Jesús Montiel | 01 de marzo de 2020
Hay sucesos de nuestra vida, los más importantes, que nadie comprenderá por más que nos expliquemos.
Llegó hace un par de días a casa, por fin. Ahora viaja conmigo en el asiento del copiloto, mientras conduzco hacia el trabajo. Lo confieso: a veces aparto la mano del volante y lo acaricio como a una mascota de madera. Me gusta su tamaño diminuto, la sencillez que predica sin hablar, su tacto. La madera proclama una vida sin aditivos, añeja, con la que me siento más retratado que con el plástico. Amo las cosas elementales, aquellas en las que el hombre no acapara el protagonismo.
Tras aparcar en la cochera del edificio, me interno en los pasillos con mi banquito bajo el brazo. Cálido, como un recién nacido. Un alumno me mira perplejo, sin comprender qué objeto trasporto, su utilidad. Mentiría si digo que no me avergüenzo. Pero hay sucesos de nuestra vida, los más importantes, que nadie comprenderá por más que nos expliquemos. De modo que acelero el paso, casi echo a correr para no ser visto, y consigo llegar invisible a mi despacho. Consulto el reloj. Tengo dos horas hasta la tutoría, de modo que cierro con llave para no ser molestado. Acto seguido, extiendo una manta sobre el suelo, la doblo cuidadosamente hasta lograr un rectángulo sobre el que me arrodillo, y luego despliego las patas de mi banquito, que coloco debajo para sentarme cerca del suelo, a una altura simbólica, que me recuerde la gravedad. Uno las dos manos a la altura del pecho y entro en mi silencio.
Vivir en el yo es muy cansado y no conduce más que al infierno
He puesto el móvil en modo avión y una alarma que sonará dentro de treinta minutos. Ya de rodillas, encima de mi banquito y con los ojos cerrados, hago una pequeña oración que me ayude a ser tonto. Quiero decir descender desde la idea, lo que llamamos inteligencia o cerebro, hasta el lugar del corazón. Normalmente vivo arriba, como todo el mundo. Vivir arriba significa hacer planes, lamentar las culpas del pasado, conjeturar lo que la gente piensa acerca de uno, vivir temiendo la enfermedad, la humillación, no ser considerado. No estar enraizado en lo que está sucediendo sino a merced del ego, esa muralla entre la realidad y la nuestra sustancia. Señor de los casos perdidos y los analfabetos, murmuro.
Tú, que hiciste los increíbles bosques con árboles con los que se fabrican banquitos como el que sostiene a este imbécil, ayúdame a escapar de mí, te lo suplico. No pretendo paz ni más tranquilidad. Solo pido Tú. Vivir en el yo es muy cansado y no conduce más que al infierno. Quiero Tú porque solo así uno encuentra el verdadero descanso. Toma estos minutos y haz con ellos lo que quieras, pero te lo ruego: líbrame de Jesús Montiel.
El mundo tendría peor ventilación sin alguien lanzando los ojos al techo de la oficina o dibujando monigotes en los márgenes de un libro de texto.
Es un misterio, pero ocurre que personas que tratamos a diario son menos importantes que otras a las que hemos conocido en un capítulo determinado de nuestra vida, como Priscila.