Armando Zerolo | 31 de agosto de 2021
La retirada de Afganistán tiene un significado que va mucho más allá de la coyuntura geopolítica particular. El idiota es como un niño, el imbécil es un intelectual. Uno sale de sí mismo a través de su propio sacrificio, el otro implosiona reduciendo el mundo a su propia estupidez.
La retirada de Afganistán tiene algo de fin de siécle. Es uno de esos momentos históricos con un significado que va mucho más allá de la coyuntura geopolítica particular. Nos sitúa ante nuestras contradicciones y nos señala un poco de lo que ya no somos, y otro poco de lo que podríamos ser.
Vietnam, como Afganistán, también fue una derrota con forma de retirada. Francis Ford Coppola nos ofreció visión apocalíptica de aquella guerra y eligió como banda sonora La valquiria de Wagner para ambientar el choque de dos civilizaciones, el momento en el que el mar norteamericano se une a la playa vietnamita, con la misma violencia que un sunami barre de cuando en cuando aquellas playas. No es un encuentro civilizatorio suave como las mareas mediterráneas, cuando no se sabe si es el mar el que se monta sobre la arena, o la arena la que avanza sobre las olas, en un baile que tiene un poco de vals y mucho de tango. Los helicópteros, en Apocalipsis Now, cabalgan el mar como doncellas guerreras para defender el Valhalla yanqui, el olimpo de sus dioses, la civilización frente a la barbarie, como hicieran unos años antes en el corazón de la vieja Europa para salvarnos de la supremacía moral nazi. Es la banda sonora de la grandeza de un pasado nórdico mítico que vuelve una y otra vez, y que irónicamente puso música al viaje imposible al corazón de las tinieblas, a la ruptura irreconciliable entre corazón y razón, al abrazo que nunca se dieron Hegel y Nietzsche.
De aquellas heridas se desangró Centroeuropa, y por el Danubio, su arteria principal, corrió agua roja y tinta espesa como el alquitrán de los tanques varados en las cunetas de las carreteras que antes unían a los pueblos. La mezcla de sangre y petróleo, de muerte y progreso técnico, de poder y derrota, dio lugar a una literatura que corría subterránea por los campos de la Ilustración tardía con fuerza inusitada. Es la literatura de los imbéciles y los idiotas, y es la forma de una grandeza del espíritu humano que alcanza sus cotas más altas en los momentos de rupturas profundas.
La Edad Moderna tuvo mucho de prometeica, de intento de robo del fuego de los dioses, de convertir las piedras en oro y de insuflar vida a la muerte, pero también fue la época de una humanidad marmórea necesitada de unas manos que hiciesen huella en la carne, y arrugas en el manto con la fuerza suave de la piedad. Miguel Ángel miró a la cara del poder con los ojos de un hombre moderno y esculpió el momento en el que la historia cambia, en el que el pequeño responde al grande, en el que los músculos se tensan porque algo nuevo está a punto de surgir.
De las rupturas de la Modernidad, de los fracasos y los éxitos, y del ocaso de una época, surgió la literatura de los imbéciles y los idiotas.
Los idiotas son seres sencillos como los niños y los locos. Asumen sobre sí los males del mundo y la injusticia cae sobre ellos con la misma dureza que la ley sobre los injustos
El gran idiota moderno, gozne de la Edad Media y la Edad Moderna, fue El Quijote. Loco que se lanza al camino, porque ya la modernidad tiene más de travesía, de road movie, que de fonda, y a la defensa de unos valores que solo pueden ser defendidos por un idiota, porque la fuerza bruta del guerrero los destruirían. La única manera de ponerlos en evidencia es la figura de un pobre loco a los ojos del mundo, un derrotado. Otro de los grandes idiotas de nuestra época es el príncipe Myshkin, El Idiota de Dostoievsky, imagen especular de nuestro Quijote, arquetipo moral de una Rusia en la que los pequeños se baten a diario con el poder bizantino.
Los idiotas son seres sencillos como los niños y los locos. Asumen sobre sí los males del mundo y la injusticia cae sobre ellos con la misma dureza que la ley sobre los injustos. Son chivos expiatorios que purgan en su carne la violencia del mundo. El gran idiota de la historia, en este sentido, fue Cristo, y fue la Modernidad la que hizo de la derrota y el fracaso de la Cruz carne de la piedra, y humanidad de la crueldad. La idiota de nuestro tiempo, que ya no es literatura, sino realidad, es Santa Teresa de Lisieux. La que se hizo polvo para pegarse a las botas del peregrino, la que no podía dar un paso por sí sola, y llegó a ser patrona de los misioneros, la última doctora de la Iglesia porque enseñó al mundo la salida hermosa que la Modernidad nos ofrecía: la enorme fuerza que reside en lo pequeño.
Los imbéciles también fueron paridos por nuestra época rota por el poder, por la pérdida de hegemonía de los ‘nuestros’, y por la certeza de que todos pierden ante la comparecencia de los dioses paganos, de la fuerza y la destrucción. Podríamos haber muerto a sangre y fuego, pero nacieron los idiotas para redimirnos, y los imbéciles para retratarnos.
Los imbéciles, los anarquistas que se ríen del poder porque son tanto o más tontos que él, sirven como contraste resaltando todo lo malo, acelerándolo y agravándolo hasta llevarlo al extremo del absurdo. Donde hay un orden formalista ellos introducen el caos casi sin quererlo, porque su estupidez no está prevista por los que se han hecho grandes por la fuerza. Los Cándidos de Voltaire y sus secuelas, como la de Sciascia, El buen soldado Svejk, de Haroslav Hasek, o nuestros ‘héroes’ más populares, Mortadelo y Filemón, o Superlópez, han dado buena cuenta de los poderosos y de la soberbia de un mundo que periclitaba al tiempo que rugía.
El idiota es como un niño, el imbécil es un intelectual. Uno sale de sí mismo a través de su propio sacrificio, el otro implosiona reduciendo el mundo a su propia estupidez. Ambos nos recuerdan que nada es suficiente, que cualquier sistema cerrado colapsa y que ningún proceso dará cuenta de lo importante porque, como dice Mario Colleoni, lo fundamental es lo que falta. Ambas posturas, la del imbécil y la del idiota, son las más justas porque se sitúan ante la desproporción de las fuerzas humanas, porque desconfían del poder, y porque dejan un amplio espacio a lo que falta. A través del absurdo o de la misericordia, el sentido que subyace en las vidas aparece renovado.
Pier Paolo Pasolini, uno de los grandes idiotas contemporáneos, unió en su biografía la obra y la experiencia del triunfo de los pequeños y la derrota de los grandes. Murió literalmente aplastado por los poderosos. La banda sonora de su opera prima, Accattone, es el Erbarme Dich mein Gott de La pasión según San Mateo de Bach, otro alemán hijo de la modernidad que supo enhebrar el hilo de su tiempo. No invocó a los dioses paganos, ni a los titanes, ni reunió a los poderosos de su tiempo contra los otros, los malos, los iracundos, los poseídos. Gritó desde la pequeñez y la derrota, como un nuevo Elías que supo ver en la brisa suave, entre huracanes y tempestades, la palabra de Dios. Pasolini retrata a un miserable que prostituye a sus mujeres y roba a su hijo, y se pregunta si ese ser vil es digno de misericordia, si su lágrima será suficiente para expulsarle del Paraíso. Lo enterrarán fuera del cementerio, como a los ateos que no merecían la compasión eterna según los poderosos de la Tierra, pero pide yacer al sol y mirando al horizonte, porque Accattone se conforma con disfrutar un poco de este Mundo desde el Otro, aunque sea en esa pequeña porción de tierra que se le ha concedido.
Afganistán tiene su propia banda sonora. Ha sido un nuevo escenario de la viejas rupturas, la presencia del poder y la religión cara a cara, el choque de civilizaciones, y dos (o tres) modos muy diferentes de vivir la Modernidad, porque, como señala Alejandro Rodríguez de la Peña, los talibanes no tienen nada de medievales y sí mucho, demasiado, de modernos. La potencia técnica de los norteamericanos, que quizás piensen que la democracia es un dios pagano que se puede defender cabalgando de nuevo sobre valkirias de acero y plomo, y la brutalidad de los talibanes exhibiendo la peor cara de la potencia moderna, la fuerza bruta confiada a sí misma, un sistema tan perfecto que, como decía Elliot, no necesita a los hombres. Todo esto somos nosotros, las contradicciones en las que vivimos, y la tierra que pisamos.
Tras el ruido de fondo, las algarabías, discusiones y llantos de niños, en el templete de la plaza pública suenan dos bandas sonoras cuyo leit motiv es el poder. Dos músicas, La Valkiria y La pasión según San Mateo, que son resultado de una gran ruptura, la ruptura de la Cristiandad, descrita magistralmente por el fallecido Kenneth Clark, y de cuyo desgarro dijo: «Yo siento que el espíritu humano ha conquistado cierta grandeza al atreverse a plantar cara a este vacío». Puede que una música suene más que la otra, pero tras cierto ruido de la Modernidad resuena también aquella otra melodía que habla de la misericordia
Imbéciles e idiotas paridos por genios modernos como Leopardi, Baudelaire, Montaigne, Shakespeare, Cervantes, Dostoievsky o Tolstoi, nos enseñaron que hay una vía moderna para responder al eterno problema del poder. Afganistán ha sido un nuevo fracaso, en ambos bandos, de dos vías tan viejas como la humanidad, y tan arraigadas como el pecado original, pero también es de nuevo la ocasión de explorar la vía de los santos y los locos.
Alejandro Rodríguez de la Peña
Si uno de los dos sectores en la batalla cultural saca a relucir algún aspecto positivo de la civilización a reivindicar, el otro lo acusa de «blanqueamiento» y viceversa. Esta memoria selectiva impide todo debate sano y lo mezcla todo.
La serie de culto predijo en sus diálogos a lo largo de 96 episodios entre 2011 y 2020 el desenlace si las tropas norteamericanas abandonaban la región y los talibán tomaban Kabul