Jaime García-Máiquez | 06 de marzo de 2020
El pudor es una defensa de la intimidad personal, que se da libremente a las personas a las que se ama. El paño de pureza que cubre a Cristo crucificado tiene mucho que ver con esto.
Cualquiera que sepa un poco de historia, los cultos, saben que a Jesucristo lo crucificaron completamente desnudo, que era como acostumbraban a ser las crucifixiones romanas. Al dolor físico, a las contorsiones patéticas que tenían que hacer los reos para respirar se unía el escarnio de exhibirlos públicamente desnudos. Pero los cultos se equivocan, pobres.
En esto, como en todo, no basta con que se «sepa un poco de historia», hay que saber “mucho más” o, también vale, “mucho menos”. Me explico. “Mucho más” es el que conoce los pormenores y los interpreta con inteligencia y sensibilidad, es decir, ejem, nosotros. O bien, sí, también vale saber “mucho menos”, que es el que no cuenta con más material para interpretar la historia que el sentido común, es decir, cualquier cofrade de cualquier pueblo de Andalucía que sabe que a Jesús no se le puede sacar de procesión… “en pelotas”. Creo que está claro.
Pero es en este punto donde aparecen los antes mencionados cultos, eruditos redomados en historia del arte, que tienen criterio para sentar los dogmas universales del esteticismo y que aman sobre todas las cosas los desnudos crucificados de Miguel Ángel, Brunelleschi o Cellini. Efectivamente, los tres Cristos crucificados de esos tres famosos artistas se tallaron desnudos, pero ¿hay documentos específicos donde ellos protestaran por la colocación de sus respectivos paños de pureza, si es que no pensaron en ellos desde el principio? Y en el caso de haber existido, ¿no está la moral cristiana a años luz de aquellas fiebres paganas de sensualidad que lo invadieron todo en un determinado momento del Renacimiento?
Gracias al Concilio de Trento, el primer Barroco llegó a «un acuerdo tácito», como lo define Emile Mâle, por el que el desnudo se restringiría a la fábula clásica. La Capilla Sixtina, de alguna manera y premonitoriamente, no se alejaba demasiado de esta regla. Los temas bíblicos en los que era necesario el desnudo –como Adán y Eva, el Bautismo, la propia Crucifixión- se aprovecharían de la experiencia y depuración que le daba la frívola práctica del desnudo en las fábulas, y todos tan felices.
Como bien saben los cultos, es verdad que se solía crucificar a los hombres desnudos, pero no fue así en el caso de Jesús de Nazaret; de la misma manera que no se castigaba con la modalidad más dura de flagelación antes de una crucifixión, pero no fue así en el caso de Jesús de Nazaret; ni tampoco se tenía la crueldad de coronar con un casquete de espinas al reo al que se flagelaba o crucificaba, pero así sucedió en el caso de Jesús de Nazaret; ni tampoco se atravesaba con una lanza el corazón del reo para certificar su muerte, pero así fue en el caso de Jesús de Nazaret. Su Crucifixión, como se ve, tuvo unas particularidades que acaso no podremos comprender en esta vida en toda su insondable profundidad.
Jesús fue flagelado desnudo en un recinto de acceso restringido, al que accedieron algunos judíos para contemplar el castigo. La Sábana Santa –que no es un dogma, pero como su propio nombre indica es santa- nos lo confirma. Y de esta desnudez procede la escena iconográfica que representa a Jesús recogiendo sus vestiduras tras la flagelación. Es una tradición pictórica preciosa que nos habla del pudor de Dios encarnado; tras la flagelación, donde muchos condenados morían literalmente de dolor, Él arrancó fuerzas de flaqueza para ir por sus ropas y ocultar su desnudez a los ojos del mundo.
El pudor es una defensa de la intimidad personal, que se da libremente a las personas a las que se ama. Cuando te la roban o la exhiben públicamente sin tu consentimiento es como un crimen. Ahora la tachan de tabú como estrategia para ridiculizarla, pero estoy convencido de que la deshumanización de nuestra sociedad corre en paralelo con la desaparición del pudor, de lo que es íntimo de cada uno. Y por eso el impúdico en los sentimientos, en lo sexual, en su propio talento incluso, es incapaz de amar, porque en el ansia exhibicionista de darse todo a todos le resulta impensable e imposible reservase nada para la persona amada. En el fondo, la destrucción del pudor es un suicidio.
Ahora que llega la Semana Santa y empiezan estos Gobiernos que tenemos a hablar –con una impunidad total y total impudicia- de la regulación de la vida sexual, es buen momento para hablar del pudor, alma de la pureza, a través del llamado perizonium, lienzo que tuvo Cristo enrollado a su cintura en la Cruz.
La primera noticia literaria que tenemos de él proviene de uno de los apócrifos, el Evangelio de Nicodemo (10:1): «Cuando llegó al lugar que se llama Gólgota, los soldados le desnudaron de sus vestiduras y le ciñeron un lienzo». Las revelaciones particulares puntualizan que, si bien lograron momentáneamente desnudarlo, un sobrino de san José, llamado Jonadab, lo volvió a cubrir (Ana Catalina Emmerich, La amarga Pasión de Cristo); otras nos informan de que ni siquiera pudieron quitarle el lienzo que llevaba, «pues llegando a tocarlos se les quedaban los brazos yertos y helados» (María Jesús de Ágreda, Mística Ciudad de Dios). La Sábana Santa, ese milagro en carne viva, siempre tan “impertinente” en los detalles, nos informa de que a la altura de la cintura del hombre impresionado (en negativo, y en 3D por cierto) en el lienzo hay una anormal acumulación de sangre alrededor del torso, debida a que el hombre crucificado –Jesús- llevaba un paño en torno a la cintura. En fin, más claro imposible.
En la biografía de Miguel Ángel escrita por el famoso restaurador de escultura Antonio Forcellino, un verdadero –permítanme un poco de cinismo- hombre del Renacimiento, se quejaba amargamente del paño de pureza que tiene actualmente el resucitado Cristo de Minerva (1520) de Miguel Ángel: «Cuando fue esculpida para Metello Veri nadie se escandalizaba de que en una iglesia romana hubiera un Cristo que enseñara unos genitales plenos y vigorosos». Basten estas palabras exaltadas para evidenciar que cuando se desnuda a un hombre o a una mujer se pone el punto de atención donde no reside el mensaje esencial, inevitablemente. Otro restaurador de escultura, Alejandro Chamorro, calificaba de «un auténtico crimen» que se le volviera a poner tras su restauración el paño de pureza al Cristo de Cellini, entiendo que porque también consideraba que la imagen religiosa producía menos sentimientos «plenos y vigorosos» con el paño puesto.
Unos y otros son los de siempre, los mismos sayones que desde hace veinte siglos siguen intentado desnudar a Cristo, «un auténtico crimen», empeñados en que nos fijemos en lo “pleno y vigoroso” que a ellos más interesa, y no en la humanidad de aquel cuerpo roto que sin apenas ya nada en la Tierra seguía dando las más altas lecciones de dignidad y pudor.
No se puede ceder en lo verdaderamente Sagrado, como es la representación de Cristo en la Cruz, como es la Semana Santa, la Misa, la Confesión, la Eucaristía… no se puede ceder ante el chantaje de una tergiversada cultura, historia o sensibilidad moderna. Si dejáramos en su sitio el perizonium, volverían a solucionarse milagrosamente problemas que degradan a la sociedad, como la pornografía, la violencia familiar, el acoso escolar, etc., etc., etc. Dejarían casi de existir, como velados por un paño blanco de pureza.
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