Antonio Olivié | 29 de diciembre de 2020
Francisco comenzará con un viaje a Mosul un año marcado por las investigaciones internas en el Vaticano y los esfuerzos de la Iglesia por ser luz en el mundo que deja la pandemia.
Roma (Italia) | Hace seis años, en Mosul, los cristianos tenían dos opciones: abandonar la ciudad, perdiendo todas sus pertenencias (casa, muebles, dinero…) o renunciar a la fe. La tercera opción, que no se contemplaba, era permanecer fieles y ser ejecutados. Ahora, en el próximo mes de marzo, el papa Francisco visitará esa ciudad de Iraq, que durante meses fue el cuartel general de los terroristas del ISIS.
Sabemos que al papa Francisco no le gustan las visitas de trámite. No busca ser halagado, recibir aplausos de propios o extraños. Su empeño es el de tender puentes, facilitar el encuentro entre las personas de bien, al margen de una religión u otra. Y si hay una forma de poner de manifiesto la caridad es acercándose a quienes han tolerado o convivido con los terroristas. El Papa viaja a una zona que vivió el infierno en 2014.
Los viajes del papa Francisco son parte del mensaje. Hace años decidió inaugurar el Jubileo de la Misericordia en la República Centroafricana, uno de los países más pobres del mundo. Ahora se propone recuperar la agenda tras la pandemia en uno de los países que más han sufrido la violencia en los últimos años: Iraq. Ahí podrá visitar el sur del país, donde la tradición asegura que estaba la tierra natal de Abraham, así como la capital y el norte del país, la zona más castigada.
Si en el frente exterior el Papa se plantea un reto de alto riesgo, en el interno una de las cuestiones explosivas es la del cardenal Becciu. Desde hace meses se investiga sobre una trama corrupta en la Secretaría de Estado, especialmente en relación con la inversión en un inmueble en Londres. A finales de septiembre, dimitió como prefecto de la Causa de los Santos Angelo Becciu, quien había sido responsable de esas inversiones. Durante su mandato en Secretaría de Estado también fue responsable de otorgar cerca de 500.000 euros a Cecilia Marogna, una mujer joven y sin experiencia diplomática acreditada, para supuestas misiones internacionales.
El Vaticano ha solicitado la extradición de Marogna, que pasó algunos días en una prisión italiana el pasado mes de octubre, mientras que Becciu todavía no ha sido imputado oficialmente. No es fácil entender cómo quien era responsable del dinero aún no haya debido responder a la autoridad judicial, mientras quien lo recibía ya ha dormido en la cárcel.
El hecho es que el cardenal Angelo Becciu asegura que ha sido víctima de un montaje y clama su inocencia. Además, asegura que todo lo que hizo estaba avalado por el Papa, ya que era uno de los colaboradores en quien más confiaba. Por ello, en Roma se espera un previsible proceso a lo largo de 2021 que ponga negro sobre blanco las inversiones y los movimientos de la Secretaría de Estado durante los años de Becciu.
La gran víctima de esta última polémica es la credibilidad del Vaticano. La falta de transparencia en la gestión económica llega en un momento de enorme dificultad. Quien fuera prefecto para la Economía, el cardenal George Pell, nos recordaba hace unos días que la situación financiera del Vaticano es preocupante, con un déficit anual que superaba los 50 millones de euros antes de la COVID. Ahora, con los Museos Vaticanos cerrados, las cuentas pueden ser mucho peores. Y lo grave es que las donaciones al Vaticano se han reducido por esa falta de credibilidad.
Entre los quebraderos de cabeza para el papa Francisco se encuentra el desarrollo del Sínodo de Alemania. Han puesto sobre la mesa una serie de propuestas sobre cuestiones doctrinales o morales que afectan a la Iglesia universal, pero que se han debatido, sin autorización de la Santa Sede, en un nivel local. El diálogo es difícil, porque desde muchos otros países se ve como un acercamiento a las iglesias protestantes, que no han supuesto ningún freno a la descristianización en Europa.
A juicio de Austen Ivereigh, quien ha escrito con el Papa el libro Soñemos juntos, «Francisco considera que la pandemia ha acelerado las tendencias que presenta la globalización. En primer lugar la pérdida del sentido de pertenencia». Y esto afecta profundamente a la Iglesia, «con instituciones que no tienen credibilidad en sí mismas». Por ello, es preciso que «la transmisión de la fe se realice a través del testimonio personal, como en los tiempos de los primeros cristianos».
Todos estamos llamados a contribuir con determinación para que se respeten los derechos humanos fundamentales de cada persona, especialmente de las ‘invisibles’Papa Francisco
¿Cómo ajustar la realidad de la Iglesia a este nuevo entorno? Ahí entra la necesidad de la reforma estructural que lleva gestándose varios años. Eso sí, sabiendo que el cambio de la estructura no funciona si no hay una renovación auténtica en los corazones.
Junto a esa reforma interna, el papa Francisco teme las consecuencias que está provocando la pandemia en todo el mundo. El aumento de la pobreza y la marginalidad son realidades que afectarán a gran parte de los países del mundo, especialmente a los menos desarrollados.
La última encíclica del pontífice argentino, Fratelli Tutti, insiste precisamente en la necesidad de abordar los problemas globalmente, de no buscar el mero beneficio particular o nacional. Y ahí se centrará el trabajo del Vaticano en los próximos meses. El pasado mes de marzo, el Papa instituyó una comisión especial para buscar soluciones a estos desafíos. Ahí colaboran con grandes empresarios y con instituciones internacionales para que cada paso adelante en la recuperación tenga siempre en cuenta a los más débiles.
El papa Francisco firma una encíclica que apuesta por la fraternidad abierta y el diálogo sincero como respuesta a un mundo golpeado por una pandemia que ha sacado a relucir sus graves problemas.
El excardenal Theodore McCarrick fue expulsado del sacerdocio por sus abusos sexuales. No se puede esperar a que un delincuente cumpla 90 años, cuando está fuera de juego, para declararlo culpable.