Pilar Marcos | 03 de junio de 2021
Es posible que la gente del común nunca lleguemos a conocer ni el origen ni las cualidades naturales o artificiales del virus que ha causado la COVID. Pero hay algunas preguntas que la ciudadanía de los países democráticos tiene derecho a plantear.
Fue tres años y medio antes de la caída, o derribo, o más bien desplome del Muro de Berlín: en la madrugada del sábado 26 de abril de 1986. Una serie de explosiones destruyen el reactor y el edificio del cuarto bloque de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil. Pocas horas después de ese mismo día, en Polonia, Austria, Alemania y Rumanía se detectan niveles inesperadamente altos de radiación en la atmósfera. Los días siguientes se van sumando los países que alertan del exceso de radiación: Suiza, Italia, Francia, Bélgica, Holanda, Reino Unido, Israel… Esa alerta de nube tóxica llega a Estados Unidos entre el 5 y el 6 de mayo.
Lo que ocurrió entonces, y después, está detalladamente documentado en Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexievich, periodista y escritora bielorrusa que fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura en 2015. El resumen de aquello es bien conocido, porque algunos capítulos del libro de Alexievich fueron trasladados a la pequeña pantalla en la célebre serie Chernobyl, de HBO.
En 1986 el mundo reforzó su conciencia del riesgo de los accidentes nucleares. 35 años después, Chernóbil sigue siendo el más grave episodio de contaminación nuclear, aunque no hay contabilidad fiable ni de fallecidos, ni de contaminados, ni de las secuelas de los afectados por esa contaminación.
Sí hay cierto consenso sobre el impacto que tuvo Chernóbil para terminar de desmontar la propaganda de la eficacia soviética, y de terminar de poner en marcha su hundimiento. Ni eficacia, ni transparencia: tuvieron que reconocer el accidente porque hay medidores de contaminación nuclear, porque era posible seguir el rastro de la radiación hasta la ciudad de Pripiat. Tuvieron que pedir ayuda, después, para construir un inmenso sarcófago para aislar el reactor de la tragedia. Ahora bien, ya no existe la URSS, pero Bielorrusia vive bajo la bota de Lukashenko y Rusia de la de Putin.
Hay un riesgo de contaminación mayor que el nuclear. Mayor porque es indetectable hasta que las personas enferman. Mayor porque los contagios van muy por delante de la enfermedad. Mayor porque, en demasiados casos, el resultado final es la muerte del contagiado. Según la contabilidad oficial, ya son más de 3,5 millones de personas las que han fallecido en todo el mundo desde los primeros meses de 2020, cuando se dio la alerta por la velocidad de expansión de la pandemia por la enfermedad de la COVID-19. Y 3,5 millones de personas equivale, por ejemplo, al conjunto de la población de la ciudad de Madrid.
Es ahora, año y medio después, después de que el expresidente Donald Trump y sus sonoras admoniciones hayan quedado arrumbadas como excrecencias de un personaje excesivo, cuando empieza a sonar con fuerza la alerta sobre la posibilidad de que el virus que ha paralizado el planeta, nos ha empobrecido, enfermado y atemorizado, no sea un fatídico accidente natural, sino quizá, quién sabe, una fuga del laboratorio de alta seguridad de Wuhan. Y quizá, quién sabe, esa fuga no sea de un virus surgido de la evolución natural de esos patógenos sino del trabajo de investigación genética del propio laboratorio de alta seguridad de Wuhan. Ecos de Chernóbil.
Ya no es tabú plantearlo o pedir que se investigue. Lo era cuando lo decía Trump, a tal punto que la plataforma Facebook anulaba cualquier comentario en ese sentido. Ya no lo hace. La diferencia es que ahora es el presidente Joe Biden quien ha encendido la alarma y reclama saber la verdad. Y ahora -¡qué cosas!- empieza a sugerirse que las variantes del virus dejen de tener el nombre del lugar en el que surgen para clasificarlas con el alfabeto griego: alfa, beta, gamma… Es decir, ni virus chino ni variante india o brasileña o británica: ¡ya!
Es posible que nunca se sepa, que la gente del común nunca lleguemos a conocer ni el origen ni las cualidades naturales (azarosas) o artificiales (de modificación genética) del virus que ha causado la enfermedad COVID. Pero hay algunas preguntas, muy elementales, que la ciudadanía de los países democráticos tiene derecho a plantear en busca de respuesta.
Ahí va media docena de esas posibles preguntas, a modo de ejemplo:
1.- ¿Podría haberse acelerado la reacción internacional a la expansión del virus en caso de haber tenido una información más precisa, puntual (…y sincera…) de las autoridades chinas?
2.- ¿Qué responsabilidad tiene la Organización Mundial de la Salud al no haber trasladado esa exigencia de rápida y certera información a las autoridades chinas en tiempo real?
3.- ¿Se podría haber reducido el balance de afectados y de fallecidos con una información más detallada al inicio de la pandemia? ¿Es posible estimar en qué medida?
4.- ¿Se está estudiando algún tipo de protocolo para que, en el futuro, las alertas y la reacción ante una posible fuente de contagio de origen biológico sea más rápida, coordinada y, sobre todo, eficaz?
5.- Es decir, ¿nos estamos preparando para reaccionar mejor ante una eventualidad de estas características en el futuro?
6.- ¿Influye en algo y -en su caso, en qué- que el origen del virus sea natural o, por el contrario, de trabajo de laboratorio a la hora de estimar la eficacia de las vacunas que se están desarrollado? Si no influye en nada, debería explicarse. Ya ha pasado un año y medio del arranque de la pandemia.
Sin duda, los expertos podrán plantear preguntas mucho más atinadas y precisas, pero este debate empieza a abrirse paso en el mundo. Antes o después llegará a España.
Ni Chernóbil ni la crisis del coronavirus son guerras. No habrá más victoria que la que nosotros nos inventemos. En ese relato las víctimas quedan en un plano secundario.
Las consecuencias del coronavirus sobrepasan los aspectos de salud. La economía china puede sufrir un duro golpe que afectaría a gran parte del mundo, incluida España.