José F. Peláez | 06 de noviembre de 2020
La americana es una sociedad rota, fracturada, partida en dos, quebrada en lo más profundo y con problemas muy graves que avecinan tormenta y conflictos violentos de dimensiones aún no predecibles. Y no solo por culpa de Trump.
Si me dedicara a la demoscopia en Estados Unidos, iría cerrando el garito para dedicarme a vender batidos de fresa en un bar de una carretera de Nebraska o a colocar rarezas a ‘rednecks’ en una de esas tiendas de empeños que salen en la tele y que lo mismo te venden el bigote de Groucho Marx en Sopa de Ganso que la espada de George Washington en la batalla de Trenton. Porque se han lucido. En el caso de que se confirme la victoria demócrata -y parece que el resultado final va para largo-, Joe Biden habría ganado las elecciones por un escasísimo margen y no por los más de diez puntos porcentuales que anunciaban los supuestos expertos. Desde luego, el candidato demócrata no podía ser peor -con permiso de Hillary Clinton– y uno no puede evitar pensar que, sin límite de mandatos, Barack Obama podría haber sido presidente más años que Felipe González. En cualquier caso, se comienza a rumorear que Biden podría ser solo una tapadera y que la verdadera candidata sería la vicepresidenta, Kamala Harris, que sucedería a Biden sin necesidad de pasar por las urnas.
No obstante, se demuestra, una vez más, que las encuestas son un arma de propaganda al servicio del que las paga y que tienen como único objetivo influir en la opinión pública, en el estado de ánimo y en las tendencias sociales. Que se han hecho «un Tezanos», vaya. Porque Biden iba a barrer y esto iba a ser un paseo militar. Y no. No lo ha sido. Donald Trump perdería la reelección -algo que no sucedía desde Bush Sr. en 1992- por los pelos y pidiendo Biden la hora.
En cualquier caso, Trump se autoproclamó ganador en Washington a media mañana, como Napoleón se autocoronó emperador en Notre Dame. Sus seguidores, en lugar de avergonzarse y bajar la cabeza sonrojados por el grotesco espectáculo, se vinieron arriba, claro. Ese barriobajerismo y ese estilo desagradable y macarra que tan bien le funciona a Trump es marca de la casa y sus votantes lo valoran. ¿Para qué cambiar? Me cuesta entender el porqué, pero, al fin y al cabo, también aquí ganaba Jesús Gil y los votantes socialistas aguantan que les mientan sistemáticamente sin apenas inmutarse. Porque Trump ha mentido, ha mentido en todo. Y le da igual, tanto a él como a sus votantes. Esto no deja de ser sorprendente en un país en el que Bill Clinton o el propio Richard Nixon tuvieron que dimitir por mentir. La verdad no aplica para populistas.
Luego, acusaciones de pucherazo, sombras de dudas, terraplanismo y pócimas mágicas del jefe de la tribu de los «rostros-naranja» que en España compran los mismos que acusaron de fraude a Pedro Sánchez y a Indra. Aunque sea ridículo, no resulta cómico sino trágico. Estos berrinches y pataleos ponen en peligro la credibilidad de la democracia americana y de las instituciones, en un acto de una irresponsabilidad sin parangón que anuncia conflictos graves en breve.
Porque la americana es una sociedad rota, fracturada, partida en dos, quebrada en lo más profundo y con problemas muy graves que avecinan tormenta y conflictos violentos de dimensiones aún no predecibles. Y no solo por culpa de Trump. La violencia identitaria del movimiento Black Lives Matter, alentado y promovido por el partido demócrata, está, al menos, al mismo nivel de ignominia e irresponsabilidad que el populismo trumpista, igual de identitario, pero en otro sentido: el de la América rural, profunda, la nacionalista, la del hombre blanco y, en definitiva, la de los soldados tuiteros de una guerra cultural tan cacareada como cuestionable. Desde luego, no cabe duda de que estos movimientos estaban pensados para movilizar a la América negra, pero han logrado llevar a las urnas finalmente también a la clase media blanca, que se ha refugiado en Trump ante un miedo tan real como comprensible.
Trump no ha sido capaz de ganar una sola ciudad importante en Estados Unidos y es muy difícil ser presidente de los Estados Unidos sin ganar en los grandes núcleos de población
Contra todo pronóstico, hay indicios que muestran que -exceptuando California- el voto hispano ha resultado igualado, aunque no es homogéneo ni un bloque y se comporta diferente según procedencia. Mientras que el voto mexicano -concentrado en Nevada, Arizona, Texas y California- es demócrata, el resto -venezolano, puertorriqueño y cubano- está radicado sobre todo en Florida, Detroit, Michigan y New Jersey y muestra un considerable apoyo a Trump. Sirva un ejemplo: Trump tiene más votos en Queens -con gran presencia afroamericana- que en Manhattan, un hervidero de blancos adinerados. El eje es otro.
Porque la misma tendencia se ve en los estados industriales -Ohio, Michigan, Wisconsin-, en los que Trump obtiene un buen resultado. Es decir, la guerra contra China, el proteccionismo y los aranceles hacen que el voto obrero recaiga en Trump. Lo que sigo sin entender es que haya un solo español que simpatice con aquel que impone aranceles a sus vinos, a sus jamones y a sus aceites. Pero, bien pensado, ¿a quién le importa perder dinero si puede fardar en el bar de haber puesto en su sitio a George Soros?
Aun así, Trump no ha sido capaz de ganar una sola ciudad importante en Estados Unidos y es muy difícil ser presidente de los Estados Unidos sin ganar en los grandes núcleos de población, lugares multirraciales, abiertos y capitalistas. ¿O nos quieren hacer creer que Las Vegas -donde arrasa Biden- es un soviet furibundo? ¿Es Wall Street -abrumadoramente demócrata- un núcleo bolchevique? ¿Y Silicon Valley -aplastante para los del burro-, un centro de peligroso comunismo? No. Trump ha sido derrotado -de confirmarse- por el propio capitalismo, por el sistema, por el orden y por un establishment que, pese a sus indudables méritos económicos, ve en Trump un peligro.
A pesar de todo, la derrota de Trump no deja de ser un éxito rotundo e innegable. Ha estado a punto de ganar, con todo en contra. Y cuando digo todo, es todo. Todos los medios -menos la FOX-, el cine, el mundo de la música, del arte, los intelectuales, la bolsa, el mundo empresarial y hasta la NBA. Y creo que, precisamente, esa es la razón por la cual le ha ido mejor de lo esperado: por una reacción natural en ciertas bolsas de votantes. Ser el candidato perdedor es perfecto cuando la mayoría de gente se siente perdedora. Y vota a su candidato, que no es otro que Trump. Y, sobre todo, porque Trump -como Vox, como Sánchez y como todo el que sepa de marketing– alude al sentimiento primario, al miedo. Y desde ahí construye su relato. Funciona un tiempo, pero la fórmula tiene un límite. Esperemos que la derrota de Trump sea ese límite y marque una tendencia que suponga el comienzo del fin del nacionalpopulismo a nivel mundial y, sobre todo, por lo que nos toca, en España.
No obstante, haríamos mal en hacernos trampas al solitario cayendo en el ventajismo. El resultado podría aún hacer ganador a Trump y el análisis no cambiaría un ápice. Existe una profunda brecha entre las elites intelectuales y mediáticas y parte del pueblo, tanto en Estados Unidos como en España. Al que dijo eso de «es la economía, imbécil» habría que ponerle delante de la realidad. Esta no es una mala tarde. Esta es la realidad, es este el sino de los tiempos, el devenir lógico de la democracia, que para legitimarse intelectualmente en tiempos de posverdad ha de pedir el voto a una sociedad débil, inculta, fanatizada y enferma de tele y redes.
Por eso ha de hablar a millones de votantes irreflexivos en su idioma: no entienden otro. Y funciona. La emoción lleva a la acción, mientras que la razón solo lleva a conclusiones. No quedan muchos votantes racionales, que busquen la prudencia, la moderación, la buena gestión. La turba desprecia la técnica para echarse en manos de la emoción. Pues bien, hay dos emociones fundamentales: buscar el placer y evitar el dolor. Hemos visto que el dolor se activa con el miedo. Pero el placer, a través de la esperanza. ¿Entienden ahora por qué no hay nada que hacer?
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