Óscar Vara | 14 de abril de 2021
El fin de la Guerra Fría nos había hecho ciegos a la importancia de las propuestas revolucionarias, que adquirirían cada vez mayor protagonismo en el mundo musulmán.
El engaño al que nos somete un espejismo guía nuestra comprensión en dos direcciones que son opuestas. En la dirección del objeto, el espejismo nos oculta la realidad que deberíamos estar viendo. Lo que creemos observar no está allí, sino en otro lugar, y lo que deberíamos estar observando queda oculto por el espejismo. Pero la falsa imagen también se dirige hacia nosotros, ya que nuestro deseo, en su autonomía, añade el error de buscar en el espejismo lo que ansiamos, no lo que hay en él.
De los muchos engaños que ha vivido mi generación, la caída del Muro de Berlín puede haber sido el mayor de ellos. No porque no ocurriera, ni porque no tuviera una enorme trascendencia, sino cualidad «espejística», si se me permite decirlo así. Por un lado, el desplome del bloque soviético y su conversión a los moldes económicos y políticos occidentales ocultó el siguiente reto revolucionario en el que viviría el mundo a partir de ese momento. Por otro, el éxito de Occidente se manifestó también en forma de un desinterés algo soberbio.
Porque, el 9 de noviembre de 1989, creímos que se ponía fin a una pugna feroz entre dos sistemas opuestos de organización social y que, al fin, Hegel se sentiría convalidado en su afirmación de que la historia se había terminado con la batalla de Jena en 1806. Por fin se culminaba el camino hacia el gobierno «universal y homogéneo», como reiteraba Alexandre Kojève, y los ideales de la igualdad y la libertad de la Revolución francesa se impondrían sucesivamente por el mundo, dando lugar al fin de la historia, como se apresuraría a recordar Francis Fukuyama.
La democracia liberal, como sociedad y sistema de gobierno, eran el estadio final de la evolución de las sociedades. Un sistema que daría por cumplido el deseo más esencial de los seres humanos según Hegel: el deseo de reconocimiento, la satisfacción de la vanidad. Hay que recordar que la importancia de la vanidad fue tema común y fundamental en el pensamiento de Thomas Hobbes y John Locke, que encontraron distintas respuestas para evitar la tendencia disruptiva para la sociedad que representa este deseo.
Ese triunfo de la democracia liberal sería siempre inestable, sin embargo. Fukuyama se dio cuenta de la tensión que habita en este sistema social y que pondría constantemente en peligro la consecución de la armonía en las sociedades «modernas» (es decir, nacidas de la Modernidad). Porque, por una parte, la izquierda vería en las democracias liberales, apoyadas en el libre mercado, un mecanismo de perpetuación, e incluso de aumento, de las desigualdades económicas. Mientras que la derecha resaltaría justo lo contrario, que la democracia liberal es un propósito perpetuo de igualación injusta y perjudicial de lo que siempre será desigual, es decir, de la naturaleza humana.
A pesar de ello, Fukuyama era optimista, porque esa pugna no evitaría que el progreso material, el crecimiento de la independencia personal y de la comodidad se convertirían en una forma ejemplar, en el arquetipo de lo que cualquier persona en el mundo debería desear. A partir de ahí, las democracias liberales se impondrían, con mayor o menor facilidad, en un período de tiempo más o menos dilatado, como formas de gobierno universales.
Pero las naciones que vivieron en el bloque soviético han mantenido una gran resistencia a cumplir este vaticinio. Unas veces, en forma de autoritarismos que se resisten al aspecto liberal de la democracia y que prefieren promover regímenes más iliberales (como ocurre actualmente con Polonia y Hungría). Otras, porque la cultura del país, incluso cuando ha tenido un contacto intenso con la Modernidad (el marxismo es Modernidad en estado puro), manifiestan una gran resistencia a realizar esa transición vaticinada y se enrocan en su versión más antidemocrática cuanto más prósperas son, como ocurre en China y puede ocurrir en la India.
Pero el espejismo se manifestó en su plenitud por nuestra incapacidad para ver lo que ya llevaba tiempo ocurriendo, incluso antes de que el Muro de Berlín cayera. Hizo falta un fenómeno espectacular para que se nos hiciera evidente que Occidente estaba lejos de haber vencido. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron la carta de presentación de una ideología que aspira a gobernar el mundo bajo unos supuestos contradictorios con la democracia liberal. La acción se atribuyó a una corriente islamista, de carácter suní, que desea un mundo gobernado bajo un califato, esto es, un poder civil no tutelado por religiosos, pero sí gobernado por leyes islámicas.
El final de la Guerra Fría nos había hecho ciegos a la importancia de estas propuestas revolucionarias, que adquirirían cada vez mayor protagonismo en el mundo musulmán, pero que, como digo, ya estaban operativas antes de 1989. Cuando la Revolución islámica de Irán triunfó en 1979, el chiísmo irrumpió presentándose también como una ideología con ambiciones internacionalistas de transformación del orden mundial. Una pretensión compartida con los movimientos revolucionarios marxistas, aunque con una capacidad de actuación mucho menor. El proyecto abanderado por el Ayatolá Jomeini no era igual que el de los suníes, sino que buscaba instaurar en el país el llamado wilayat al Faqih, es decir, un gobierno en el que los clérigos impusieran su conocimiento de la jurisprudencia islámica para someter la política de los laicos a la moral emanada del Corán. No hay que olvidar que en eso siguen, ahora apoyados en la energía nuclear.
Así las cosas, los optimistas que confiaban en la tesis de Hegel/Kojève/Fukuyama sienten ahora el vértigo. Porque el Fin de la Historia se resiste a cumplirse y, es más, parece decidido a deshacerse donde ya había logrado instalarse.
Irán sigue suponiendo todo un desafío en el terreno geoestratégico. Las dudas sobre su programa nuclear y los esfuerzos por extender su influencia en Oriente Medio serán temas fundamentales en la política exterior del próximo presidente de Estados Unidos, Joe Biden.
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