Antonio Alonso | 17 de agosto de 2021
Afganistán vuelve a ser un país compuesto por infinidad de señores de la guerra locales, incapaces de extender su mando más allá de unos cuantos kilómetros, lo suficiente para saciar su sed de dominio y controlar las riquezas naturales que posean.
Se veía venir, pero nadie quería creérselo. El propio Joe Biden explicó el 8 de julio en la Casa Blanca la reducción de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, y en la rueda de prensa posterior, un periodista le preguntó: «¿Es ahora inevitable la toma de Afganistán por los talibanes?». Biden respondió que no era inevitable porque «las tropas afganas tienen 300.000 (soldados) bien equipados, tan bien equipados como cualquier ejército del mundo, y una fuerza aérea contra unos 75.000 talibanes. No es inevitable». Los periodistas volvieron a la carga y le preguntaron si confiaba en los talibanes. La respuesta de Biden volvió a ser clara: «Es una… es una pregunta tonta. ¿Confío en los talibanes? No. Pero confío en la capacidad del ejército afgano, que está mejor entrenado, mejor equipado y más competente en términos de conducción de la guerra». Bueno, apenas un mes más tarde el escenario no es precisamente ese. Va a ser verdad eso que llevamos 20 años escuchando de labios de los islamistas: «Vosotros tenéis los relojes, nosotros tenemos el tiempo». O aquella otra consigna: «Afganistán es tumba de imperios. Ya echamos al Imperio Soviético. Echaremos también al Imperio Yanqui«.
Este tristísimo episodio de la Historia de Afganistán abre una serie de interrogantes y de debates. Lo primero que hay que señalar es la mezcla de rabia, dolor y desesperación que deben de estar sintiendo millones de afganos: parecía que su país había emprendido la senda de estabilización que podría llevarles a una vida en paz y cierta prosperidad, pero todo ha saltado por los aires en cuestión de semanas. No obstante, no nos engañemos, en buena parte del país las niñas no podían ir a la escuela y las mujeres seguían llevando burka y sufriendo lapidaciones públicas; la libertad fue apenas un espejismo para los habitantes de las capitales de provincia.
la estupefacción que deben de sentir los hombres y mujeres, los soldados que arriesgaron su vida por estabilizar aquel territorio, o las familias que incluso perdieron a algún ser querido en aquel país, no será menor que la de los propios afganos
En segundo lugar, la estupefacción que deben de sentir los hombres y mujeres, los soldados que arriesgaron su vida por estabilizar aquel territorio, o las familias que incluso perdieron a algún ser querido en aquel país, no será menor que la de los propios afganos. Los miles de soldados que han pasado por allí, las decenas de cooperantes que han trabajado duro en condiciones penosas para mejorar, aunque fuera levemente, las vidas de aquellas personas, pensarán en estos momentos que todo aquel esfuerzo fue en vano, que todo fue para nada. Algunos analistas estiman el coste de esta guerra entre 2 y 3 trillones de dólares (es decir, un 2 seguido de doce ceros). Tantos millones de euros tirados por el sumidero o, peor aún, inversiones en infraestructuras civiles o en equipamiento militar que han acabado en manos de los talibanes, listos para su uso y disfrute.
En tercer lugar, el papel de la comunidad internacional. La Unión Europea hablaba hace escasos meses de lo importante que era integrar a Afganistán en la interconectividad de la región vecina, Asia Central (aquellas cinco repúblicas exsoviéticas que pronto volverán a sonarnos: Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán), para aumentar las posibilidades de éxito del incipiente desarrollo económico de Afganistán.
¿Y qué decir del papel de EE.UU.? Donald Trump sorprendió a propios y extraños buscando llegar a acuerdos con los talibanes, para cumplir aquello ya iniciado por Obama: hay que sacar a EE.UU. de aquellos escenarios bélicos lejos de casa y centrarse en los problemas internos del país (que no son pocos: la crisis sanitaria, la económica y as tensiones sociales, por citar sólo algunos). El cambio en la Casa Blanca ha proyectado una imagen de debilidad del propio país en el escenario mundial: no solo se puso en cuestión su sistema electoral, una de las bases de las democracias contemporáneas, sino que se vieron escenas en el Capitolio poco edificantes. Aquellas negociaciones entre Pompeo y los talibanes tenían, parece ser, sus líneas rojas; ahora, viendo la debilidad del nuevo inquilino de la Casa Blanca, los talibanes han decidido traspasarlas y ver qué pasa. ¿Volverá EE.UU. a meterse allí en otra guerra? Parece que no: Biden ha afirmado que «No podemos combatir en una guerra que el propio ejército afgano no quiere luchar». Además, el antagonista de EE.UU. no son los talibanes, es China. Ese es el próximo escenario de preocupación.
La sensación que queda es de profunda tristeza y dolor, desesperación porque aquel pueblo parece que no puede o no quiere salir de la barbarie
¿Y qué podemos señalar de otros actores internacionales relevantes? Rusia y China realizaron ejercicios militares conjuntos en julio en territorio centroasiático limitando con Afganistán, pero ninguno de los dos ha evacuado a su personal diplomático de Kabul. Viendo su reacción, surge un gran interrogante: ¿hasta dónde sabían de antemano que esta situación iba a acabar así, con los talibanes de nuevo en el poder? Los talibanes son, en realidad, una multitud de grupos, cada uno con sus líderes propios. Afganistán vuelve a ser un país compuesto por infinidad de señores de la guerra locales, incapaces de extender su mando más allá de unos cuantos kilómetros, lo suficiente para saciar su sed de dominio y controlar las riquezas naturales que posean. Con cada uno de ellos tendrán que negocia los contratistas extranjeros (rusos y chinos, principalmente) para explotar sus recursos.
Una cuarta cuestión, muy al hilo del papel de la comunidad internacional, es averiguar cómo ha sido posible que tras la derrota de Al Bagdadi, el líder del Estado Islámico, los combatientes que luchaban en Irak y Siria atravesaran cientos de kilómetros hasta llegar a Afganistán y allí se entregaran pacíficamente a las autoridades locales. ¿Quién les trasladó allí? ¿Quién lo permitió? ¿Por qué? ¿Se convertirá de nuevo Afganistán en campo de entrenamiento y refugio para los yihadistas globales? Recordemos que el ya difunto Ministro de Defensa Alonso dijo que nuestros soldados estaban luchando en Afganistán por los derechos y libertades de los españoles.
En suma, se puede decir que la sensación que queda es de profunda tristeza y dolor, desesperación porque aquel pueblo parece que no puede o no quiere salir de la barbarie. Solo queda un pequeño rayo de esperanza (completamente naif) de que estos talibanes no serán tan malos como los de hace 20 años y se comportarán un poco más civilizadamente y, aunque traten con puño de hierro a su propia población tengan la inteligencia necesaria para ofrecer un guante de seda a la comunidad internacional y no se conviertan en fuente de problemas como cuando decidieron jugar al gato y al ratón con EE.UU. en 2001.