Juan Van-Halen | 03 de junio de 2021
Por frivolidad o engreimiento, Pedro Sánchez no lo oculta, cita a Largo Caballero como ejemplo y abraza los consejos de Zapatero con fruición. Esos son sus padres ideológicos.
Debemos a Felipe González una ocurrencia afortunada; no digo, por supuesto, que la única. Definió a los expresidentes de Gobierno como «grandes jarrones chinos en apartamentos pequeños», y añadió: «Son valiosos, pero nadie sabe dónde ponerlos y todos abrigan la secreta esperanza de que algún niño travieso les dé un codazo y los rompa». Certera muestra de ingenio que ha pasado a la pequeña historia.
A principios de 1976, coordiné y escribí la colección de fascículos Los Líderes y la primera entrega la dediqué a Felipe González, hasta entonces «Isidoro», su nombre en la clandestinidad. La colección presentaba las biografías y el pensamiento de quienes podrían convertirse en líderes del cambio que se esperaba. Por aquella colección desfilaron, en amplías entrevistas, representantes de diversas opciones históricas como Tarradellas y Gil Robles, o, entre otros muchos, Tierno Galván, Pujol, Nicolás Redondo y Carlos Hugo de Borbón. El segundo fascículo lo dediqué a Fraga, ni histórico ni nuevo pero que representaba desde el sistema un reformismo presentable en Europa. Unos llegaron y otros se quedaron por el camino.
Con motivo del fascículo, hablé bastante con Felipe González; seguí como informador la legislatura constituyente en la que él tuvo singular presencia; luego volví a coincidir con él, tras su paso por la Presidencia del Gobierno, como conferenciantes en un curso en Río de Janeiro organizado por la Universidad Complutense.
Los expresidentes producen inquietud en sus partidos cuando entran en el debate político. No pocos los desearían ciegos, mudos y sordos como en la conocida imagen del mono que ni ve, ni habla ni oye, pero depende de la personalidad de cada jarrón chino; unos son más locuaces que otros. Hace pocos días, Felipe González habló en El Hormiguero, de Antena 3, entrevistado, o algo parecido, por Pablo Motos. Fue récord en audiencia. El jarrón chino desgranó anécdotas y recuerdos. Nos enteramos de su opinión sobre algunos líderes internacionales con los que coincidió y que su preferido fue Olof Palme.
En medio de la hojarasca, González lanzó dardos destinados al actual ocupante de la Moncloa, con el que dijo no hablar desde la moción de censura a Mariano Rajoy. Fueron dardos elegantes desde la afirmación de que él siempre pertenecería al PSOE, pero dejando claro que no se reconocía en su partido. Repasó algunos temas de actualidad. Desde la derrota en Madrid hasta la desescalada de la alarma, desde la confrontación entre bloques hasta la efebocracia socialista que destierra a sus mayores en la experiencia y en la historia, recordó que tiene los mismos años que Joe Biden.
Acabó manifestándose firmemente contrario a los cacareados indultos a los golpistas del procés. No dijo que es un pago de Sánchez, un plazo más en el precio por seguir en la Moncloa, pero no hizo falta. Reconocí su instinto, sus dotes de comunicador. Y durante unos segundos comparé a aquel hombre con Sánchez y con Zapatero. Dos malas caricaturas.
González refundó el PSOE en una operación inteligente y delicada que lo llevó a abandonar la Secretaría General para volver a ella y desterrar el marxismo de los fundamentos de un socialismo que, gracias a una centralidad moderna y calculada, consiguió en 1982 doscientos dos diputados y lo reafirmó en el poder con tres mayorías durante catorce años. Ese es el haber de nuestro más mediático jarrón chino.
En lo que no insiste González, pero lo sabe bien, es en que este PSOE no es el suyo, ni en la historia es el de Prieto o el de Besteiro. Este PSOE es el de Sánchez e históricamente el de Largo Caballero, el Lenin español, que nos llevó a la Guerra Civil que -hay numerosas constancias- deseó. Y, más cerca, es el PSOE de Zapatero, inventor del desaguisado que los españoles estamos pagando ahora. Zapatero no es un jarrón chino; no pasa de ser una cerámica de mercadillo.
Por frivolidad o engreimiento, Sánchez no lo oculta, cita a Largo Caballero como ejemplo y abraza los consejos de Zapatero con fruición. Zapatero es hoy un zascandil de la política, se mueve de acá para allá sin saber muy bien para qué, o sí, y Largo Caballero fue un golpista, un turbio recuerdo en una historia de casi siglo y medio con sombras y luces. Esos son los padres ideológicos de Sánchez. Como él no tiene un corpus ideológico claro al que adscribirse, se ha acogido a los asideros que más le convienen para tratar de mantenerse en la Moncloa con los apoyos que sean, vengan de donde vengan, crean en España o la quieran destruir. Sanchismo vs. socialismo.
En esta estrategia personal, un apoyo fundamental de Sánchez es su Rasputín, Iván Redondo; declaró con solemnidad parlamentaría que era capaz de tirarse por un barranco para acompañar al jefe. Pero eso ya se lo diría a sus tres empleadores del PP a los que sirvió con parecido entusiasmo en tiempos pasados. Y no se tiró por un barranco cuando vinieron mal dadas. Cambió de empleador y santas pascuas. Al final, Sánchez lo tirará por el barranco a él. Cuando le reste más que le sume.
Sobre la mesa de Sánchez está el vidrioso tema de los indultos que ha movilizado a la vieja guardia de un PSOE noqueado y contra sí mismo. Desde Alfonso Guerra a Francisco Vázquez, desde César Antonio Molina a Fernando Savater, desde Soraya Rodríguez a Rosa Díez, desde Joaquín Leguina a José Luis Corcuera… han abominado el trueque de la dignidad nacional por la continuidad de este personaje en la Moncloa. Los barones autonómicos, sabedores de que en ese camino los perdedores serán ellos en las próximas elecciones, se rebelan, por el momento con sordina; veremos cuando se acerque la decisión. Temen que los electores le den a Sánchez una patada en sus traseros.
Hay, eso sí, partidarios del indulto. Y no solo entre independentistas, herederos de terroristas y parecidas raleas. El presidente cuenta dentro y fuera del Gobierno con su núcleo duro, los que nunca discuten y siempre aplauden, pero es de baja intensidad mental, y tiene más lealtad que neuronas. Adriana Lastra, por su alta responsabilidad parlamentaria, podría ser ejemplo de esa fidelidad perruna. No superaría un examen de test facilito. Lastra se considerará a sí misma Victoria Kent. Pero no.
Los primeros movimientos de Pedro Sánchez al frente del Ejecutivo muestran su interés por reabrir los caminos políticos que inició el presidente José Luis Rodríguez Zapatero.
El Gobierno propone un viaje al espacio en esa manera tan suya de tomar la circunvalación de la realidad, una carretera de ocho carriles con la que rodea las cosas que duelen y gracias a la que hace unos meses los jubilados se ahogaban en camas montadas en las lavanderías de los hospitales y los carteles decían que saldríamos más fuertes.