por ejemplo, calificar a Felipe II de fanático religioso en un tiempo en el que la tolerancia religiosa era algo impensable y donde política y religión eran la misma cosa. O hablar de la rebelión de los comuneros, en su mayoría pertenecientes a la nobleza media, como una revuelta progresista que tenía la república en su horizonte. Los anacronismos enturbian nuestra comprensión del pasado.
Hace unos días, conocí a través de las redes sociales la web llamada «Reparación del colonialismo», una iniciativa ideada en 2008 para promover la condena, la reconciliación y las indemnizaciones pertinentes entre las naciones europeas que participaron en el colonialismo y sus víctimas. En pocos años, este movimiento ha logrado importantes logros a nivel simbólico y también material. Algunos museos europeos de Alemania o Francia se han visto obligados a devolver patrimonio cultural que expoliaron a África a lo largo del siglo XIX.
Esta fantástica propuesta incluye, sin embargo, un importante anacronismo. Entiende que la Conquista de América por los españoles también forma parte de ese colonialismo y promueve, al puro estilo del populista presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, la reconciliación y reparación entre España y sus antiguos territorios de ultramar. Aparte del hecho acreditado de que México y la actual España son herederos casi a partes iguales de un imperio que hace mucho que ya no existe, lo de incrustar las acciones de los Reyes Católicos dentro de lo que llamamos hoy colonialismo europeo es algo más que cuestionable.
El colonialismo fue un fenómeno que vivió su máximo esplendor a finales del siglo XIX, cuando una serie de potencias europeas (incluida una España debilitada) se expandieron por África, Asia y algunos territorios inexplorados de América con objetivos puramente económicos. Sin producir ni mestizaje ni estabilidad, se desplazaron de manera depredadora, mirando desde cierta superioridad racial y moral a los pueblos que se interponían en su camino. Aquello guarda pocas similitudes con el proyecto iniciado en tiempos de los Reyes Católicos, en un contexto tardomedieval.
El brutal choque (no hay que esconder los abusos que se produjeron) entre dos civilizaciones radicalmente distintas que tuvo lugar a finales del siglo XV, y que dio lugar a un proceso de mestizaje racial y cultural sin parangón en la historia de la humanidad, se sale bastante de la definición de colonialismo. El objetivo español nunca fue el de exprimir las materias primas locales con el fin de saltar a la siguiente colonia o el de usar América, al igual que los británicos emplearon Australia, como un lugar de castigo o de segunda. La Monarquía hispánica buscaba replicar su territorio en otros lugares y encontrar rentabilidad económica allí por donde pisaba, pero sin colocar unos territorios subordinados a otros. Lima era tan parte de España como podían serlo Burgos o Toledo y, por eso mismo, llegó a alcanzar una magnitud jamás soñada por muchas ciudades castellanas.
Siguiendo la simplificación de considerar toda invasión en el pasado como colonialismo, cabría entonces preguntarse: ¿las acciones de los antiguos romanos también fueron colonialismo? ¿Y la invasión musulmana de la península ibérica? ¿Es Alejandro Magno el primero de una larga estirpe de colonialistas?
No creo que ningún español, a sabiendas de que en nuestra sangre hay litros y litros de cultura y tradiciones latinas y de otros pueblos que «colonizaron» la península, esté muy interesado hoy en que Italia nos devuelva el oro robado en las riquísimas minas de León o que Túnez repare de algún modo las vidas de los honderos baleares que Aníbal Barca inmoló en su guerra contra la República de Roma. Por no hablar de las matanzas causadas por pueblos que un día fueron llamados invasores y que hoy, sin embargo, son padres de nuestra cultura. Los actuales habitantes de Hispanoamérica deben aprender que en sus venas circula tanto la sangre de los conquistadores como la de los indígenas. La reconciliación para estos pueblos pasa por aceptar su identidad y curar, de puertas para dentro, sus heridas.
Lo mismo que con el colonialismo ocurre con el uso de otros términos contemporáneos como genocidio. ¿Ordenaron los Reyes Católicos un «exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad» en el Nuevo Mundo? No. De hecho, lo que Isabel ordenó fue expresamente que «no consientan ni den lugar que los indios reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados». La razón del hundimiento demográfico que sufrió el continente no fue culpa de la violencia de los conquistadores, que en muchos casos desobedecieron las instrucciones de la Corona y maltrataron a los indios, pero, ya fuera por razones religiosas o económicas (la necesidad de mano de obra), sabían que era imprescindible mantener con vida a los indios. Los virus fueron los verdaderos culpables.
Como explica Jared Diamond en su libro Armas, gérmenes y acero, los habitantes de América habían permanecido aislados del resto del mundo y pagaron a un alto precio el choque biológico. Cuando las enfermedades traídas desde Europa, que habían evolucionado durante miles de años de humanidad, entraron en contacto con el Nuevo Mundo, causaron miles de muertes frente a la fragilidad biológica de sus pobladores. Un sencillo catarro nasal resultaba mortal para muchos indígenas. El resultado fue la muerte de un porcentaje estimado del 95% de la población nativa americana existente a la llegada de Colón debido a las enfermedades.
Los españoles no aplicaron un plan «sistemático» para exterminar a una raza u otra, como así haría, por ejemplo, el rey belga Leopoldo II para obtener caucho en el Congo. Para los españoles de su tiempo, la clase social era bastante más importante que la raza, mientras que para los Reyes Católicos o la Iglesia de Roma la prioridad, incluso por encima de cuestiones económicas o estratégicas, era salvar a esas almas del paganismo. La evangelización de los locales era incompatible con acciones que pudieran causar daño a los indios, como bien denunció Fray Antón de Montesino o Fray Bartolomé de las Casas. Cabe no olvidar que cada época tiene su propia mentalidad y su propio lenguaje.
La historia nos enseña lo nociva que puede llegar a ser una herida mal curada para el crecimiento de los países.
Alejandro Rodríguez de la Peña
Podemos encontrar principios legitimadores en la conquista militar de América.