Núria González Campañá | 26 de julio de 2021
El desmantelamiento de los principios liberal-constitucionales no se produce en un solo momento, a través de un golpe de estado o de la suspensión de la Constitución, sino que tiene lugar de manera gradual.
¿Es posible para la Unión Europea continuar siendo el mismo proyecto político liberal aun cuando sus Estados miembros se hayan convertido en democracias iliberales? Uno de los principales riesgos para la supervivencia del proyecto europeo tal y como lo conocemos es el desmantelamiento de los principios del constitucionalismo liberal. El proyecto europeo original está muy imbuido de la idea del fin de la historia, es decir, el convencimiento de que no hay alternativa a la democracia liberal constitucional. Sin embargo, en los países en los que ha triunfado un planteamiento iliberal, siendo Hungría y Polonia los casos más conocidos, se nos dice que sí hay alternativa al liberalismo político.
Mientras que en una democracia liberal el principio mayoritario no prevalece sobre cualquier otra consideración y el gobierno debe estar sometido a pesos y contrapesos, en una democracia iliberal el gobierno se convierte en el único representante legítimo de la nación, que habla así con una sola voz y no puede estar limitada ni controlada. Especialmente si esos límites proceden de fuera del Estado-nación, lo que supone un reto mayúsculo para el funcionamiento de la UE.
El desmantelamiento de los principios liberal-constitucionales no se produce en un solo momento, a través de un golpe de estado o de la suspensión de la Constitución, sino que tiene lugar de manera gradual. Se trata de un proceso de erosión, como explican Ginsburg y Huq, en el que se usan mecanismos de cambio constitucional para socavar la democracia liberal y crear un régimen en el que las elecciones se siguen celebrando, pero cada vez es más difícil la alternancia en el poder. El orden constitucional resultante puede parecer democrático, pero si se examina en profundidad, se percibe que ha sido alterado de manera significativa. Veamos algún ejemplo de estas prácticas.
En Hungría, por ejemplo, el partido en el gobierno desde el año 2010, Fidesz, modificó la Constitución (en los meses posteriores a su llegada al poder) para alterar el modo en que se nombran los jueces del Tribunal Constitucional. Si antes se exigía que una mayoría de partidos presente en el Parlamento diera su visto bueno y luego hubiera un voto afirmativo de 2/3, ahora es simplemente necesaria una mayoría de 2/3, lo que, como se verá, significa que no es imprescindible el consenso, es decir, el pacto con la oposición. Aunque una mayoría de 2/3 pueda parecer muy cualificada, hay que tener en cuenta que la ley electoral húngara permite que el partido mayoritario, aun obteniendo menos del 50% del voto popular (como le ha sucedido a Fidesz en las dos últimas elecciones de 2014 y 2018), pueda alcanzar más de 2/3 de los escaños en el Parlamento. Si a esto se le añade otra reforma en virtud de la cual se aumenta el número de jueces en el Tribunal Constitucional, eso significa que la fuerza política dominante (gracias a esa super-mayoría de 2/3 en el Parlamento) se asegura el control de una institución que debería ser uno de los principales contrapoderes del gobierno.
Frente a este tipo de intervenciones iliberales (como socavar la independencia del poder judicial) la Unión Europea dispone de algunos mecanismos considerados soft law promovidos por la Comisión Europea: los informes anuales sobre el Estado de Derecho, cuya publicación se inició en el año 2020, y el Marco del Estado de Derecho, un diálogo entre la Comisión y un Estado miembro que se inicia para evaluar la actuación de ese Estado con el objetivo de evitar cualquier amenaza sistémica. Si dicha amenaza persiste, se puede incoar el procedimiento previsto en el artículo 7, apartado 1, del TUE, conocido como botón nuclear, puesto que prevé una discusión en el seno del Consejo que puede conllevar la retirada de derechos al Estado infractor. Sin embargo, la exigencia de unanimidad hace muy difícil que esta iniciativa pueda prosperar. Y aun sin ser soft law, deviene ineficaz (hasta ahora, por lo menos). De hecho, en la actualidad hay dos procedimientos activados contra Polonia y Hungría sin que se haya avanzado después de varios años de negociaciones.
Por el momento, y a la espera de que el Reglamento aprobado en diciembre de 2020 que vincula la recepción de fondos europeos con el respeto al Estado de Derecho sea un instrumento eficaz, el mecanismo más útil ha sido el Tribunal de Justicia, tanto por la vía de las cuestiones prejudiciales como, sobre todo, a través de los procedimientos de infracción que ha presentado la Comisión. Desde la famosa sentencia Associação Sindical dos Juízes Portugueses, de 27 de febrero de 2018, el Tribunal ha incorporado plenamente al derecho comunitario el artículo 2 del TUE, que establece los valores y principios sobre los que se basa la Unión Europea. Ello ha permitido que el Tribunal entre a dirimir cuestiones de independencia judicial dentro de los Estados miembros, con una reciente saga de sentencias sobre Polonia.
Sin embargo, y a pesar de que se ha demostrado su efectividad para preservar la democracia liberal en los Estados miembros (i.e. Polonia ha realizado alguna modificación a raíz de las sentencias del TJUE), la Comisión no está explotando lo suficiente la vía de los procedimientos de infracción, como denuncian Pech y Kochenov. Es momento de que las instituciones europeas dejen de vacilar y decidan si están dispuestas a defender el constitucionalismo en Europa. Los instrumentos para ello existen, lo que falta es voluntad política.
En España, como en otras partes, desde hace algo más de una década, la oportunidad del populismo ha llegado en paralelo a la demolición intelectual y mediática, antes que social, de los fundamentos liberales de nuestra democracia.
La idea liberal de libertad es solo una de las posibles, aunque probablemente la menos mala de todas. En buena medida, porque es compatible con visiones de la sociedad más individualistas o más comunitaristas.