Isidro Catela | 03 de mayo de 2019
La Iglesia existe para evangelizar y no para complacer al mundo ni adaptarse al sol que más caliente.
Con algunas vergonzosas excepciones, amplificadas por las conocidas shitstorms que se producen en las redes sociales, la mayoría de la gente se estremeció el pasado día 15 de abril al ver en llamas el corazón de la vieja Europa. El incendio de Notre Dame sirvió casi al instante para ver la altura de miras de unos gobernantes que, tras mostrarse sin complejos, cercanos en el dolor, primero a los católicos y luego al resto de los franceses, prometieron el resurgir de las cenizas en un corto espacio de tiempo. Mucha gente de a pie hincó las rodillas para cantar y rezar, en plena calle, con la aguja de la catedral ardiendo al fondo. Y varios multimillonarios franceses pusieron rápidamente sobre la mesa un cheque con unos cuantos ceros para ayudar a la reconstrucción.
Todo ello sucedió en la laica Francia, presentada como modelo y ejemplo a seguir por diversos estudios que, precisamente en la misma semana, trataban de convencernos de la pérdida de influencia de la religión en España, en un totum revolutum basado, entre otros, en el barómetro del cuestionado CIS y en el informe Laicidad en Cifras de la Fundación Ferrer i Guardia.
La conclusión de algunos medios de que la religión pierde influencia al desplomarse los ritos y la fe es propia del necio (del que no sabe), el que confunde valor y precio, o del que confunde sus deseos con la realidad y los expresa con el conocido pensamiento de deseo. No hacen falta grandes estudios para demostrar que, en términos absolutos, hay algunos indicadores que dibujan un mapa religioso en España muy diferente al de hace un siglo. Con todas las precauciones del mundo, y a pesar de la coyuntura hostil que estamos viviendo, en las encuestas solo un 27% de los españoles se declara ateo, agnóstico o no creyente.
La Iglesia católica en España invierte en la sociedad un 138% más de lo que recibe por la Asignación Tributaria
Las cifras en los jóvenes, que en un 50% no cree en Dios, sí parecen, en perspectiva, más significativas. No son comparables, por otra parte, realidades tan dispares como el matrimonio eclesiástico (indisoluble) con otras formas de unión, por naturaleza concebidas con esa fórmula nerudiana del «amor es eterno mientras dura».
Tampoco son completas las cifras que no tengan en cuenta la realidad social que padecemos, desde la bajísima natalidad hasta la cultura líquida que hace trizas el sentido de responsabilidad y el compromiso a todos los niveles. O el fenómeno de la secularización interna, o mundanización de la propia Iglesia, de la que tanto habla el papa Francisco, precisamente para no olvidar lo esencial, que es que la Iglesia existe para evangelizar y no para complacer al mundo, y menos aún adaptarse al sol que más caliente.
Para afinar con tino sobre la verdadera influencia de la Iglesia católica (que es la parte que siempre se toma por el todo cuando se habla de religión), conviene no quedarse a medias y consultar la Memoria Anual de la Iglesia en España. Sin triunfalismos, y desde hace años con el aval de una prestigiosa consultora externa, se nos presentan algunos datos y algunas pistas para colegir de ahí la influencia de la religión en nuestro país, porque tampoco se puede confundir sin más, mayoría (que sigue existiendo, y muy amplia, aun a sabiendas de que existe también un amplio barniz de catolicismo sociológico) con influencia. Ya hace tiempo, Benedicto XVI propuso una hoja de ruta basada en lo que denominaba «minorías creativas» que explica muy bien la situación.
La Iglesia existe para evangelizar y no para complacer al mundo, y menos aún adaptarse al sol que más caliente
Diversos medios han aprovechado los datos negativos para incidir de forma tan trasnochada como simple en las causas. Vuelve el nacionalcatolicismo a explicarlo todo, o la diosa razón, que habría desvelado por fin la impostura de la superchería religiosa.
Acercándonos, al fin, a esa mayoría de edad tan deseada por unos pocos, que siempre parecen más de los que son, resulta que se sigue pretendiendo que la sociedad sea lo que el Estado quiera que sea y se sigue digiriendo mal que a un Estado aconfesional, que despliegue una sana laicidad, le conteste una sociedad confesante (en torno al 70% se declara católico) que, como la vieja Europa en la que se cobija, no puede entenderse sin sus raíces cristianas.
Basta acudir a la mencionada Memoria de la Iglesia para intuir el valor (e incluso el precio) de nuestro Camino de Santiago, nuestras procesiones de Semana Santa, las horas de atención a los más necesitados en parroquias y otras instituciones, o el esplendor, en su más pleno sentido, de nuestras catedrales. Por citar solo dos datos de los muchos y contrastados que allí se recogen, la Iglesia católica en España invierte en la sociedad un 138% más de lo que recibe por la Asignación Tributaria, y, en la actualidad, son casi un millón y medio los alumnos que se forman en centros educativos católicos, una cifra al alza, con una enorme demanda social que crece cada año que pasa.
La influencia de la religión, concluyen sin embargo los devotos del laicismo excluyente, se aproximaría (gracias a Dios, o mejor, gracias a la divina razón que todo lo mide) a la sociedad (¿laicista?) de nuestros vecinos de arriba. Esa, que ¡oh contradicción y paradoja!, hace unos días nos ha dado una lección en la que, sobre la oscuridad y el catastrofismo, han prevalecido la luz y la esperanza. Suele pasar cuando uno entiende que es compatible vivir con los pies en el suelo y soñar nuestros proyectos más queridos siempre apuntando hacia lo más alto, que es lo único que asegura relevancia e influencia en las obras humanas.
En 1163 el rey Luis VII colocó la primera piedra de una nueva catedral que tardaría casi doscientos años en concluirse.