Óscar Vara | 28 de diciembre de 2020
Irán sigue suponiendo todo un desafío en el terreno geoestratégico. Las dudas sobre su programa nuclear y los esfuerzos por extender su influencia en Oriente Medio serán temas fundamentales en la política exterior del próximo presidente de Estados Unidos, Joe Biden.
Sitúense: quinta temporada de la serie El Ala Oeste de la Casa Blanca, capítulo 13. El jefe de Gabinete de la Casa Blanca se reúne con el embajador de Irán por una detonación nuclear que han detectado en el océano Índico. El estadounidense advierte de las consecuencias si los responsables son los persas, a lo que el embajador le repone: «El Ayatolá ha decretado que la producción de armas nucleares es Haram, está prohibida por razones religiosas». Este episodio no es una fantasía, el actual líder supremo de Irán, el Ayatolá Alí Hoseiní Jamenei, promulgó un decreto religioso en este sentido en 2005.
Desde la retórica iraní, se recurre con insistencia a este argumento para defender su programa nuclear, aunque la sinceridad de sus palabras no sea compartida por los tradicionales adversarios de Irán en la región: Israel, Arabia Saudí o Pakistán. Esto es patente por los asesinatos sufridos por científicos nucleares iraníes: cuatro entre 2010 y 2012, y el muy reciente, el 2 de noviembre pasado, del responsable del programa, Moshen Fakhrizadeh.
Resulta muy dudoso que estos crímenes acaben con el programa nuclear iraní que comenzó en los años 60, en tiempos del Shah de Persia, con el Programa Átomos por Paz, impulsado por el presidente Eisenhower. Durante esa década se establecieron las principales organizaciones de investigación atómica del país, que llevaron, en un arrebato de optimismo del autocoronado emperador, a anunciar la construcción de 23 centrales nucleares. Esos planes, en los que estaban involucradas empresas alemanas, suecas y francesas, terminaron abruptamente con la Revolución islámica de 1979. Pero, a pesar de la desconfianza de los clérigos hacia la tecnología y la cosmovisión occidental, las investigaciones nucleares continuaron, solo interrumpidas por la guerra con Iraq y por los obstáculos de Estados Unidos.
Es una obviedad apuntar que Irán encontró pronto otras alternativas para hacer progresar su programa: Pakistán, Rusia y China. El presidente Ahmadineyad decidió, a partir de 1999 y secretamente, la construcción de dos instalaciones nucleares que alertaron a todo Occidente por su capacidad de desestabilizar Oriente Medio.
Entre promesas de que el programa de armas nucleares iniciado en 1998 (el llamado Plan Amad) se había abandonado en 2003 (Netanyahu presentó en 2018 pruebas de su continuidad) y el descubrimiento de nuevas instalaciones nucleares secretas, como la de Fordow en 2009, el presidente Obama decidió arriesgarse a iniciar contactos informales con Irán que desembocaron en negociaciones y, finalmente, en el acuerdo nuclear de 2015. En 2010, los documentos filtrados por Julian Assange, jefe de Wikileaks, nos proporcionaron una visión de cómo se estableció la alianza entre Estados Unidos y China para forzar a Irán a que aceptara el acuerdo.
Sin embargo, a pesar de las apelaciones al veto religioso y a la existencia del acuerdo, el interrogante sobre la determinación de Irán para conseguir el arma nuclear sigue intacta. Sobre todo, por la incertidumbre que introdujo la decisión del presidente Trump de sacar a Estados Unidos del acuerdo en 2018. Esta retirada vino acompañada de sanciones financieras, con la prohibición de que los bancos iraníes pudieran operar dentro del sistema Swift, el sistema de mensajería que utilizan los bancos para asegurarse de que las transacciones internacionales electrónicas de dinero se producen y son ciertas. Es decir, Estados Unidos vetó que Irán realizara operaciones financieras internacionales, lo que, en la práctica, implicó colapsar su comercio.
El impacto sobre la economía iraní fue poco menos que devastador por la caída en el crecimiento económico de Irán, una contracción de más del 9% en 2019; por el desplome en la producción de petróleo, de cerca de cuatro millones de barriles por día a cerca de 2; por la reducción de las exportaciones de crudo, que pasaron de ser 2,5 millones de barriles por día a estar por debajo de 0,3: y, finalmente, por el hundimiento de la moneda iraní, que perdió valor de forma extraordinaria cayendo de 40.000 riales por 1 dolar a 176.000 riales por dólar.
Esta hostilidad sirvió para que los iraníes reivindicaran su soberanía nuclear y comenzaran a enriquecer uranio en un grado muchísimo mayor del que se habían comprometido. El acuerdo los obligaba a tener 5.000 centrifugadoras Ir-2 de enriquecimiento y ahora se estima que tienen cerca de 50.000 (además de centrifugadores Ir-6 mucho más potentes). A día de hoy, no existen informaciones oficiales, ni sospechas, de que Irán se haya embarcado en un enriquecimiento que sea capaz de producir un arma nuclear. Según las inspecciones de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, Irán posee ahora mismo uranio enriquecido en un nivel 12 veces mayor que lo que había firmado en el acuerdo. En concreto, 2.443 kg uranio enriquecido a un 4,5% (se había comprometido a un 3,67%) y todavía lejos del enriquecimiento del 90% que le permitiría hacer armas nucleares.
Esta política coincide con dos circunstancias relevantes: primero, que los tentáculos geopolíticos iraníes han crecido mucho y se extienden a Yemen, Siria y Líbano. Segundo, que ha decaído el veto a la compra de armamento que las Naciones Unidas le impuso en 2010. De hecho, el país está acelerando sus compras de material bélico ruso (sistemas de misiles de exclusión aérea S-300, aviones de combate Su-30 y Yak-130, tanques T-90 y misiles Iskander 9k-720) y a China (cazas Chengdu J-10).
Estos son los procelosos mares que tendrá que navegar Joe Biden, que ya ha manifestado su intención de volver a sentar a la mesa de la negociación a la nación persa. En estas circunstancias, y como reza el libro de Charles Bukowski, «lo importante será saber atravesar el fuego».
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