Armando Pego | 05 de abril de 2020
Viviremos, en la intimidad doméstica, la Semana Santa de una manera sabática, en silencio y soledad “monástica”.
Durante estas semanas de confinamiento que todavía seguirán alargándose, entre el teletrabajo y la convivencia familiar, salpicados de breves conversaciones con amigos y colegas y de mensajes de ánimos y buenos deseos de cuidarse y cuidar, he vuelto a preguntarme sobre el callado y abnegado ejemplo -a menudo incomprendido, indispensable siempre- de la vida monástica.
En la catequesis dedicada hace unos años a san Juan Clímaco, autor de la Escala espiritual, Benedicto XVI se preguntaba si el itinerario existencial de un ermitaño del siglo VI todavía puede conservar alguna actualidad. Aunque a primera vista parecería que no, el Papa emérito añadía que “si observamos un poco más de cerca, vemos que aquella vida monástica sólo es un gran símbolo de la vida bautismal, de la vida del cristiano”.
¿Acaso nuestro confinamiento, por razones sanitarias imprescindibles, no carece de la clausura voluntaria? ¿Podemos decir que nuestra soledad es un culto y un servicio ininterrumpido de Dios mediante la práctica de las virtudes más sencillas? Al tener que separarnos del mundo, ¿no ha sido nuestro mundo cotidiano quien ha huido de nosotros?
Se ha repetido que estamos asistiendo al desvanecimiento de una época. ¿Hasta qué punto también una parte de nosotros pudiera estar muriendo con ella? Acaso lo simbolizaba la plaza de San Pedro vacía, presidida por un Cristo crucificado, desde la que el papa Francisco ha bendecido una urbe y un orbe recluido y sufriente.
En estos días he procurado sobre todo releer, demorando cada página. Como si la lectio debiera ser discontinua, siquiera para mantener esa voluntad “rumiadora” que le atribuía, como su rasgo más espiritual, el universo monástico medieval. De El hombre y lo divino de María Zambrano me he apropiado una sentencia, como si fuera una jaculatoria: “El ritmo es rito”.
En esta extraña Cuaresma, la pauta de las noticias y de las (pre)ocupaciones diarias ha ido desgranando la tragedia de las muertes que, como un goteo incesante y veloz, nos golpeaban cercanas con sus historias concretas e insustituibles. Medito en la angustiosa paradoja de que nuestro planeta está, a cada instante, más habitado de ausentes que no dejamos de amar; de que nuestros proyectos se cimientan sobre una población que jamás dejará de aumentar y que está presta a recibirnos. El ritmo es rito.
¿Es la muerte una injusticia, el sinsentido radical de nuestra existencia? En una sentencia cegadora, Anaximandro había enseñado que todo perece “según necesidad”. ¿Cómo es posible que, en su Canto de las criaturas, san Francisco alabase a “nuestra hermana muerte corporal”, justo tras ensalzar a los que perdonan por amor y a los que sufren la enfermedad y a los que la cuidan en su tribulación con paz?
Tal vez, tan desacostumbrados, estemos llamados a “vivir un morir”, como la oportunidad de ahondar la humanidad de una existencia que no puede basarse solo en el bienestar, sino también en el consuelo que brota de la experiencia compartida del dolor. Como sentencia el Eclesiastés, todo tiene su momento: “Tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recogerlas” (Ecl. 3, 4-5).
En estos momentos durísimos para muchas familias, me he recitado el poema La muerte es una madre nuestra antigua de Juan Ramón Jiménez. ¡Qué difícil tener que asumir con serenidad, esa “madre que nos espera, / como madre final, con un abrazo inmensamente abierto, / que ha de cerrarse, un día, breve y duro, / en nuestra espalda, para siempre”!
En este Domingo de Ramos, en que los ecos de las palmas y de los ¡Hosanna! resonarán ausentes en las esquinas de nuestras calles, me asomo con el mismo temblor de siempre al misterio de la muerte de Dios. Decía Zambrano que solo puede morir el Dios del amor, “pues sólo muere en verdad lo que se ama, sólo ello entra en la muerte: lo demás sólo desaparece”. Tantas personas de servicios esenciales, arriesgando su propia vida, están dando el testimonio de que el amor reduce la muerte a una realidad, aunque definitiva, siempre penúltima. Stabat mater. “Es verdad: tú eres un Dios escondido” (Is. 45, 15).
Por primera vez, muchos fieles cristianos no podremos asistir públicamente a la celebración del Triduo Pascual. En un ayuno que no es solo eucarístico, ¿acaso no nos veremos obligados a vivir en la intimidad doméstica esos santos días de una manera sabática, en silencio y soledad “monástica”, ante el sepulcro sellado de Jesús?
Ante el sagrario de nuestra conciencia, vacío, en vela, como en un tardío Getsemaní, bautizados en agua y fuego, unidos en espíritu con quienes sostienen lo mejor del ser humano, esperaremos las palabras definitivas que recoge una homilía antigua sobre el grande y santo Sábado: “Levántate, salgamos de aquí. El enemigo te sacó del paraíso: yo te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celeste”. Y así de nuevo anticiparemos la Pascua perpetua.
Las celebraciones religiosas se han suspendido en toda Italia, pero los templos permanecen abiertos para la oración. En estos momentos de temor e incertidumbre, hay un espacio para la reflexión y la contemplación.
Alejandro Manzoni habla en «Los novios» sobre la peste que asoló Milán en el siglo XVII y que recupera actualidad en esta Cuaresma en cuarentena.